jueves, 25 de diciembre de 2014

Joe Cocker, ese mad dog

Aunque el lugar común asocia a Joe Cocker con su extraordinaria y visceral versión de “With a Little Help from My Friends”, de Lennon y McCartney, que deja en calidad de tonada bobalicona a la original de los Beatles, la realidad es que el nacido en Sheffield, Inglaterra, en 1944, era mucho más que aquella su presentación ante el mundo en el mítico festival de Woodstock de 1969. Porque fue ahí, en Woodstock, donde nació la leyenda de aquel vocalista extrañísimo que al cantar engarrotaba las manos y agitaba los brazos como un enfermo de mal de San Vito, mientras de su garganta surgía un vozarrón negroide y desgarrado, casi gutural; sin embargo, para llegar a semejante escenario había que tener una carrera previa, por breve que esta fuese.
  Aunque empezó a cantar desde la adolescencia, Joe Cocker hizo sus verdaderos pininos en el rock en 1963, cuando bajo el nombre artístico de Vince Arnold abrió un concierto de los Rolling Stones. El tal Vince Arnold era una especie de imitador de Elvis Presley que no tuvo mayor repercusión y el joven tuvo que replantear su naciente carrera, por lo que al lado de su gran amigo de toda la vida, el tecladista Chris Stainton, en 1966 formó The Grease Band y ya con su nombre real empezaron a tocar en toda clase de escenarios. Dos largos años tardarían en lograr el éxito, un éxito que los lanzaría a las grandes ligas del rock, gracias al singular arreglo que hicieron de la canción “With a Little Help from My Friends” de los Beatles, a la cual transformaron en una lenta y acompasada pieza de soul, llena de garra y fuego, que sacudía a todo aquel que la escuchaba. La manera de cantar de Cocker, muy en la vena de su admirado Ray Charles, sorprendió a propios y extraños y el tema fue aclamado por la crítica y el público, aunque su verdadera trascendencia internacional la logró cuando él y su grupo aparecieron en el escenario del festival de Woodstock, en 1969, y la interpretación fue incluida tanto en el álbum triple que sobre el evento apareció a las pocas semanas, como en el largometraje que se filmó sobre el mismo, ambos con el título de Woodstock. Gracias a ello, el nombre de Joe Cocker se conoció en todo el planeta y así, de un solo golpe, el hombre se convirtió en superestrella del rock.
  Para ese entonces, ya había grabado su primer álbum y de inmediato le ofrecieron hacer un segundo, el excelente y homónimo Joe Cocker (1969), para el cual Paul McCartney y George Harrison, impresionados por su versión de “With a Little Help…”, le pidieron que incluyera “She Came in Through the Bathroom Window”y “Something”, aunque el verdadero hit de ese plato sería “Delta Lady”, una composición de Leon Russell, quien acababa de convertirse en el nuevo director musical del cantante.
  No obstante, el gran despegue de Cocker se daría al año siguiente, cuando con Russell reunió a una enorme troupée de treintaitantos músicos para conformar la banda Mad Dogs and Englishmen, con la cual realizaría una larga y agotadora gira que se traduciría en un sensacional álbum doble y en una espléndida película. Con gente como el propio Russell, su entrañable Chris Stainton, la cantante Rita Coolidge, el saxofonista Bobby Keys, el trompetista Jim Price, el baterista Jim Keltner y una larga lista de talentosos instrumentistas y coristas, Cocker encabezó a la efímera pero hoy mítica agrupación y logró éxitos como sus versiones únicas a “The Letter” de los Box Tops, “Feeling Alright” de Dave Mason, “Honky Tonk Women” de los Rolling Stones, “Bird on the Wire” de Leonard Cohen y “Girl from the North Country” de Bob Dylan, entre otras varias.
  Fue aquella quizá la cúspide de la fama y el éxito masivo para Joe Cocker, pues aun cuando su carrera se extendería por cuarenta años más, nunca logró repetir aquellos momentos de gloria.
  Lo de Mad Dogs and Englishmen fue, más que un tour, un verdadero tour de force. La cantidad de presentaciones y el ritmo vertiginoso de los desplazamientos hicieron que el alcohol y las drogas corrieran de manera abundante y Cocker bebió y consumió sustancias hasta decir basta. Su salud se vio muy afectada y esto se reflejaría en lo que fue su carrera a lo largo de la siguiente década: largos periodos de ausencia y escasas actuaciones, acompañado de músicos menos conocidos, aunque el buen Chris Stainton siempre estaba ahí para echarle la mano. A lo largo de los años setenta, la fama que traía gracias a Woodstock le alcanzó para realizar algunas giras internacionales e incluso participó en una emisión de Saturday Night Live, en la que cantó “Feelin Alright” y John Belushi apareció a su lado para imitarlo de manera genial. De sus álbumes de esos años, cinco en total, sólo destacaría el I Can’t Stand a Little Rain de 1974, con sus bellísimas interpretaciones de “You Are So Beautiful” y “Guilty”, y el Luxury You Can Afford de 1978, con sus versiones a “A Whiter Shade of Pale” de Procol Harum y “Watching the River Flow” de Bob Dylan.
  La de los ochenta fue una década más bien oscura para Cocker. Si bien no le faltó trabajo y actuó de manera constante, además de grabar una quinteta de álbumes que pasaron sin pena ni gloria, no logró sobresalir sino hasta 1986, cuando su versión a “You Can Leave Your Hat On” fue incluida en la cinta Nueve semanas y media de Adrian Lyne y se convirtió en un éxito mundial. Un año después, lograría otro primer lugar musical con su gran cover a la clásica “Unchain My Heart”, popularizada muchos años antes por Ray Charles.
  Pero Joe Cocker ya no era visto por las nuevas generaciones como un cantante de rock, sino más bien como un intérprete de lo que la mercadotecnia empezaba a llamar música para “adulto contemporáneo” (cualquier cosa que ello signifique). Sus seguidores eran gente de su edad que había abandonado la agitada vida del sexo, drogas y rocanrol o lo había cambiado por otro tipo de sexo, otro tipo de drogas y un rock apaciguado por el mainstream. Esto se acentuaría en los noventa, con el surgimiento de la generación X y la música grunge.
  Aunque su disco Night Calls de 1992 es muy bueno (su versión de “Can’t Find My Way Home” de Steve Winwood es sublime), el resto de su discografía noventera resultó ignorada (y con razones válidas, pues es bastante flojita).
  Ya durante este siglo, las cosas mejoraron un poco desde un punto de vista artístico, con álbumes de mayor calidad como Respect Yourself de 2002, Heart & Soul de 2004 e Hymn for My Soul de 2007. Fire It Up de 2012, su último disco en estudio, sería un triste e involuntario testamento musical. Un plato demasiado convencional y pasteurizado, hecho por un hombre de sesenta y ocho años de edad, ya sin el filo de sus tiempos mozos.
  Durante un concierto en el Madison Square Garden de Nueva York, apenas el pasado 17 de septiembre, Billy Joel dijo que Joe Cocker no se encontraba muy bien de salud y que era momento de incluirlo en el Salón de la Fama del Rock. No hubo tiempo para ello. Tristemente, el cantante murió de cáncer de pulmón este lunes 22 de diciembre.
  Descanse en paz este mad dog, este englishman.

(Publicado en la sección "El ángel extermiandor" de Milenio Diario)

martes, 23 de diciembre de 2014

Smashing Pumpkins navideños

Está bien, lo acepto: esta vez el título de la columna es engañoso y no se ajusta del todo a la verdad. Sí, en efecto, voy a referirme al más reciente álbum de los Smashing Pumpkins. Sin embargo, lo único de navideño que tiene el disco es haber aparecido en estos días previos a la fiesta más importante de la cristiandad. Sólo quise llamar la atención del amable lector, normalmente distraído en estos días de final de año. Me disculpo por emplear tan bajo recurso.
  Pero valió la pena que se tomara usted un poco de su tiempo para leer el artículo, porque Monuments to an Elegy (2014), el flamante plato de esta legendaria agrupación de Chicago, es una obra de excelente factura. Billy Corgan (y aquí podría haber un segundo engaño porque, seamos honestos, se trata más de un disco de Corgan que de los Smashing Pumpkins, ya que es el único miembro original del cuarteto que está presente en la grabación y todas las canciones son suyas)… Billy Corgan, decía, nos regala, con cierta tacañería cuantitativa aunque con gran generosidad cualititativa, nueve temas que abarcan apenas poco menos de media hora de escucha. Puede parecer muy poco –y lo es–, pero le aseguro que, aun así, Monuments to an Elegy es una colección de muy buenas y variadas composiciones.
  Corgan ha sabido madurar sin perder sus raíces y su estilo primigenio. En estas nueve piezas está todo lo que este músico ha sido, desde el primer disco de los Smashing Pumpkins hasta su más reciente trabajo como solista, y eso se transluce en canciones como la inicial y brillantísima “Tiberius”, la bella y suntuosa “Being Beige”, la intensa y persistente “Anaise!”, la poderosa y densa “One and All”, la inesperadamente electrónica “Run2Me”, la mágica y sensual “Drums + Fife”, las casi new wave “Monuments” y “Dorian” (esta última una delicia) y la grungera y a la vez popera “Anti-Hero”.
  Monuments to an Elegy es un trabajo impecable. Poco importa si son o no los Smashing Pumpkins. La presencia fundamental es la de Corgan y esa está ahí, inconfundible, indeleble, espléndida.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

