jueves, 31 de mayo de 2018

Germán Valdés, «Tin Tan», el pachuco que todos llevamos dentro


Hablar de Germán Valdés, «Tin Tan», es referirse al mejor cómico que ha dado nuestro país. Éste es un lugar común y muchos podrán no estar de acuerdo con el mismo. Sin embargo, la trascendencia de este singular chilango –nacido en una vecindad cercana a la Alameda Central, el 19 de septiembre de 1915, y bautizado como Germán Genaro Cipriano Gómez Valdés Castillo– queda claramente plasmada en la vigencia que siguen teniendo las muchas películas en las cuales actuó, varias de ellas verdaderos clásicos de la cinematografía nacional. Filmes como El rey del barrio, Calabacitas tiernas, El Ceniciento, No me defiendas compadre, El revoltoso, La marca del zorrillo, El bello durmiente o Simbad el mareado, todas ellas dirigidas por Gilberto Martínez Solares –con quien «Tin Tan» filmó sus mejores cintas–, son obras entrañables que forman parte de la educación sentimental (Flaubert dixit) y humorística de millones de mexicanos.
  Sin embargo, hay otra vena del gran comediante que, a pesar de ser muy conocida, es a menudo soslayada: la de su labor como cantante y compositor. Desde sus inicios en el medio de la farándula, «Tin Tan» supo combinar sus intervenciones habladas con canciones de muy variados géneros. Acompañado –como patiño y guitarrista– casi desde un principio por su carnal, el inolvidable Marcelo, Germán Valdés demostró ser un intérprete musical de voz tan estupenda como versátil. Lo mismo podía cantar un corrido que un cha cha cha, una balada que un bolero, una cumbia que un villancico, un swing que una tonada a la francesa. Generalmente lo hacía de manera paródica, con letras llenas de ironía que sabía acentuar con modulaciones intencionadas que solían provocar la risa del público que acudía a verlo, primero en los más diversos teatros de revista y centros nocturnos –desde la carpa Santa y el Follies Bergere, hasta el pomadoso y exclusivo El Patio– y después en los cines donde se exhibían sus películas.
  «Tin Tan» abrevó básicamente de la música que estaba en boga en los cuarenta y los cincuenta. Agustín Lara era el non plus ultra de la canción en México y fue gran influencia en el cómico, como también lo fueron el mambo de Dámaso Pérez Prado y los grandes boleristas de la época, como Luis Arcaraz, Boby Capó y Juan Bruno Terraza. Sin embargo, el espectro musical del buen Germán no se limitó a ello y lo mismo interpretaba una canción ranchera que una de Francisco Gabilondo Soler «Cri Cri» y hasta un rocanrol a  la Chuck Berry o una canción de los Beatles (su versión de “I Want to Hold Your Hand” llamada “Ráscame aquí” es una invaluable joya del kitch). De su amplio cancionero (parte del cual fue editado en 2002 por Emi Music en un álbum doble llamado Mi antología), destacan un sinfín de melodías, muchas de ellas popularizadas y aún vigentes gracias a la transmisión de sus cintas en la televisión. Imposible olvidar la escena de El rey del barrio en la cual, ebrio de amor y de copas, le canta “Contigo” de Claudio Estrada a la preciosa Lupita (Silvia Pinal). O aquella parte de El Ceniciento en la que disfrazado de conejo interpreta “El conejo y el cazador” de «Cri Cri». Pero hay más. En Los tres mosqueteros y medio resulta hilarante ver a los enemigos del cardenal Richelieu cantar “El bodeguero” (“Oye mosquetero, paga lo que debes”), mientras que en El bello durmiente se revienta, en plena era paleolítica, una curiosa composición propia llamada “El cavermango”. En Mi antología hay una buena cantidad de joyas que van desde las sensacionales “Personalidad” de Lloyd Price (la cual interpreta «Tin Tan» en El violetero) y “Cantando en el baño” del propio Germán Valdés hasta las ingeniosísimas “Los Agachados”, “Petit Madame”, “La nuez” y “La taxista”, entre varias más.
  Aunque «Tin Tan» jamás ha perdido actualidad, a finales de los ochenta algunos grupos de rock hecho en México quisieron “revivirlo” y apropiárselo de manera artificial y hasta alevosa, al afirmar que el actor y cantante era una de sus principales influencias (?). Incluso agrupaciones como La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio trataron de imitarlo en sus vestimentas de supuestos pachucos y lo único que hicieron fue sacralizar y solemnizar al más desacralizador y antisolemne cómico que ha dado este país. Para quienes habíamos seguido a Germán Valdés desde la infancia, aquello constituyó un verdadero atentado. En lo personal, siempre he sentido la necesidad de desagraviarlo. Por eso mismo, quiero aprovechar la presente oportunidad para hacerlo y con ese fin parafraseo una sentencia harto conocida por media humanidad: “¡Perdónalos, «Tin Tan», que ellos no saben lo que hacen!”.
  ¿Tons qué?