jueves, 11 de diciembre de 2014

Paul Fiction

Hay una escena en esa estupenda película de Richard Linklater que es la muy reciente Boyhood (2014), en la cual el joven protagonista recibe de su padre (interpretado por Ethan Hawke), como regalo de cumpleaños, un disco doble de los Beatles confeccionado por el propio progenitor y al que bautiza como The Black Album. El mismo está constituido por una selección de canciones de cada uno de los integrantes del mítico cuarteto de Liverpool, en su etapa como solistas. Al verlo, el chico se limita a decir: “mi favorito es Paul”, a lo que sobreviene una perorata del papá, para explicarle que los Beatles valían mucho más juntos que cada uno por su cuenta.
  Viene a colación esta anécdota cinematográfica a raíz de la puesta en circulación de un disco que desde que se anunció causó una enorme expectación: The Art of McCartney (Arctic Poppy, 2014) y que al fin ha salido a la venta.
  Se trata de un homenaje a las composiciones de Paul McCartney, tanto las que escribió con los Beatles como las que ha hecho en solitario, interpretadas por una impresionante pléyade de músicos de todas partes, de varios géneros y de diferentes generaciones.
  Uno ve la lista de participantes, antes de escuchar los dos discos que conforman el álbum, y no puede más que pensar que se encuentra frente a un verdadero manjar de dioses. Sin embargo, una vez que se escucha el larguísimo set de treinta y cuatro canciones (y al parecer hay una versión triple con cuarenta y dos), las cosas ya no son tan idílicas como se prometía. Veamos.
  ¿Quiénes participan en The Art of McCartney? Bob Dylan, Brian Wilson, The Cure, Kiss, Billy Joel, Roger Daltrey, Jeff Lynne, Steve Miller, Willie Nelson, Barry Gibb, Heart, Cat Stevens, Harry Connick Jr., Jamie Cullum, Def Leppard, Dr. John, Chrissie Hynde y varios más. Como se ve, una alineación fantástica. Entonces, ¿dónde está la falla, dónde la carencia, dónde el motivo de que no sea un tributo extraordinario?
  Por raro que parezca, la mayor parte de los participantes no mostró lo mejor de sí y en su mayoría suenan rutinarios y sin inventiva. Casi todos tomaron su respectiva canción y la respetaron demasiado o no les interesó darle un toque personal, algo que la convirtiera en algo distinto. No hay quien que haya hecho lo que a fines de los sesenta hizo Joe Cocker con “With a Little Help from My Friends”, al transformarla prácticamente en otra canción incluso mejor que la original, o, muy recientemente, lo que lograron los Flaming Lips al darle la vuelta y deconstruir completo y por completo el Sgt Pepper’s Lonely Hearts Club Band en su delirante With a Little Help from my Fwends, aparecido hace apenas unas semanas.
  Uno escucha, por ejemplo, “Jet”, con Rick Nielsen y Robin Zander, y prefiere mil veces la versión de los Wings. Lo mismo sucede con “Hi Hi Hi”, de la cual Joe Elliot apenas hace un cover simpático. Así también con “Got to Get You into My Life (Perry Farrell), “Hey Jude”(Steve Miller), “Eleanor Rigby” (Alice Cooper), “Drive My Car” (Dion), “Hello Goodbye” (The Cure), para no hablar de los crímenes de lesa humanidad que hicieron Barry Gibb con “When I’m 64” y Billy Joel con la bellísima “Maybe I’m Amazed”. El horror.
  Sin embargo, hay cosas muy rescatables en el álbum (aunque casi nadie se apartó del librito). A Roger Daltrey le quedó como anillo al dedo “Helter Skelter”, mientras que Bob Dylan hace una muy rasposa y sabrosa versión de “Things We Said Today”. A la voz de Paul Rodgers le queda muy bien “Let Me Roll It” y Dr. John brinda una perfecta “Let ‘Em In”. Otras buenas versiones son las de Chrissie Hynde en “Let It Be”, Allen Toussaint en “Lady Madonna”, Toots Hibbert en “Come and Get It”, Jeff Lynne en “Junk” y BB King en “On the Way”.
  Pero quienes a mi modo de ver hacen honor a su trabajo, con interpretaciones en verdad espléndidas, son el gran Smokey Robinson con “So Bad”, a la que dio un toque impecable de soul, y, muy especialmente, la extraordinaria cantante británica Corinne Bailey Rae con su finísima y delicada forma de abordar “Bluebird” (por cierto, nadie incluyó “Blackbird”, de la que alguna vez Stephen Stills hiciera una entrañable versión).
  The Art of McCartney no es lo que pudo ser. No sé si el propio ex beatle puso como condición que sus composiciones no fueran movidas demasiado, pero el resultado, pienso, al final deja bastante que desear.
  Como alternativa, recomiendo el disco Listen to What the Man Said (Oglio Records, 2001), en el que dieciséis grupos y solistas “alternativos” brindan un mucho mejor homenaje al buen Paul. Gente como Robyn Hitchcock, Matthew Sweet, Semisonic, They Might Be Giants y varios poco conocidos pero efectivos intérpretes entregan un trabajo muy satisfactorio.
  Let It Be.

(Publicado hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

martes, 9 de diciembre de 2014

Bobby Keys, el sax inmortal

Hay músicos fuera de serie que suelen jugar roles secundarios y cuyo nombre permanece ignorado por las mayorías, a pesar de que sus interpretaciones hayan sido escuchadas por mucha gente. ¿Recuerda usted el rasposo solo de saxofón a la mitad de “Brown Sugar” de los Rolling Stones o el sax cachondo y con cierto toque “latino” al final de “Can’t You Here Me Knocking” del mismo quinteto británico? Quizás se acuerde del solo de sax en la versión a “The Letter” de Joe Cocker o tal vez, si es usted beatlemano, le venga a la memoria el solo de saxofon en “Wherever Gets You Trou the Night” de John Lennon.
  ¿Qué tienen en común todas esas partes de sax? Que las ejecutó un mismo intérprete: el extraordinario Bobby Keys, uno de esos músicos excelsos que difícilmente son reconocidos por lo que suele llamarse “el gran público.
  Nacido en Texas en 1943, Keys empezó a tocar el saxofón desde la adolescencia y a los quince años ya colaboraba con gente como Buddy Holly y Bobby Vee. En 1964 conoció en persona a los Rolling Stones, durante una visita del grupo a San Antonio, y de ahí partió una camaradería y una colaboración que se extendería por varias décadas. En especial, su amistad con Keith Richards lo hizo ser prácticamente un stone más.
  Gracias a su enorme talento y al muy reconocible sonido de su sax, no sólo participaría con las Piedras Rodantes a partir de su álbum Let It Bleed de 1969, sino con otros héroes legendarios del rock como George Harrison, John Lennon, Elvis Presley, Eric Clapton, Joe Cocker, Leon Russell, Donovan, BB King, Delaney & Bonnie, Graham Nash, Harry Nilsson y muchos más. El equipo que formó con el trompetista Jim Price estuvo presente en muchos discos hoy clásicos.
  Era un virtuoso en el sax tenor, el sax barítono y el sax alto, aparte de ser un tipo amigable que sabía hacerse querer. Nunca dejó de tocar y todavía en 2013 tuvo su última gira con los Rolling Stones.
  Bobby Keys falleció este 2 de diciembre, de una cirrosis hepática, a los 70 años de edad. Descanse en paz esta leyenda de la época de oro del rock.

(Publicado hoy en Milenio Diario).

lunes, 1 de diciembre de 2014

Jack Bruce en el cuarto blanco

Las leyendas vivientes se convierten en mito cuando dejan de estar físicamente entre nosotros. Hay mitos que no alcanzaron a ser leyendas vivas, debido a que murieron jóvenes (como los miembros del célebre club de los 27) y su trascendencia se hizo mayor una vez que partieron del mundo. Sin embargo, aquellos que logran sobrevivir al fuerte trajín existencial del sexo, las drogas y el rock ‘n roll y que rebasados los sesenta, los setenta y hasta los ochenta años siguen con el corazón latiente y hasta en plena actividad; aquellos que en vida logran gozar del estatus de leyendas, siempre serán doblemente afortunados.
  Jack Bruce era una de estas leyendas. Lo fue hasta el pasado 25 de octubre, cuando un padecimiento en el hígado lo envió a la tumba a los setenta y un años de edad. Su enorme fama la debía básicamente a un breve periodo de su biografía, el que va de 1966 a 1969. Tres años apenas que lo llevaron a las máximas alturas, al firmamento del rock, por ser uno de los tres integrantes del primer supergrupo de la historia: Cream.
  Como es sabido, se conoce como supergrupo a aquel que reúne sólo a músicos consagrados y cuando Cream se formó, en 1966, sus tres miembros venían antecedidos de un envidiable palmarés musical. Eric Clapton, su líder, segunda voz y guitarrista, a sus entonces veintiún años, ya había pasado por los Yardbirds y por los Bluesbreakers de John Mayall. Ginger Baker, su baterista, a los veintisiete había estado, entre otras, en las bandas de Alexis Korner y Graham Bond, dos de los patriarcas, junto con Mayall, de lo que sería la explosión del rock británico. Por su parte, Jack Bruce, el bajista y primera voz, entonces de veintitrés años, había participado en los proyectos de esos tres patriarcas.
  Con Clapton, Baker y Bruce en plenitud de forma y gracias a éxitos como “Sunshine of Your Love” o “White Room”, el a la vez fino y estruendoso Cream se catapultó a la fama, el dinero y los excesos de manera vertiginosa; por eso, su existencia llena de diferencias y conflictos internos duró tan poco. El trío sólo grabó cuatro álbumes en estudio (Fresh Cream, 1966: Disraeli Gears, 1967; Wheels of Fire, 1968; Goodbye, 1969) y dos más en concierto. Su postrera e histórica presentación en público fue en el Royal Albert Hall de Londres, el 26 de noviembre de 1968, unos meses antes de que apareciera su último disco. Los tres músicos casi no se dirigían la palabra y en esa ocasión arribaron cada uno por separado. Ya no eran amigos.
  Después de “La Crema” (cómo le decían en México los locutores de la radio roquera), Jack Bruce anduvo artísticamente de aquí para allá. Grabó un álbum como solista (el estupendo Songs for a Taylor de 1969), al que seguirían muchos más que no lograron demasiada trascendencia. También se unió a diversas agrupaciones –algunas de ellas bastante efímeras– y no sería sino hasta 1993 que volvería a juntarse con sus antiguos coequiperos, para asistir a la ceremonia en la que Cream fue introducido en el Salón de la Fama del Rock. Ahí platicó con Ginger Baker y decidieron hacer algo juntos. El resultado fue el trío BBM, al lado del guitarrista Gary Moore. No obstante, poco sucedió con ese experimento hoy prácticamente olvidado. Doce años más tarde, en 2005, Cream se reuniría inesperadamente para realizar cuatro conciertos en Londres y tres en Nueva York. Jamás volverían a tocar juntos.
    En 2003, a Bruce le diagnosticaron cáncer en el hígado y se sometió a un exitoso trasplante. Continuó su carrera como solista y en marzo de este año sacó un nuevo álbum, el magnífico Silver Rails (Esoteric Antenna, 2014). Ya sin aquella potente y afinada voz que lo hiciera famoso, el músico mostró sin embargo que al entrar en su octava década de vida aún poseía el suficiente vigor para ejecutar un rock potente, seco, poderoso, pero con un amplio sentido armónico y melódico. Algunas piezas, como “Rusty Lady”, muestran que la influencia de Cream seguía en sus poros y en su mente, pero en otras lo que se escucha es una música muy fina y diferente (por ejemplo, en “Industrial Child”), a lo que ayudó la participación de músicos de primer orden, como los casi igualmente legendarios guitarristas Phil Manzanera y Robin Trower y el tecladista de jazz John Medeski.
  Silver Trails fue, involuntariamente, el testamento musical de Jack Bruce. Descanse en paz en su cuarto blanco.

(Publicado este mes de diciembre en el No, 444 de la revista Nexos)

viernes, 28 de noviembre de 2014

El "You're Dead!" de Flying Lotus

Cuando el rhythm n’ blues, el jazz, la electrónica, el hip-hop y la música de vanguardia se funden, dan como resultado un sonido como el de Flying Lotus. Música elaborada, complicada, de difícil acceso, pero a la que una vez que se penetra resulta imposible (e indeseable) escapar.
  Steven Ellison es el miembro único de este proyecto personal que, sin embargo, abarca a un buen número de músicos invitados que dan cuerpo y sustancia al espíritu creador del cerebro y corazón de este Lotus volador.
  Con cuatro discos anteriores en su haber (los extraordinarios 1983, de 2006; Los Angeles, de 2008; Cosmogramma, de 2010; Until the Quiet Comes, de 2012), llega ahora este You’re Dead!, otro larga duración tan impresionante como impredecible. Ellison (sobrino nieto de Alice Coltrane, la esposa del genio John Coltrane y gran pianista de jazz ella misma) ha logrado una evolución artística notable que se refleja en la brillante complejidad de su nuevo opus.
  Diecinueve son los cortes, en su mayoría de menos de dos minutos, que componen a You’re Dead!, grabación que inicialmente estaba planeada como un álbum doble y que, sin embargo, fue siendo pulida poco a poco  hasta dejar todo en escasos treinta y ocho minutos de duración.
  Respecto al título, en un principio Ellison lo escogió como una especie de homenaje humorístico a ciertos comics, pero la idea fue cambiando al mezclarse en su ánimo las muertes de varias personas muy cercanas a él: su madre, su padre, una de sus abuelas y sus dos tíos abuelos, es decir, Alice y John Coltrane. Por ello el disco terminó como un homenaje póstumo a sus parientes, aunque conservó su nombre original.
  Steven Ellison volvió a reunir a sus músicos de confianza, mismos que han estado a su lado en trabajos anteriores, especialmente Cosmogramma y Until the Quiet Comes. El bajista y cantante Thundercat, el baterista Deantoni Parks y el saxofonista Kamasi Washington constituyen la base instrumental a partir de la cual se armó la estructura principal de los temas.
  A ellos se sumó una buena cantidad de gente invitada, entre ella intérpretes tan famosos como Herbie Hancock, Snoop Dog, Kendrick Lamar y la integrante de Dirty Projectors Angel Deradoorian.
  You’re Dead! tiene una continuidad entre tema y tema que casi lo hace una obra sinfónica, lo cual se nota desde el corte abridor, de ecos progresivos que remiten lo mismo a Emerson, Lake & Palmer que a las obras más free jazz de John Coltrane.
  Hay en el disco extraordinarias partes de guitarra, pasajes de salvaje disonancia, momentos de calma elegiaca, atmósferas siniestras que de pronto se convierten en paisajes celestiales, coros y voces espaciales (muy en el estilo de Janelle Monáe), teclados ominosos, detalles chuscos, rapeos intensos, melodías de enorme belleza, todo en una combinación sin baches o recaídas, con una intensidad que se mantiene a lo largo de todo el álbum. Es un alucinante viaje sin escalas que nos lleva lo mismo a las puertas del paraíso que a los rincones más oscuros y ardientes del infierno.
  Una obra magnífica.

(Publicado en la sección de discos del sitio de la revista Marvin)

martes, 25 de noviembre de 2014

¿Un Pink Floyd innecesario?

Escuchar The Endless River (Rhino, 2014), el nuevo disco de Pink Floyd, me provoca reflexiones y sentimientos encontrados. No puedo decir que no me guste, que me parezca malo o que David Gilmour y Nick Mason no tengan derecho a sacar un álbum bajo el nombre del mítico grupo inglés y sin embargo…
  The Endless River es, según se dice, la obra final de Pink Floyd. No obstante, Roger Waters podría mañana amanecer con ganas de sacar su propio disco pinkfloydiano postrero y nadie tendría por qué reclamárselo. A lo que voy es a que me cuesta trabajo decir que este es, estrictamente, un disco de Pink Floyd. Lo veo más como un plato de Gilmour, con la ayuda de Mason y de varios amigos que poco o nada tienen que ver con el cuarteto que produjo maravillas como UmmagummaAtom Heart MotherThe Dark Side of the MoonWish You Were Here o Animals.
  Cierto que hay ecos de todos esos discos en el nuevo opus, pero yo lo veo más como una continuación de los álbumes sin Waters, en especial, The Division Bell. Aparte, está el hecho de que se trate de una colección de veintiún piezas instrumentales de gran brevedad y con un solo tema cantado (“Louder Than Words”), además de la presencia de gente ajena a Pink Floyd, como Andy Jackson o Phil Manzanera, enormes músicos, pero que a mi modo de ver no deberían estar en un disco de los creadores de A Saucerful of Secrets o Meddle. Quizá me vea demasiado ortodoxo, pero es así como lo percibo.
  En cuanto al trabajo en sí, The Endless River tiene todo el sonido de la agrupación, esas pausadas y enormes olas de sonido con los teclados del fallecido Richard Wright (porque mucho del material utilizado había sido grabado hace varios años) y las inconfundibles guitarras de David Gilmour que de tan inconfundibles de pronto llegan a sonar repetitivas y rutinarias. Insisto, no es un disco malo, pero no sé si era necesario ponerlo en circulación, incluso para sus seguidores más aferrados.
  Tal vez el álbum póstumo de Pink Floyd debió ser The Wall, de 1979. Lo que vino después, ya no fue lo mismo.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

martes, 11 de noviembre de 2014

El regreso de los nerds

Si en los años noventa el grunge trajo al rock un nuevo renacimiento, sólo comparable con el del punk en los setenta, el post grunge no se quedó muy atrás, en especial con grupos tan representativos como Weezer.
  Surgido en Massachusetts en 1993 y encabezado desde entonces por el pequeño geniecito geek Rivers Cuomo, estudiante de la universidad de Harvard, ese mismo año grabó su álbum debut homónimo, producido nada menos que por Ric Ocasek, el líder de la legendaria agrupación setentera The Cars.
  A pesar de sus orígenes cultos y nerds (su aspecto físico nada tenía que ver con el prototipo grungero), la música de Weezer provenía lo mismo del metal que del punk , aunque de inmediato se le clasificó como una banda “alternativa” (lo que hoy vendría a ser “indie”, términos ambos igualmente ambiguos e inasibles).
  Más de veinte años y ocho discos despúes, Weezer regresa con un nuevo trabajo en estudio, Everything Will Be Alright in the End (Island/Republic, 2014) y su sonido no sólo se mantiene fresco y vigente, sino que conserva el sentido del humor, la inventiva melódica y los secos acordes protogarageros de antaño, sin sonar en absoluto anticuado.
  Con este nuevo plato, el grupo retoma su viejo sonido, luego del fallido experimento seudoelectrónico de su disco Ratitude de 2010. Everything Will Be Alright in the End posee mucho de lo que Weezer hizo en sus famosos álbumes azul, verde y rojo o en el estupendo Pinkerton, es decir, ese power pop agridulce e irónico que tanto celebran sus viejos seguidores y que quienes no lo hemos sido tanto agradecemos de igual manera.
  Cuomo sigue siendo la figura principal del cuarteto y sus composiciones mantienen ese calor y ese entusiasmo tan suyos. Esto queda demostrado con temas tan buenos y variados como “Ain’t Got Nobody”, “Eulogy for a Rock Band”, “Lonely Girl”, “Go Away” o la sensacional “Back to the Shack”.
  Como cereza del pastel, el viejo y entrañable Ric Ocasek se encuentra de nuevo al frente de la producción y eso se nota en la alta calidad de esta obra perfectamente recomendable.