miércoles, 30 de mayo de 2018

Face Dances


Parecía que sin el poderío interpretativo de Keith Moon, la suerte de The Who estaba echada y que ante la ausencia del asombroso y enloquecido baterista, difícilmente lograrían conservar el espíritu del grupo. Face Dances (1980) demostraría que no era así.
  No es que sea un gran disco, pero sí lo suficientemente bueno como para codearse con el resto de la discografía del cuarteto. De hecho, el álbum tiene estupendas composiciones y grandes momentos. La labor rítmica de Kenny Jones resultó quizá no muy espectacular, pero sí precisa y elegante. Peter Townshend se empeñó en escribir muy buenos temas y ahí están como muestra pequeñas joyas como la popular “You Better You Bet”, la encantadora “Don’t Let Go the Coat”, la vertiginosa “Cache Cache”, la acompasada “How Can You Do It Alone” y dos sólidas canciones de John Entwistle: “The Quiet One” y “You”.
  Un trabajo que vale la pena.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial No. 11 de La Mosca en la Pared, dedicado a The Who y publicado en marzo de 2008)

martes, 22 de mayo de 2018

El hijo pródigo de Ry Cooder


Ry Cooder siempre ha sido un músico sui generis que hace lo que le gusta y no se sujeta a tendencia alguna. Desde sus épocas sesenteras, como integrante del grupo del Captain Beefheart, hasta sus recientes trabajos discográficos conceptuales, en los que muestra sus preocupaciones sociopolíticas, pasando por su trabajo como musicalizador cinematográfico (¿cómo olvidar la extraordinaria banda sonora de Paris, Texas de Win Wenders, mucho mejor que la propia película, o su trabajo en la grandiosa Crossroads de Walter Hill?) y sus colaboraciones con los más diversos músicos, Cooder ha mantenido desde siempre –y sin embargo– un perfil bajo y una modestia inversamente proporcional a su enorme calidad artística.
  Nacido en la ciudad de Los Ángeles en 1947, a sus 71 años sigue tranquilamente activo y admirablemente creativo, como lo demuestra su flamante disco The Prodigal Son (Fantasy, 2018), aparecido hace poco menos de dos semanas.
  Coproducido por él mismo y su hijo Joachim Cooder (quien además se hace cargo de baterías y percusiones), el buen Ry no sólo canta y toca su proverbial guitarra, sino que también es el encargado del bajo, el banjo, la mandolina y los teclados para este álbum de once cortes, de los cuales ocho son covers de viejos temas de blues, folk, country y gospel y tres son composiciones originales.
  Se trata de un trabajo literalmente prodigioso, la prueba fehaciente de que dentro de una industria tan mediatizada como la discográfica se pueden seguir haciendo grandes trabajos musicales, plenos de autenticidad y emociones reales.
  Las once piezas de The Prodigal Son son espléndidas y están producidas de tal manera que resulta difícil señalar las mejores. No obstante, podemos mencionar joyas como “Straight Street”, “Nobody’s Fault But Mine”, “In His Care”, “You Must Unload” y la homónima “The Prodigal Son” como verdaderas maravillas.
  Un disco que abreva de las raíces de la música estadounidense y lo hace con pasión, buen gusto y hasta un toque de sentido del humor. Ry Cooder sigue siendo un grande.

(Publicado el día de hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

domingo, 20 de mayo de 2018

"Enter Sandman": ¿el tema que reinventó el metal?