(Publicado en Milenio Diario)

sábado, 1 de noviembre de 2014

Sin el paso (y sin el peso) de los años

Dice el lugar común que la edad es un estado de ánimo. También hay otra frase hecha que señala que el rock es la verdadera fuente de la juventud. Pues entre que son peras o son pretextos y justificaciones, en recientes semanas apareció un par de álbumes que cuando menos parecería justificar ambos dichos.
  Este año, Leonard Cohen cumplió ochenta años y Robert Plant llegó a los sesenta y seis. Ambos pertenecen, ya que de lugares comunes hablamos, a lo que la corrección política denomina como la tercera edad (extraño eufemismo que nos quiere evitar la incorrección de usar palabras como vejez, ancianidad o decadencia; cosas de la post-postmodernidad bien portada).
  La felizmente coincidente cuestión es que ambos músicos sacaron casi al mismo tiempo sendas grabaciones (los dos discos aparecieron a mediados de septiembre pasado) y que éstas tienen muchas cosas en común, sobre todo en lo que se refiere al concepto de los mismos. Popular Problems (Columbia/Sony) se intitula el álbum de Cohen; lullaby and… The Ceaseless Roar (Nonesuch) lleva por nombre el de Plant. Los dos son verdaderas joyas, obras impresionante, trabajos de orfebrería musical y poética llenos de arte, sensibilidad, profundidad y belleza.

Problemas populares
Con ocho décadas a cuestas, Leonard Cohen, nacido en Montreal, Canadá, en septiembre de 1934, se encuentra en plenitud de forma y lo demuestra con éste, su decimotercer disco en estudio. De hecho, lo hizo para conmemorar sus ochenta otoños y el resultado no pudo ser mejor. El poeta tomó mucho del espíritu y el sonido de su plato anterior, el espléndido Old Ideas (2012), y en su nuevo larga duración retomó la temática de la vejez, la enfermedad, la religión y la muerte, al tiempo que en la parte musical repitió el mismo tipo de composiciones austeras, de pocas variantes armónicas, con vocalizaciones graves y profundas que algo tienen de recitación y con esos coros femeninos irrealmente celestiales que funcionan no sólo como apoyo, sino como una especie de coro griego que responde o complementa lo que la voz de Cohen va cantando.
  Las nueve canciones del álbum son de una perfección inaudita. Desde esa maravilla cuasi bluesera con que inicia, “Slow”, declaración de principios (y, viéndolo bien, de finales) sobre las virtudes de la lentitud como modo de vida, hasta la final y concluyente “You Got Me Singing”, una balada folk de gran belleza, pasando por perlas relucientes como “It’s Almost Like the Blues”, “Samson in New Orleans”, “A Street”, “Nevermind”, “My Oh My”, “Born in Chains” y esa plegaria agridulce que es “Did I Ever Love You”, todo en Popular Problems es vital, urgente, sensible, poético.
  ¿El disco postrero de Leonard Cohen? ¿Su testamento? La verdad es que el hombre se ve tan creativo y fresco que dudo que lo sea. Afortunadamente.

El rugido incesante
Robert Plant no ha dejado que la sombra de Led Zeppelin lo aplaste y a pesar de que todos lo recordamos como el enorme vocalista y front man del mítico cuarteto inglés, su carrera como solista ha resultado tan sólida como propositiva.
  lullaby and… The Ceaseless Roar (así, con minúscula inicial), su onceavo trabajo en solitario, es una obra plena de magnificencia, un álbum en el cual regresa a sus raíces británicas, sin dejar de lado al rock primigenio y a ese gusto que de tiempo atrás ha mostrado por la música de Medio Oriente y del norte de África.
  Acompañado por The Sensational Space Shifters, agrupación con la cual había grabado los estupendos Dreamland (2002) y Mighty Rearrenger (2005), Plant hace que el disco transcurra con enorme placidez para dejarnos escuchar piezas tan diversas como la inicial y rítmica “Little Maggie”, la muy emotiva “Rainbow”, las lujuriosas “Pocketful of Golden” y “Embrace Another Fall”, la rocanrolera y con dejos de Tom Waits “Turn It Up”, la nostálgica “A Stolen Kiss”, la repiquetante (esas guitarras punteadas recuerdan a los legendarios Byrds) “Somebody There”, la divertida y folkie “Poor Howard”, la arabesca “House of Love”, la intensa “Up on the Hollow Hill (Understanding Arthur)” y la vertiginosa “Arbaden (Maggie’s Babby” con que concluye el plato.
  Estamos frente a una propuesta discográfica cuyos misteriosos deben ser descifrados por medio de repetidas y atentas escuchas, una obra reflexiva y llena de sabiduría, una profunda meditación acerca del paso de los años (un paso que no parece ser un peso), algo que emparenta a lullaby and… The Ceaseless Roar con el trabajo más reciente de autores como Bob Dylan o el propio Leonard Cohen.
  Un gran opus de Robert Plant.

(Publicado este mes en el No. 443 de la revista Nexos)

viernes, 31 de octubre de 2014

Nuevo álbum de Ryan Adams

Hay músicos con una larga trayectoria, con una obra sólida y de enorme calidad, músicos propositivos y consecuentes que sin embargo no consiguen el debido aprecio de las mayorías y permanecen en una especie de ostracismo del cual pocas veces logran salir. Algunos los llaman artistas de culto y quizá pueda ser un título de distinción, aunque muchos de ellos preferirían cambiarlo por algo más sencillo y ver que su trabajo fuera apreciado por más gente.
  Ryan Adams lleva varios años ya con el sanbenito de músico de culto colgado al cuello. Lo es, sin duda. Pero indudable es también que este nacido en Jacksonville, Carolina del Norte, en 1974, tendría que ser más difundido y valorado. Discos suyos como Heartbreaker (2000), Love is Hell (2004) o Cardinology (2008) son verdaderas joyas, como lo es su más reciente grabación, un álbum homónimo al mismo tiempo contundente y de gran finura: Ryan Adams (Blue Note, 2014).
  No deja de ser curioso que el decimotercer plato en estudio del estadounidense, a quien se ha querido encasillar dentro del alt-country o americana, lleve como título tan sólo su nombre propio. No es porque se trate de un volver a empezar, sino más bien parecería buscar una reafirmación en su estilo, en su sonido, en su modo de hacer canciones.
  Digo que a Adams se le ha querido encuadrar dentro de los límites del alt-country, pero si uno escucha su música en general y este disco en particular, podrá darse cuenta de que va mucho más allá de ese subgénero. Cada una de las once variadas piezas que conforman a este Ryan Adams lo muestra como un autor y un intérprete eminentemente rocanrolero que incluso ha tenido momentos que podríamos denominar como proto punks, sobre todo en el álbum 1984, aparecido también este año, con doce vertiginosas mini canciones que no rebasan los dos minutos y que en su totalidad apenas duran un cuarto de hora.
  El flamante larga duración inicia con la sensacional “Gimme Something Good”, un perfecto tema abridor, un rock con toda la barba, con acordes de guitarra sólidos y secos que cortan como navaja y revisten a la composición de un eficaz poderío. A partir de ahí, el disco jamás decae y tiene varios momentos de grandeza, en especial con piezas como la exultante “Kim”, la desafiante “Trouble”, la bellísima y acústica “My Wrecking Ball”, la neilyoungiana “Stay with Me”, la tersa y melancólica “Tired of Giving Up” y la sentenciosa y final “Let Go”.
  Mención especial merece la muy brucespringsteeneana “I Just Might”, composición de notable intensidad que acumula una potencia contenida que a cada momento parece a punto de estallar y que finalmente nunca lo hace.
  Ryan Adams es un excelente álbum, un trabajo digno y limpio de uno de los mejores músicos estadounidenses de rock (y de alt-country también, si se quiere). No es una obra maestra ciertamente –esas se dan muy de vez en vez–, pero sí uno de los mejores discos de este notable cantautor… y eso ya es decir algo.

(Publicado en la sección de reseñas del sitio de la revista Marvin)

martes, 28 de octubre de 2014

Oh, my (Little) Jesus!

Circula el rumor, viaja de boca en boca, lo susurran en los rincones y lo comentan en los corrillos. Fue así como hace unos días llegó a mis oídos y aunque es sabido que el rock que se hace en México no es cosa que me apasione, debo reconocer que se me despertó cierta bienintencionada curiosidad.
  ¿De veras será tan bueno como se dice? ¿Es la agrupación que llegó para revolucionar la escena del rockcito nacional? Es más: ¿hace rock y no rockcito? Esas y otras varias preguntas llenaron mi cabeza y me decidieron a buscar su música. Quise conocer su propuesta y ¡eureka!, su único disco se puede escuchar en Spotify.
  De esa manera, sin más esfuerzo que poner su nombre en el buscador, di con él y me dispuse a disfrutar de la nueva sensación. Sonó la primera canción, vino la segunda, luego la tercera y no pude más que exclamar: Oh my Little Jesus!
  Porque el grupo se llama Little Jesus (así, en inglés) y su disco lleva el título de Norte. Fue grabado en 2013, pero es ahora que –según me entero– mucha gente lo está escuchando. Bueno, ¿y a qué se debe que haya yo lanzado la exclamación citada líneas arriba? ¿Tanto así me asombró? ¿Tanto así me gustó?
  Siento decepcionar al respetable, pero el grito lo proferí al tiempo que me daba un manotazo en la frente ante la decepción de esa musiquita insulsa, inocua y bobalicona. Un pop edulcorado, deslactosado, un sonido absolutamente light, sin garra, ñoñito, un estilo no de huevos sino de güeva.
  Escuché el disco dos veces. La primera no me gustó; la segunda, menos. Además, eso de pretender ser (al menos implícitamente) los Vampire Weekend mexicanos hace que uno haga comparaciones y que los Pequeños Jesuses salgan muy mal parados. Eso para no hablar de las letras de sus canciones. Hay más poesía en cualquier reguetón, además de que su vocalista de pronto pronuncia el español como si éste fuera inglés (al más puro estilo Zoé).
  Claro que si usted duda de mis palabras, puede escuchar a Little Jesus en Spotify o conseguir su disco. Quizás encuentre que le agrada y piense que estoy por completo equivocado. Aunque, a decir verdad, no lo creo.