Para algunos críticos e historiadores, “Enter Sandman” no sólo es la composición que rescató la carrera de Metallica sino que es también el tema que vino a cambiar la dirección que había tomado el metal durante la década de los ochenta. Dada a conocer en el álbum Metallica de 1991, es decir en el primer año de los noventa, “Enter Sandman” reflejó lo que estaba sucediendo de manera todavía subterránea en el rock anglosajón, muy especialmente en el de los Estados Unidos. Muy al norte de la soleada California de Hetfield, Ulrich y Hammett (los compositores de la canción), en la misma costa del Pacífico, pero en el lluvioso y frío estado de Washington y concretamente en la ciudad de Seattle, un movimiento comenzaba a surgir desde los sótanos de la música con agrupaciones como Nirvana, Soundgarden, Mother Love Bone, Tad y otros. Pronto se le conocería como grunge (gruñido) y tenía como principal característica el retorno a las bases fundamentales del rock como género eminentemente duro, agresivo, anticomplaciente y, sobre todo, sencillo. Nada que ver con las florituras espectaculares y el culto al virtuosismo (tendencia que lo acercaba al rock progresivo) en que había caído el heavy metal ochentero, con sus conciertos multitudinarios y llenos de efectos especiales que privilegiaban la forma sobre el contenido. El grunge, al igual que el punk de fines de los setenta, apostaba por regresar a las raíces, a lo esencial, a las armonías simples, a los ritmos secos y precisos, a las guitarras austeras de acordes contundentes, al canto angustiado e inconforme cuyos orígenes provenían del blues rural de principios del siglo veinte.
  Era claro que los vientos soplaban en una nueva dirección y los integrantes de Metallica parecieron entenderlo así. Tres años atrás habían producido …And Justice for All, sin duda su disco más intrincado, con composiciones de estructura complicadísima, algo que en 1991 sonaba ya absolutamente fuera de tiempo y de contexto. Frente a la disyuntiva de seguir por el camino de un thrash polisinfónico y prácticamente imposible de reproducir en el escenario o virar hacia los senderos que abrían los llamados músicos alternativos, el cuarteto optó por esto último.
  “Enter Sandman” fue dada a conocer tan sólo tres meses antes de que en el aire irrumpiera ese himno noventero que fue “Smells Like Teen Spirit” de Nirvana. Y aunque este tema logró una mucho mayor resonancia, ayudó a que la canción de Metallica se difundiera también de manera muy amplia. Producida por Bob Rock, “Enter Sandman” conservaba el estilo y el espíritu metalero, pero admitía elementos directos e indirectos del naciente grunge, como el hecho de su duración apenas superior a los cinco minutos, su estructura armónica básica, su rítmica medida y constante y un gran sentido melódico. Era rock duro, pesado, pero alejado sin duda del thrash que el propio Metallica había llevado hasta sus últimos y tal vez exagerados límites.
  A decir del crítico inglés Ben Myers, el gancho de “Enter Sandman” se encuentra en el riff de la guitarra de Kirk Hammett, “hecho a la medida para que el fan lo tocara o pretendiera hacerto frente al espejo de su recámara”. Y el propio Myers añade con sorna: “Fue la canción que inventó a Beavis & Butthead”. “Enter Sandman”, en efecto, parece inseparable del movimiento de cabezas que pronto impondrían los llamados headbangers.
  Resulta comprensible que muchos de los viejos seguidores de Metallica se hayan escandalizado con las concesiones comerciales que brindaba la música de “Enter Sandman” (y de prácticamente todos los cortes del álbum negro). Quizá por eso la letra de la canción habla de seres fantásticos (el Sandman es el equivalente a nuestro Juan Pestañas) y de toda la imaginería de las historias de miedo a la que tan afectos eran y siguen siendo muchos amantes del género del metal. De ahí frases como “Duerme con un ojo abierto / abrazando tu almohada con fuerza” que tan amenazadoras suenen en la voz de James Hetfield.
  “Enter Sandman” es una composición clave en la historia de Metallica, por todas las implicaciones que tuvo, para bien y para mal. Podrá cuestionarse su sentido comercial, su facilismo, su accesibilidad. Sin embargo, es una gran canción y nadie puede comprobar lo contrario.

(Reseña que escribí para el "Especial" de La Mosca en la Pared No. 2, dedicado a Metallica y publicado en agosto de 2003).

jueves, 17 de mayo de 2018

A Thousand Leaves


Un disco impresionante. Después de varios años, Sonic Youth retomó con este trabajo el estilo experimental de sus inicios, pero con una mayor musicalidad y un mucho mayor sentido armónico. Luego de grabar un álbum tan bueno como el Washing Machine de 1995, el cuarteto superó cualquier expectativa y A Thousand Leaves (1998) se convirtió en un referente para su carrera toda. Con composiciones mucho más largas, pausadas y hasta cerebrales, la agrupación hizo a un lado el sentido metagrungero de platos anteriores y se metió de lleno al feedback y al noise tan preciado para sus integrantes. De ahí maravillas como la soberbia “Sunday”, la sacudidora “Female Mechanic Now on Duty”, la preciosa y neilyounguiana (tanto en lo melódico como en lo ruidoso) “Wild Flower Soul”, la delicada “French Tickler”, la minimalista “Hits of Sunshine (For Allen Ginsberg)” –con su prolongada improvisación estilo jam sesentero–, la sorprendente e indefinible “Karen Koltrane”, la protohinduista y realmente celestial “Snare, Girl” y esa joya deliciosamentre fragmentada que es “Heather Angel”.
  Un álbum cálido, hipnotizante, un largo viaje por ambientes y territorios sonoros que sólo Sonic Youth es capaz de construir y deconstruir.
((Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 39, publicado en abril de 2007 y dedicado a Sonic Youth)

miércoles, 16 de mayo de 2018

Caif(l)anes


Me costó trabajo tomar la decisión, pero finalmente lo hice. Lo poco que había visto y escuchado acerca del grupo Caifanes nada más no me convencía. Que si “La negra Tomasa”, que si “Mátame porque me muero”, que sus apariciones con la Vero y en algunos otros programas del Canal de las Estrellas, que la biografía que les escribió un freak del Nintendo. No era un historial demasiado atractivo a mi modo de ver. Pero bueno, tampoco podía criticarlos así como así, sin conocer cuando menos alguna de sus obras, y me dispuse a escucharlos con la mejor buena voluntad y sin el menor prejuicio.
  Como tampoco iba a gastar mi dinero en un disco suyo (habiendo tantas maravillas disponibles), encaminé mis pasos a Unisur, un club de alquiler de discos compactos allá por los rumbos de Universidad y Copilco (saludos a Mónica, Claudia y Sergio) y renté la más reciente grabación de los Caifanes, bautizada con el paradójico y sugerente nombre de El silencio. Y la mera verdad...
  El primer pensamiento que me vino a la mente después de oír este álbum, producido por un obviamente desganado Adrian Belew, fue ese lugar común que reza: “mucho ruido y pocas nueces”. ¿Para eso se fueron a grabar a Estados Unidos y se rodearon de ingenieros y técnicos gringos? A eso le llamo desperdiciar el dinero... o invertirlo en puro bluff. Y no es que el disco sea malo, pero tampoco resulta la gran cosa que sus panegiristas han proclamado a los cuatro vientos. Digamos que se trata de un producto más que se puede vender bien entre los numerosos fanáticos (nunca mejor usada la palabra) de este grupo tan sobrevalorado como desangelado y falto de espíritu rocanrolero.
  Musicalmente, El silencio tiene algunos aciertos. Hay excelentes frases guitarrísticas de Alejandro Marcovich, ingeniosas humoradas de Diego Herrera en los teclados (como en “Nubes” o el final chuntatanesco de “Piedra”), un bajeo interesante de Sabo Romo y una batería más bien rutinaria de Alfonso André. En cuanto a la voz de Saúl Hernandez, éste no ha sido capaz de quitarse la manía de imitar al cantante de Soda Stereo, quien a su vez se fusila sin rubores las vocalizaciones de Robert Smith, de The Cure.
  En lo que toca a la mezcla, deja bastante que desear. La batería domina demasiado, mientras la guitarra y la voz suelen bajar de volumen y perderse en forma incomprensible. Vuelvo a lo ya apuntado: ¿para eso se fueron a grabar a los esteits?
  El terreno de las letras es el que de plano está por los suelos. No hablemos de ese atentado al buen castellano que es el título de la primera pieza: “Metamorféame” (¿que qué?). Como ya lo indicó en estas mismas páginas mi amigo Jorge R. Soto, lo correcto es metamorfoséame. Pero en general, las letras resultan insulsas, forzadas, de dudosa poesía y con metáforas (sacáforas, las llama Óscar Sárquiz) pretenciosas y chafas como “Pensarás que soy un perro / que en el cerebro tengo moquillo” (la verdad es que sí lo pensé).
  En general, El silencio me parece un disco plano, aburridón, agüevante, que sólo logra un efímero soplo de vida en la agradable “Estás dormida”, de Marcovich. ¿Por qué entonces hacer tantas fiestas a este grupo, al que muchos consideran el mejor en la historia del rock nacional (¡bájenle!). Primero habría que considerar si lo que interpretan es realmente rock o un híbrido digno de las aguadencias (Alf dixit) de un flan.
  ¿Caifanes o Caiflanes? That is the question.