(Publicado en Milenio Diario)

martes, 14 de octubre de 2014

Loor al Capitán Pijama

Hoy hace justo ocho días, falleció uno de los músicos mexicanos más interesantes, extravagantes, propositivos, inteligentes, anticonvencionales, irónicos y divertidos. También uno de los más subterráneos y, por tanto, de los más desconocidos. O para ser justos: conocido por muy pocos.
  Se llamaba Jesús Bojalil y se hacía llamar Capitán Pijama. Lo que hacía tenía que ver con la electrónica y el rock progresivo (era un apasionado de los sintetizadores) y fue integrante de grupos setenteros y ochenteros como Pijamas A Go-Go y El Escuadrón del Ritmo. Luego abjuró de los proyectos colectivos y se convirtió en solista, labor en la cual tocó no muchas veces en concierto pero grabó muchos discos con títulos tan estrambóticos como En el purgatorio no sirven raviolesMúsica para cazar mariposas o En busca del átomo relleno de chocolate.
  Jamás fue invitado a presentarse en el Vive Latino y tampoco solía hacer muchas amistades entre los demás músicos. Era un crítico acérrimo del mainstream mexicano y un tipo con una imaginación desbordada.
  Lo conocí a fines de los noventa, cuando se integró como colaborador a La Mosca en la Pared que yo dirigía e hicimos una amistad que se prolongó hasta el día de su muerte, aunque últimamente más por medio de facebook que de contactos personales.
  Sus secciones en la revista eran un total delirio, con sus fantasías sobre agrupaciones que mezclaban los géneros más disparatados y que él inventaba de una manera tan enloquecida que causaba la risa franca de los lectores.
  Su partida nos tomó desprevenidos, aunque se sabía que estaba enfermo y que tomaba medicamentos fuertes para sobrellevar sus padecimientos. A sus sesenta y tantos años, vivía casi como ermitaño, acompañado de su perrito y sus sintetizadores, mas solventaba su soledad con las muchas amistades que procuraba en las redes sociales.
  Su obra merece ser rescatada y revalorada, pero qué lástima que eso suceda –si es que sucede- cuando él ya no está entre nosotros.
  Un héroe del rock nacional, un verdadero personaje del underground defeño. No permitamos que su música descanse en paz.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Dario)

martes, 7 de octubre de 2014

No es lo mismo Ryan que Bryan

Comprensiblemente, abundan quienes suelen confundir a Ryan Adams con Bryan Adams, ya que es sólo una letra lo que hace distintos sus nombres. Sin embargo, en otros aspectos son muchas las diferencias. No sólo porque el primero es estadounidense y el segundo canadiense, no sólo porque el primero nació en 1974 y el segundo en 1959, sino sobre todo porque mientras la propuesta del primero va por el camino de una música profunda y alternativa, la del segundo siempre ha ido por senderos más facilones y comerciales.
  Quiso el destino que ambos confluyeran en estos días con sendos discos y que ello pudiera prestarse a una nueva confusión. Pero no debe haber tal, pues se trata de trabajos cuya única liga evidente es el rock y cuyas cualidades y calidades son bastante disímbolas.
  Ryan Adams (Blue Note), el flamante álbum homónimo del nacido en Carolina del Norte, es una obra espléndida y una muestra más del talento que como autor y cantante tiene el creador de joyas como Heartbreaker (2000) o Love Is Hell (2004). Desgarrado, visceral, hondo y propositivo, el rabioso country rock del joven Adams tiene en este nuevo larga duración una manifestación más madura y más sabia y puede ir de la fuerza guitarrística y vocal de composiciones como “Gimme Something Good” y “Trouble” a la suavidad melancólica y acústica de “My Wrecking Ball” o la ingente hermosura de “Tired of Giving Up” y “Let Go”. Un discazo.
  Tracks of My Years (Verbe), el muy reciente plato del nacido en Ontario, es, por su parte, una simpática colección de canciones que formaron parte de su educación músico-sentimental y que incluye catorce versiones a temas de los Beatles, Creedence Clearwater Revival, The Beach Boys, Bob Dylan, Ray Charles, Smokey Robinson y Chuck Berry, entre otros. Son covers que, sin proponer algo nuevo, se dejan escuchar con agrado y hacen del disco algo accesible y disfrutable. Pero nada que no hayan hecho antes James Taylor o Rod Stewart con mejor fortuna.
  En conclusión, más vale no hacerse bolas: en el caso de los Adams, no es lo mismo Ryan que Bryan.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

miércoles, 1 de octubre de 2014

El legado de JJ Cale

La reciente aparición del álbum The Breeze (An Appreciation of JJ Cale) (Surfdog Records/Universal, 2014) de Eric Clapton & Friends es uno de los acontecimientos musicales del año. No sólo por la calidad del disco y de quienes participan en él (Clapton reunió a una pléyade de artistas de primerísimo orden que incluye a Mark Knopfler, Tom Petty, Willie Nelson, John Mayer, Don White y Christine Lakeland), sino por lo que JJ Cale significó como músico, como compositor y, muy especialmente, como guitarrista creador de un estilo singularísimo de tocar su instrumento.
  Nacido el 5 de diciembre de 1938 en Oklahoma City y fallecido el 26 de julio de 2013 en San Diego, California,  John Weldon Cale fue uno de los músicos y compositores estadounidenses más finos del siglo pasado. Con el nombre artístico de JJ Cale, logró crear lo que se conoció como el sonido Tulsa, basado en el folk, el country y el blues, pero con un toque personalísimo, lleno de sutileza, en la manera de ejecutar la guitarra. Difícil de definir en palabras, ese sonido resulta sin embargo inconfundible cuando se le escucha y fue una gran influencia en muchísimos guitarristas posteriores, notoriamente en el propio Clapton y, sobre todo, en el líder de los Dire Straits, Mark Knopfler.
  De hecho, como Cale permaneció muchos años en un discreto ostracismo y fue ignorado por lo que se conoce como el mainstream, cuando a finales de los años ochenta surgieron los Dire Straits, muchos nos sorprendimos por la “originalidad” de su música, sin sospechar que en realidad era prácticamente una calca de lo que JJ Cale llevaba haciendo desde principios de esa misma década. No acuso con ello a Knopfler y sus compañeros de plagiarios, pero sí es cierto que no fueron muy expresivos a la hora de revelar cuáles eran sus influencias esenciales y sobre todo la hoy tan evidente influencia principal.
  Habrá que decir, sin embargo, que tampoco JJ Cale se mostró particularmente preocupado por eso y pronto se hizo amigo de sus discípulos. Después de todo, ahí estaba su obra, contenida en una veintena de álbumes sin desperdicio, entre los cuales habría que destacar maravillas como Naturally (su disco debut de 1971),  Troubadour (una joya de 1976), Grasshopper (1982, otra belleza) y sus esplendorosas placas finales: To Tulsa and Back (2004),  The Road to Escondido (2006, al lado de Eric Clapton) y Roll On (su testamento de 2009).
  La discografía como solista del propio Clapton estuvo marcada desde un principio por JJ Cale. Desde su plato debut, el homónimo Eric Clapton de 1970, en el que venía la hoy famosa composición de Cale “After Midnight”, el guitarrista británico inició una relación con su maestro norteamericano, relación que se mantendría hasta la muerte del segundo, el año pasado, y que hoy se muestra con la aparición del ya mencionado The Breeze (An Appreciation of JJ Cale), editado en julio pasado.
  Como señalé al inicio de este artículo, el buen Eric convocó a varios de sus amigos para la grabación del disco y los resultados no pudieron ser mejores. Estamos frente a un más que merecido tributo a la obra de Cale, con una impecable colección de algunas de sus más notables composiciones.
  Clapton no trata de robar cámara y da el suficiente espacio a sus colegas para que cada uno de ellos luzca su voz y/o su guitarra. El ex Cream y ex Derek and the Dominos se reserva tan sólo tres canciones: “Call Me the Breeze”, “Cajun Moon” y “Since You Said Goodbye”, para después dejar que los demás tengan la misma participación. Esto lo vemos (y por supuesto lo escuchamos) en cortes como “Rock and Roll Records”, “I Got the Same Old Blues” y “The Old Man and Me” con Tom Petty; “Someday” y “Train to Nowhere” con Mark Knopfler; “Songbird” y “Starbound” con Willie Nelson; “Lies” y “Don’t Wait” con John Mayer… y así. De resaltar es la presencia de Don White, nativo de Oklahoma como Cale y quien tiene una voz muy similar a la de éste, algo que podemos oír en “Sensitive Kind” o “I’ll Be There (If You Want Me)”.
  Dieciséis son en total los temas que conforman el disco y hay que hacer notar que se evitó caer en el facilismo y el lugar común, al no incluir las más célebres canciones de JJ Cale, es decir, “After Midnight” y, sobre todo, la conocidísima “Cocaine” que Eric Clapton convirtiera en un clásico en su gran álbum Slowhand de 1977.