(Publicado en mi columna “Bajo presupuesto” de la sección cultural del diario El Financiero, el 18 de junio de 1992)

martes, 15 de mayo de 2018

¿Alguien conoce a Pedro, Pablo y María?


Hace poco planeaba yo el arreglo de una canción de mi autoría y comenté a varias personas jóvenes y no tan jóvenes que se me antojaba que sonara un poco como la música que hacían Peter, Paul and Mary a mediados de los años sesenta del siglo pasado. ¿Peter, Paul y quién?, me preguntaban con extrañeza. Nadie tenía la mínima idea de quiénes eran aquellos que convirtieran en un himno de la protesta sesentera la canción “Blowin’ in the Wind” (“La respuesta está en el viento”) de Bob Dylan, antes de que el mundo conociera la versión original del gran Robert Zimmerman (por cierto, Robert Zimmerman es el verdadero nombre de Bob Dylan).
  Me asombró el hecho de que gente supuestamente enterada del mundo de la música ignorara por completo al finísimo trío vocal neoyorquino, cuyas versiones de “500 Miles”, “If I Had a Hammer”, “Lemon Tree”, “Leaving on a Jet Plane” y “The Times They Are A-Changin’” también fueron muy populares en todo el mundo, incluido nuestro país. Pero, no. Nadie tenía la menor referencia al respecto y temo que muchos lectores tampoco la tendrán.
  No contaré aquí en detalle la historia de este trío, formado en 1961 por Peter Yarrow, Noel Paul Stookey y Mary Travers, y cómo se convirtió en la mejor agrupación de folk de la llamada década dorada. Tampoco lo mucho que ayudó a difundir la música del entonces debutante Dylan, así como de otros grandes autores del folk estadounidense como Pete Seeger o Woody Guthrie. Prefiero decir que bien haríamos en rescatar su legado, ya que la agrupación logró crear un estilo muy particular, sin más instrumentos que dos guitarras acústicas y las perfectas armonías de sus voces. Gracias a su muy especial sentido melódico, el trío dio un toque incluso un tanto pop (en el mejor sentido del término) a composiciones de sonido más bien áspero, lo que ayudó a popularizarlas.
  En YouTube, Spotify y otras plataformas está mucho de la obra de Peter, Paul and Mary. Si la desconoce, búsquela, es un deleite; y si ya la conoce, regrese a ella. Vale la pena rememorarla.

(Mi columna "Gajes del orificio" de hoy en la sección ¡hey! de Milenio Diario)

miércoles, 9 de mayo de 2018

On the Beach


Aunque grabado un año después que Tonight’s the Night, por imposiciones de la compañía disquera On the Beach (1974) apareció algunos meses antes que aquél (cosas de las corporaciones, normalmente tan poco consideradas con sus músicos, a pesar de ser éstos quienes les dan sustento y capital). Por fortuna, se trata de un trabajo tan bueno que no influyó negativamente en la carrera de Neil Young y vino a reforzarla de la mejor manera.
  Estamos ante otro álbum de proporciones mayores. Aparecido después del extraordinario y controvertido LP en concierto Time Fades Away, este En la playa está lleno de sarcasmo, desparpajo y un muy filoso buen humor, lo cual se refleja en el tono de las canciones, todas ellas estupendas.
  El álbum arranca con “Move On” –la respuesta cantada de Young a los intregrantes del más tarde malogrado grupo Lynyrd Skynyrd, quienes odiaron al canadiense cuando éste criticó el racismo de muchos sureños en los temas “Southern Man” y “Alabama”– y prosigue con piezas tan buenas como la evocadora “See the Sky About to Rain”, la aterradora y estructuralmente dylaniana “Revolution Blues” (dedicada a… ¡Charles Manson!), la desgarrada e indefinible “For the Turnstiles” (ese banjo, ese banjo), la sensacional “Vampire Blues” (“I’m a vampire, babe / Sucking blood everyday”), la sensual y enigmática (y homónima) “On the Beach”, la sutil y sensible “Motion Pictures” y la híper crítica y fabulosa “Ambulance Blues”, hoy un clásico del folk aunque musicalmente nada tiene que ver con el blues.
  On the Beach es uno de los álbumes más subestimados de Young a pesar de su enorme calidad y urge que sea revalorado.

(Reseña que escribí originalmente para el "Especial" No. 35 de La Mosca en la Pared, publicado en noviembre de 2006)

martes, 8 de mayo de 2018

López Obrador, Saúl Hernández y el rockcito


Me doy cuenta de que mucho del público que sigue al rock hecho en México y la gran mayoría de los músicos que lo interpretan son fans fatales de Andrés Manuel López Obrador, sin importarles que su propuesta represente un regreso a los tiempos en que el PRI era el partido absolutista y omnipotente que todo lo controlaba y el presidente de la república el jefe máximo sin cuya voluntad en el país no se movía una hoja. Esos tiempo en los que en México el rock estaba prácticamente proscrito.
  Hace unos días me topé con un artículo que escribí para El Financiero en septiembre de 1996, hace 22 años, y del cual quiero compartir un fragmento. Quizá su lectura explique algo de la posición de los actuales roqueros obradoristas:
  “Quien esto escribe estuvo en la tocada de Jaguares del pasado viernes 13, en el Auditorio Nacional  y pudo atestiguar que la gente venera a Saúl Hernández de una manera que rebasa la razón y penetra en campos reservados a la fe piadosa. Una palabra, un gesto, cualquier actitud del cantante produce una reacción inmediata de la masa. Si Alejandro Lora sabe manejar al público mediante palabras altisonantes o su sempiterna vociferación ‘¡Que viva el rocanrol!’, Hernández emplea un lenguaje mesiánico y cuasi sacerdotal, con referencias místico-indigenistas que actúan de manera extraña en la mente de sus fanáticos, dispuestos a absorber acrítica y ciegamente un dogma confuso y metafórico. Por eso, cuando el líder de los Jaguares dice algo así como ‘estamos otra vez aquí para seguir haciendo la historia del rock en México’, el rugido de la audiencia es un clamor aprobatorio que no cuestiona ni por asomo la evidente y pretenciosa exageración de la frase. E igual acepta al desafortunado grupo de danzantes autóctonos que abrió el espectáculo, en un lamentable intento coreográfico. Lejos de sentir pena ajena por los pobres compas, la gente rugió su típico y autocompensatorio grito de ‘¡Mé-xi-co, Mé-xi-co!’.
  Llámenme exagerado pero, ¿acaso en el subconsciente de muchos AMLO es como un nuevo Saúl Hernández? Es pregunta.
(Publicado el día de hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

martes, 1 de mayo de 2018

La computadora sucia de Janelle Monáe



Es apenas su tercer disco a lo largo de ocho años, luego de su más que extraordinario y explosivo debut con The ArchAndroid de 2010 y el excelente The Electric Lady de 2013. Un lustro más tarde, esa fantástica creadora de imaginación musical inagotable que es Janelle Monáe regresa con Dirty Computer, para dejarnos boquiabiertos una vez más.
  Nuevamente al lado de sus fieles aliados musicales, The Wondaland, Monáe nos entrega una grabación impecablemente producida, pero alejada de cualquier frialdad tecnológica. Esta vez no hay tantas alusiones a la ficción científica (su amada sci-fi), pero sí muchas de sus fantasías transformadas en composiciones de una riqueza fastuosa. Color y calor. Sensibilidad e inteligencia. Pasión y ternura. Todo eso existe en este brillante trabajo que demuestra que el calificativo de genial encaja sin problema con la obra de esta joven cantante y autora, nacida hace apenas 32 años en la musicalmente  mítica ciudad de Kansas.
  Si con alguien podríamos comparar a Janelle Monáe (aunque de manera relativa y con matices) es con Prince y en el octavo corte del álbum, el sensacional tema funky “Make Me Feel”, la presencia del propio artista de Minnesota está más que presente.
  No se crea sin embargo que estamos ante un clon femenino del creador de “Purple Rain” y “Cream”. Monáe va mucho más allá, con un estilo propio que no ha perdido desde que sorprendiera al mundo de la música con su disco debut. De ahí la grandeza de composiciones de este nuevo opus, como “Take a Byte”, “Django Jane”, “PYNK”, “So Afraid” o “Americans”.
  El disco cuenta con algunos músicos invitados, entre quienes destacan Zoë Kravitz, Grimes, Pharrell Williams y nada menos que Brian Wilson, con quien interpreta la muy beachboyana, breve (apenas dos minutos) y homónima “Dirty Computer” con la que abre el larga duración.
  Janelle Monáe es poco conocida en México. Los medios no le han dado a su música la importancia que tiene. Búsquela y disfrútela, estimado lector. Puedo asegurarle que no se arrepentirá.

(Mi columna "Gajes del orificio" de hoy en la sección ¡hey! de Milenio Diario)