(Publicado este mes en la revista Nexos No. 442)

martes, 30 de septiembre de 2014

Alt-J y el triángulo perfecto

A fines de 2012, comenté en un artículo publicado en la revista Nexos que, a raíz de la aparición de su disco debut, An Awesome Wave, Alt-J era una propuesta de la cual podíamos esperar mucho en adelante. Dos años han pasado desde entonces y es ahora que este proyecto surgido en Leeds, Inglaterra, reaparece con su segundo álbum, This Is All Yours (Atlantic, 2014), tan sorprendentemente bueno como su antecesor.
  Más allá del culto hipster que algunos le profesan, Alt-J (cuyo nombre se debe a que en algunas computadoras Mac, al apretar las teclas Alt y J, aparece un triángulo equilátero) tiene una propuesta tan ecléctica como inasible. Hay algo de rock alternativo en su música que lo mismo puede remitir a Foals o a Fleet Foxes, pero también hay mucho de electrónica y de coqueteos con el rock progresivo y el post rock, aunque de pronto pueden desconcertar con un inesperado rock-funk, un tema folkie, sonidos a la Peter Gabriel o hasta guiños del mejor pop.
  Formado en 2008 por cuatro estudiantes de Arte de la Universidad de Leeds, el cuarteto se reinventa en este This Is All Yours, mediante la elaborada y cerebral construcción de una catorcena de composiciones (si incluimos al bonus track “Lovely Day”) sin fisuras que van de la polifonía vocal de “Intro” al minimalismo folk de “Arrival in Nara” y los oscuros cantos cuasi góticos de “Nara” y “Leaving Nara”. El misticismo en apariencia solemne se rompe, se rasga, con la vital y súbitamente roquera “Left Hand Free”(que remite a The Beta Band) o la al mismo tiempo progresiva y pastoral “Choice Kingdom”. Hay joyas como “Hunger of the Pine” y “Bloodflood Part II” que recuerdan a These New Puritans, “Warm Foothills” (dulcemente juguetona en el intercambio entre la voz masculina y la femenina), “The Gospel of John Hurt” (inquietante y levemente ominosa) y “Pusher” (austera, triste, pero de enorme belleza acústica).
  Dos discos en dos años. Dos discos que muestran una propuesta a la vez inteligente y sensible. Alt-J tiene mucho que dar y mucho que decir. Esperemos con interés su tercer trabajo.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

martes, 23 de septiembre de 2014

Robert Plant y el rugido incesante

Para muchos es una de las leyendas vivientes del rock. Para otros, una verdadera deidad. Visto desde un plano más terrenal, se trata de una de las voces más características y reconocibles del género, después de casi medio siglo de carrera ininterrumpida.
  Robert Plant ataca de nuevo, luego de cuatro años de ausencia discográfica, y lo hace con su onceavo opus como solista, un trabajo magnífico al lado de su muy británica agrupación, The Sensational Space Shifters, con la que había grabado los estupendos Dreamland (2002) y Mighty Rearrenger (2005).
  lullaby and… The Ceaseless Roar (Nonesuch) es un álbum con el cual el ex cantante de Led Zeppelin retorna a sus raíces inglesas, luego de pasar algún tiempo en los Estados Unidos, donde grabó discos tan buenos como Raising Sand (2007, al lado de la gran Alison Krauss) y Band of Joy (2010).
  En el caso de este lullaby and… The Ceaseless Roar (así, con minúscula inicial), Plant recurre a diversos estilos musicales para dar forma a la oncena de composiciones que lo constituyen. Desde el folk inglés y estadounidense hasta la música de fuentes arábigas de Medio Oriente y el norte de África, sin dejar de lado al rock puro y al blues, el plato transcurre con placidez para llevar a nuestros oídos piezas tan buenas y diversas como la inicial y percusiva “Little Maggie”, la luminosa y emotiva “Rainbow”, las sensuales y envolventes “Pocketful of Golden” y “Embrace Another Fall”, la rocanrolera y tomwaitsiana “Turn It Up”, la dulce y nostálgica “A Stolen Kiss”, la repiquetante y de guitarras byrdianas “Somebody There”, la juguetona y folkie “Poor Howard”, la soulera y arabesca “House of Love”, la intensa y blueserona “Up on the Hollow Hill (Understanding Arthur)” o la vertiginosa y cíclicamente concluyente “Arbaden (Maggie’s Babby”.
  Misterioso y reflexivo, intenso y sabio, lullaby and… The Ceaseless Roar es una honda meditación sobre el paso (aunque no el peso) de los años y en eso se emparienta con la obra más reciente de autores como Bob Dylan o Leonard Cohen.
  Una obra maestra de Robert Plant.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

viernes, 19 de septiembre de 2014

El secreto de The Gaslight Anthem

Uno de los secretos mejor guardados del rock estadounidense actual es The Gaslight Anthem. Potente y melódico, nostálgico y actual, poderoso y al mismo tiempo sutil, este cuarteto de Nueva Jersey ha heredado mucho del sonido de su paisano más insigne, “El Jefe” Bruce Springsteen, pero ha logrado desarrollar un estilo propio que ha ido evolucionando de manera positiva a lo largo de cinco álbumes en estudio, el más reciente de los cuales, Get Hurt, acaba de aparecer hace unas semanas.
  Editado por Island/Universal, el disco viene a coronar la trayectoria de tan sólo siete años del grupo, cuyo primer opusSink or Swim, apareció de manera independiente en 2007. Poco después vino The ’59 Sound (2008), para la pequeña disquera Side One Dummy, misma con la que en 2010 salió el que quizá sea su mejor trabajo discográfico: American Slang, una verdadera joya del rock más gozoso. En 2012, Mercury le produjo el estupendo Handwritten y este mes de agosto de 2014 tenemos a nuestra disposición Get Hurt.
  El flamante larga duración contiene doce temas musicalmente variados, en los que la agrupación recorre los varios estilos de los que suele abrevar, aunque hay gratas sorpresas, como el stoner rock del tema abridor, “Stay Vicious”, bastante insólito en su repertorio, porque ha sido del rock puro, del folk eléctrico y del alt country (eso que ahora suele llamarse americana) de donde The Gaslight Anthem ha tomado sus influencias para fundirlas y crear su característico sonido que si bien no es absolutamente original (podríamos emparentarlo con diversas bandas de los años setenta del pasado siglo –desde Foreigner hasta Cheap Trick– o con propuestas actuales como la de The Hold Steady, por ejemplo), sí posee un halo de originalidad distintiva, lo cual destaca en otras composiciones del álbum, como las excelentes “Stray Paper”, “Helter Skeleton”, “Underneath the Ground”, “Break Your Heart” o la homónima “Get Hurt”.
  The Gaslight Anthem está conformado por Brian Fallon (voz principal y guitarra), Alex Rosamilia (guitarra), Alex Levine (bajo) y Benny Horowitz (batería). Su fama, fuera de los Estados Unidos, no es mucha, pero vale la pena escucharlo. Nadie saldrá defraudado después de hacerlo.

(Publicado originalmente en la sección de música de Cultura Nexos)

martes, 16 de septiembre de 2014

Hijos de Joy Division

No puedo evitarlo. Desde que grabó su primer disco, el Turn on the Bright Light de 2002, Interpol me remite de inmediato a Joy Division. Es el mismo sonido oscuro, austero, frío, sordo, mecánico, misterioso, pero sin alcanzar la calidad musical de Ian Curtis y compañía.
  No he sido un amante del cuarteto encabezado por Paul Banks y formado en Nueva York hace tres lustros. Reconozco, sin embargo, que tiene un amplio caudal de seguidores (en México son legión) y que han generado tras de sí a una buena cantidad de agrupaciones que imitan lo que ellos de algún modo imitan también.
  Hace unos días apareció El Pintor (Matador, 2014), quinto álbum del grupo, y es importante comentarlo, porque se trata de un regreso a su sonido primigenio (precisamente el que más se parece a Joy Division), luego de que en trabajos como Antics (2004) y Our Love to Admire (2007) y a petición de su disquera, había dado algunas concesiones comerciales para hacer “más accesible” su música, lo cual por cierto les sirvió para ampliar su base de fans.
  Con tres de sus miembros originales (el propio Banks, Daniel Kessler y Sam Fogarino) y el bajista Brandon Curtis (Secret Machines) en sustitución de Carlos Dengler, Interpol ha producido una obra compacta y hermética que tiene todos los ingredientes para hacer felices a sus fanáticos más fieles y conspicuos. El Pintor es un plato de apenas cuarenta minutos de duración y ninguna de las diez composiciones que lo conforman rebasa los trescientos segundos.
  Abre con una muy buena y sólida pieza, “All the Rage Back Home”, que tras una emotiva introducción lenta deriva en un ritmo rápido y seco que le da un cariz muy atractivo. Igualmente atractivos resultan temas como “My Desire”, “Anywhere”, “Same Town New Story” y “Ancient Ways”.
  Si algo más podemos decir a favor de este disco, en referencia a sus cuatro antecesores, es que hay aquí, en diversos momentos, un poco más de encuentro con la luminosidad y un poco menos de búsqueda de lo tenebroso. Algo debe reflejar esto sobre el momento artístico y existencial que están viviendo los integrantes del grupo.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

martes, 9 de septiembre de 2014

Pájaros de cuenta

Seis años de ausencia no es poca cosa, pero valdrán la pena si al regreso se trae algo bueno consigo. Es el caso de los Counting Crows, el legendario grupo de San Francisco, California, que lograra una merecida fama en los años noventa, en especial con su álbum debut August and Everything After de 1993, y que desde que sacó el Saturday Nights, Sunday Mornings de 2008 no había vuelto a grabar en estudio. No obstante, he aquí que estos cuervos han retornado con un nuevo plato bajo el brazo y hay que decir que se trata de un plato nutritivo y delicioso.
  Contra lo que se pudiera pensar, a lo largo del más reciente sexenio los Counting Crows no se mantuvieron inactivos. Todo lo contrario: siguieron tocando en giras constantes, fruto de lo cual fue su triada de discos en concierto de 2011, 2012 y 2013. Sin embargo, no se habían decidido a sacar nuevo material y es hasta ahora que regresan y lo hacen a lo grande con Somewhere Under Wonderland (Capitol/Virgin EMI, 2014), un álbum jubiloso, lleno de espléndida música.
  Hay una gran frescura en las nueve canciones que conforman a esta flamante grabación, aparecida apenas la semana pasada. Algún lugar bajo el País de las Maravillas arranca con “Palisades Park”, una larga pieza de ocho minutos en la que se recorren diversos paisajes, en un paseo musical que nos recuerda a la “Foreigner Suite” de Cat Stevens.
  Las ocho piezas restantes son tanto o más buenas que la primera. Así, vamos de la irresistible y paulsimoniana “Earthquake Driver” a la rocanrolerísima “Dislocation” y de la suave y dulce “God of Ocean Tides”, bella y acústicamente folkie, a la contundente “Scarecrow” que en mucho rememora a Neil Young y su Crazy Horse.
  “Elvis Went to Hollywood” es un tema muy a la Counting Crows, con ciertos toques de R.E.M., en tanto que “Cover Up the Sun” es una rápida y estupenda balada country. Cierran el disco la extraordinaria y cuasi rollingstoniana “John Appleseed’s Lament”, con su gran juego de guitarras, y la calma y bellísima “Possibility Days”.
  Un trabajo sobresaliente de estos cuervos de cuenta.

(Publicado en Milenio Diario)

viernes, 5 de septiembre de 2014

El primer disco de The Stone Roses

Hasta aquellos días de 1989, Ian Brown y John Squire eran parte de uno más de los cientos de grupos de rock que pululaban en la ciudad de Manchester, al norte de Inglaterra, urbe en ese entonces más famosa por sus equipos de futbol (los archirrivales Manchester United y Manchester City) que por su música, aun cuando de ahí eran originarias bandas como los Smiths, New Order y The Fall. Sin embargo, nada que ver con la mítica Liverpool de los Beatles o la glamurosa Londres de los Rolling Stones, los Who, los Kinks, David Bowie y tantos otros.
  The Stone Roses era el nombre de aquella agrupación, en la que Brown hacía de vocalista y Squire de guitarrista, al lado de Gary Mounfield (bajo) y Alan Wren (batería). Formado en 1985, el cuarteto había grabado, sin pena ni gloria, un disco EP y nada parecía augurar que vinieran tiempos mejores. No obstante, sus integrantes siguieron trabajando en la composición de temas y cuatro años después lograron viajar a Londres, para grabar su primer disco de larga duración. Se metieron a los estudios Battery & Konk y se pusieron a las órdenes del afamado productor John Leckie, quien vio en aquellos músicos un gran potencial y se puso a trabajar con ellos para dar a luz al homónimo The Stone Roses (Silverstone/Jive), considerado por muchos como “el mejor álbum debut de un grupo inglés en la historia” (con esa etiqueta ha navegado a lo largo de más de dos décadas) y piedra fundadora del sonido Madchester, al que se sumarían agrupaciones como Inspiral Carpets o The Charlatans.
  1989 parecía un año poco propicio para la escena del rock británico. En esos días, los Smiths eran sólo un recuerdo; Noel Gallagher se dedicaba a afinar las guitarras de los Inspiral Carpets; Blur no era más que un vago proyecto llamado tentativamente Seymour; Radiohead lo mismo, pero bajo el nombre de On a Friday, mientras que Alex Turner, de los Arctic Monkeys, estaba aún en la guardería. Lo más prometedor, según algunos especialistas de la época, era ese peculiar grupo llamado los Happy Mondays, mismo que ya había grabado un par de buenos álbumes. Fue en tal contexto que apareció The Stones Roses –el disco– y el impacto resultó muy fuerte, aunque no inmediato.
  The Stone Roses –el grupo– quizá no inventó el sonido Madchester, pero sí lo detonó con este su álbum debut. ¿Cuáles eran las características de ese sonido? Básicamente se trataba de una fusión del rock pop británico (ese que venía desde mediados de los sesenta) con los ritmos bailables del house, corriente de la música electrónica muy en boga durante los ochenta en la ciudad de Manchester, sobre todo en el legendario club The Hacienda. Ian Brown, John Squire y compañía supieron fusionar ambas tendencias y lograron un estilo novedoso, un tanto neopsicodélico, que entusiasmó a críticos y escuchas y que elevó a la agrupación a alturas inconmensurables, no sólo en su ciudad natal sino en toda Gran Bretaña, Europa y el mundo entero.
  El flamante plato no causó al principio una gran impresión y debieron pasar varios meses para que su sonido fuera valorado y difundido. Pero una vez que logró penetrar en el gusto de la gente, se transformó en un clásico instantáneo, con canciones como la exultante “I Wanna Be Adored”, la turbadora “Waterfall”, la cachonda “She Bangs the Drums”, la cuasi popera “(Song for My) Sugar Spun Sister”, la dulce y medievalista “Elizabeth My Dear” o la muy rocanrolera y hasta rollingstoniana “Shoot You Down”.
  En 2009, Sony Music reeditó el disco con una presentación de lujo, debidamente remasterizada y con dos cortes extras: “Elephant Stone” y “Fools Gold”.
  Sobra decir que se trata de una obra fundamental y que hay que tenerla. Es un buen modo de rememorar lo que The Stone Roses –el grupo y el disco– y el sonido Madchester representaron en su momento.
   Porque a final de cuentas y para parafrasear a Ernest Hemingway: ¡Manchester era una fiesta!

martes, 2 de septiembre de 2014

Algo de nueva pornografía

Exuberancia sonora. Lujuria armónica. Elegancia melódica. Paredes de sonido que no dejan resquicio a los silencios. Letras herméticas y misteriosas. Sensualidad a raudales. Erotismo musical. Es la pornografía musical, ya no tan nueva, de The New Pornographers y su flamante álbum Brill Bruisers (Matador, 2014).
  Formada en la ciudad de Vancouver, Canadá, en 1996 y liderada por el multiinstrumentista, cantante y compositor A.C. Newman, esta agrupación ha manufacturado un estilo pleno de colorido y brillantez, con una combinación de popsicodelia sesentera, rock alternativo y electrónica que se ha ido perfeccionando a lo largo de los seis discos que ha grabado hasta la fecha.
  Considerado por algunos como un supergrupo, ya que además de Newman también forman parte de él músicos que brillan con luz propia, como Dan Bejar y la gran cantautora de alt-country Neko Case, The New Pornographers se ha mantenido fiel a un estilo a lo largo de casi dos décadas y lo confirma con este Brill Bruisers (algo así como matones geniales), un trabajo espléndido y a la altura de sus mejores obras.
  Luego de un plato tan grandioso como su anterior Together de 2010,  en esta ocasión el septeto nos sorprende con un larga duración aún más grandioso, pero sin caer en la grandilocuencia. Me explico: Newman y compañía saben exactamente en dónde detenerse, hasta dónde llegar, para no caer en excesos huecos y recargados que nada aportan (algo muy común, por ejemplo, en algunos grupos de rock progresivo). Por el contrario, su música siempre se mantiene dentro de estrictos límites llenos de belleza y sin la menor cursilería. Hay en sus canciones mucha sustancia y la forma es parte de esta misma sustancia, valga la paradoja.
  Esto lo podemos ver en canciones tan magníficas como “Champions of Red Wine”, “Fantasy Fools”, “Dancehall Domine”, “Backstairs” o la homónima “Brill Bruisers” con la que abre el álbum.
  Los Nuevos Pornógrafos se mantienen en un muy alto nivel artístico y aunque graben muy de vez en cuándo (o quizá por eso mismo), su música resulta siempre rica, plena, suntuosa.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

martes, 26 de agosto de 2014

¿Smokey Robinson para principiantes?

Ojalá se tratara de eso, de una buena introducción a la espléndida música de este legendario músico de soul, quien a sus setenta y cuatro años sigue activo. No es el caso de este disco.
  Randy Jackson, célebre a nivel mediático por ser uno de los jueces de American Idol, decidió producir este Smokey & Friends (Verve, 2014), una colección de las más famosas composiciones del –en teoría– homenajeado, acompañado por una buena cantidad de luminarias de la música, desde Elton John y James Taylor, hasta John Legend y Cee Lo Green.
  El problema aquí no son las canciones o los invitados, el problema es… Randy Jackson. Quizá con la idea de hacer más “accesible” y más “actualizada” la música de Robinson, el productor se dio a la tarea de arreglar –es un decir– los temas de la manera más edulcorada y comercial posible, para darles un toque de empalagoso sonido adulto contemporáneo (el término es horrendo, lo sé) que mató mucho de su esencia y frescura.
  Mire usted que para darle en la madre a piezas tan esplendorosas como “The Tracks of My Tears”, “My Girl”, “The Way You Do (The Things You Do)” o “The Tears of a Clown” se necesita de fuertes amígdalas y de mucha desvergüenza.
  El ejemplo más claro de este despropósito lo tenemos en el segundo corte, el clásico “You Really Got a Hold on Me”, para el que fue invitado el inefable Steven Tyler, quien si con Aerosmith hizo cosas admirables, hoy parece una caricatura de sí mismo y lo demuestra al destruir vocalmente esta canción, en especial con los grititos y aullidos que le permitieron soltar al final de la misma y que la convierte en un caso de absoluta pena ajena (para no mencionar el horror que hicieron con “Get Ready” en la pasteurizada voz de Gary Barlow).
  Por cierto, al buen Smokey se le escucha en primer plano en muy escasos momentos. Tal vez la edad no le permita ya lucir su otrora maravilloso timbre, lo cual resulta perfectamente comprensible…, aunque hace incomprensible la existencia de este lastimero Smokey & Friends que sólo se medio salva por la versión que hace James Taylor a “Ain’t That Peculiar”.
  Mejor acudir a las grabaciones originales.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

viernes, 22 de agosto de 2014

Las fundaciones de Pallbearer

El rock, en cualquiera de sus géneros, ya no puede inventar el hilo negro y el metal –o, en este caso específico, el doom metal– no es la excepción. Escuchar a una banda, por muy nueva que sea, siempre nos remitirá a sus influencias. En el caso de Pallbearer, el cuarteto fundado en Little Rock, Arkansas, en 2008, lo mismo hay trazos de Black Sabbath y de las diversas agrupaciones por las que ha navegado Ozzy Osbourne, que de Alice in Chains (muy especialmente en las armonías vocales). Esto no quiere decir, sin embargo, que se trate de algo cuestionable. Dime cómo absorbes y digieres tus influencias y te diré quién eres y de Pallbearer y su flamante Foundations of Burden (Profound Lore, 2014) se puede decir que se trata de una excelente propuesta de doom, con un sonido impecable dentro de su oscuridad, brillante dentro de su espesura, excelso dentro de su lento y acompasado poderío.
  Con un solo álbum como antecedente, el impresionante aunque un tanto áspero Sorrow and Extincion (2012), el grupo encabezado por el guitarrista y cantante Brett Campbell confecciona una música de aires cuasi sinfónicos, en la cual edifica enormes y gruesas paredes de sonido que no dejan resquicio alguno. Eso lo escuchamos claramente en temas como “Foundations”, "Watcher in the Dark” o “The Ghost I Used to Be”, en los que la densidad armónica es apuntalada por el seco resonar de la sección rítmica, lo que conforma un marco espléndido para las vocalizaciones de Campbell.
  Con Devin Holt en la segunda guitarra, Joseph D. Rowland en bajo y teclados y Mark Lierly en la batería (este último de nuevo ingreso en la banda), Pallbearer consigue transportarnos a negras atmósferas y tétricos paisajes en los que, no obstante, siempre brilla una pequeña luz. Cada composición es un viaje que casi siempre supera los diez minutos de duración y logra meternos en un entorno hipnotizante que, lejos de enajenarnos de la realidad, nos hace vislumbrarla de distinta manera.
  Así, cortes como el abridor y enjundioso “Worlds Apart” o el esplendoroso y casi progresivo “Ashes” (único tema corto del disco, con sus apenas poco más de tres minutos de duración) llevan una carga de, digamos, esperanza, a pesar de la obsesión que la banda parece tener por cuestiones como el dolor y la mortalidad, mientras que un track como “Vanished” posee ominosos aires proto gregorianos y medievales en esa su larga travesía de más de once minutos que nos conduce al final del disco.
   Foundations of Burden (grabado en Portland, Oregon, y producido por Billy Anderson, quien ha trabajado con The Melvins, Mr. Bungle y Jawbreaker, entre otros) es uno de esos discos de metal ideales para quienes no gustan tanto de este género. Su tranquilo navegar, a pesar de lo tenebrosos que puedan ser los mares por los que pasa, y la belleza siniestra de su música (vocalmente, por ejemplo, no hay espasmos guturales y rítmicamente no existen momentos para headbangers aferrados), lo hacen ideal para oídos menos entrenados o no tan dispuestos a enfrascarse con propuestas más abigarradas. Con todo, es doom metal, en su más alta, majestuosa y artística expresión.

(Publicado este mes en las sección de discos del sitio de la revista Marvin)

martes, 19 de agosto de 2014

Sinéad O’Connor en plan de jefa

¿Qué significa que la canción abridora del disco de un músico lleve como nombre el título de su álbum anterior? Significa, sobre todo, continuidad. Continuidad y reafirmación de una idea.
  Es el caso de Sinéad O’Connor y su nueva propuesta discográfica, misma que abre con una pieza llamada “How About I Be Me”, homónima de su trabajo inmediatamente pasado, el How About I Be Me (And You Be You)? de 2012.
  I’m Not Bossy, I’m the Boss (Nettwerk. 2014) se llama el flamante larga duración de la controvertida irlandesa, especialista en hacer grandes canciones y en ser el centro de cuanto huracán le es posible convocar (basta con recordar la ocasión en que rompió una fotografía del Papa Juan Pablo II frente a las cámaras de Saturday Night Live y todo lo que provocó con ello). “No soy mandona, soy la que manda” podría ser la traducción más o menos libre del nombre del nuevo disco, mismo que está dedicado… “a mí misma”.
  ¿Nos encontramos entonces frente a una obra megalomaniaca, ante un tributo a la egolatría de una cantante y compositora delirante? Pues no. En realidad se trata de uno de los álbumes más destacados de O’Connor, uno que, al igual que su ya mencionado antecesor, retoma la calidad de lo mejor de su discografía (The Lion and the Cobra de 1987, I Do Not Want What I Haven’t Got de 1990, Universal Mother de 1994), pero esta vez con un aire de música negra que se refleja en algunas de sus composiciones, ya sea las estupendamente blueseras “Kisses Like Mine” y “The Voice of My Doctor” (esta última con una urgencia que recuerda a PJ Harvey), las delicadamente souleras “Dense Water Deeper Down” y “How About I Be Me” o la muy gospeliana “Take Me To Church”.
  Estamos ante un disco tan poderoso e intenso como la propia Sinéad, con composiciones desgarradas como “Harbour”, intimistas como “Streetcars”, sensuales como “The Vishnu Room”, curiosas como “James Brown” o “8 Good Reasons” (dedicada, por extraño que parezca, a la popera Miley Cyrus) y exultantes como “Where Have You Been?”.
  I’m Not Bossy, I’m the Boss es un gran álbum. Sinéad O’Connor se encuentra en plena forma.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

sábado, 16 de agosto de 2014

Dave Mason y el secreto para sentirse bien

Para Ciro Gómez Leyva y Adolfo Cantú.

Pocas cosas tan difíciles como tratar de vivir al lado de un niño prodigio. Bastaría con preguntárselo a Antonio Salieri. Tal vez esa criatura prodigiosa no se apellide Mozart sino Winwood, pero ello bastaría para arruinarle la vida a cualquiera que quisiese crecer con semejante losa encima.
  Tal fue el caso de Dave Mason, talentoso compositor, guitarrista y cantante, quien tuvo la gracia o la desgracia de ser el cofundador de una de las bandas más finas de la historia, al lado de un genio de la música popular del siglo pasado, un monstruo de voz aguda, carácter dispar y creatividad sin límites que responde al nombre de Steve Winwood. Junto con Jim Capaldi y Chris Wood dieron a luz a Traffic, pero Mason nunca pudo sobrellevar la sombra del caudillo y apenas participó en un par de álbumes antes de abandonar el barco.

Querido señor anti fantasía
Nacido en Worcester, Inglaterra, el 10 de mayo de 1946, Dave Thomas Mason fue pieza clave en la grabación de uno de los más grandes discos debut que registran los anales del rock, el esplendoroso Mr. Fantasy (1967), en el cual contribuyó con tres canciones de su autoría. Fue sin embargo en el segundo álbum del grupo, el extraordinario y homónimo Traffic (1968), en el que registró cinco temas espléndidos, entre ellos joyas como “You Can All Join In”, “Don’t Be Sad” y, sobre todo, “Feelin’ Alright” que se convirtió en un clásico instantáneo.
  Por desgracia, hasta ahí llegó la colaboración con Winwood. La lucha de egos resultaba demasiado desigual. Mason sabía que en Traffic siempre sería un segundón y prefirió dejarle ese papel a Capaldi y emprender no la graciosa huida, sino el camino hacia la independencia (aunque en 1969 todavía apareció un tercer disco, Last Exit, con grabaciones que habían quedado fuera de los dos platos anteriores y en el que venía la bella “Just for You” del propio Mason).

Una oscuridad inmerecida
En un principio, separarse de Traffic pareció una decisión impecable que situaría al buen Dave en el lugar que merecía. Sus participaciones en discos de Jimi Hendrix, los Rolling Stones, Delaney and Bonnie, Cass Elliot, George Harrison y Eric Clapton, más la grabación de su primer álbum como solista, el precioso Alone Together (1970), así lo indicaban. Todavía vino una de sus obras menos valoradas y sin embargo de gran calidad artística: el larga duración Headkeeper (1972). No obstante, a partir de ahí su estrella empezó a desvanecerse, mientras que la de su némesis, Steve Winwood, brillaba cada vez más, ya fuese con Traffic o en plan de solista.
  A lo largo de más de treinta años, Dave Mason siguió grabando y actuando, pero en una oscuridad inmerecida de la que nunca logró escapar. Todos seguimos recordándolo por su paso por Traffic y por “Feelin’ Alright”, esa canción con tantas versiones de tantos músicos (Joe Cocker, Grand Funk Railroad, Mongo Santamaría, Three Dog Night et al). Hoy, a sus sesenta y siete primaveras, permanece en activo, al igual que Winwood, dos años menor que él. Me pregunto si algún día podrían reunirse y tocar juntos. Creo que, al final, ambos se sentirían bien.

(Publicado en la revista Mosca No. 7, febrero de 2014)

martes, 12 de agosto de 2014

Esa delicia llamada Jenny Lewis

Después de dos álbumes tan buenos como Rabbit Fur Coat (2006) y Acid Tongue (2008), la ex líder del grupo Rilo Kiley (con el que grabó cuatro discos entre 2001 y 2008) reaparece con The Voyager (Warner Bros, 2014), su tercer opus como solista, un trabajo que no desmerece en absoluto dentro de su propuesta de grato rock pop alternativo. Con un sonido que lo mismo recuerda al armónico estilo del Fleetwood Mac de Christine McVie y Stevie Nicks (como en la inicial “Head Underwater” y la ligeramente áspera “You Can’t Outrun ‘Em”, ambas producidas por Johnathan Rice) que a las baladas de Joan Jett (como en la sensacional “Just One of the Guys”, canción producida por Beck y en cuyo divertido video, dirigido por la propia Lewis, aparecen las actrices Anne Hathaway, Kristen Stewart y Brie Larson), The Voyager es un disco delicioso de principio a fin, sin mayores pretensiones que las de hacernos disfrutar de una colección de canciones amables y sencillas, mas no por ello vacías o intrascendentes.
  Al contrario: la también actriz es una de las compositoras e intérpretes más importantes de los últimos años, a pesar de que siempre se ha mantenido dentro del circuito de eso que hoy se conoce como indie y ello le ha permitido mantener su libertad creativa y su frescura autoral.
  La belleza de este álbum brilla no sólo en las canciones mencionadas, sino en piezas como las preciosas baladas “Slippery Slopes” y “Late Bloomer” (esta última recuerda mucho a She & Him, el proyecto de otra actriz, Zooey Deschanel, al lado del cantautor de alt folk M.Ward).
   Además de Beck y Rice, participa como productor Ryan Adams, cuyo toque rockfolclorero se nota en temas tan finos como “She’s Not Me”, “The New You”, “Aloha & the Three Johns”, “Love U Forever” y el corte que da nombre al plato: “The Voyager”.
  Jenny Lewis ha hecho la que quizá sea su obra más ligera y accesible, incluso más comercial, pero como ya vimos eso no es ni por asomo una desventaja o un punto en su contra. Sólo se trata de un disco que flota –pongámonos un poco cursis– como una hoja en el viento.

(Publicado en Milenio Diario).