domingo, 27 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (1)


Deradoorian
The Expanding Flower Planet
Anticon 

La talentosa y singular Angel Deradoorian abandonó a los Dirty Projectors para realizar esta joya al lado de su hermana Arlene. Composiciones a la vez sólidas y etéreas, rítmicas y melódicas, enraizadas en una world music minimalista, con preciosas armonías vocales. Un disco sin aspavientos, de esos que prácticamente todos los listados de este año ignoraron, pero que posee un enorme encanto, un gran valor artístico y una belleza sin par.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2016 (2)

Will Butler
Policy
Merge 

Miembro fundador de Arcade Fire y hermano del líder del grupo, Win Butler, Will lanzó éste, su primer disco como solista, que remite, sí, a Arcade Fire, pero también a los Talking Heads, The Cars, los Strokes, Devo y varios otros, aunque con un sello muy particular. Un trabajo variadísimo, muy interesante y en varios momentos entusiasmante.

viernes, 25 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (3)

Sufjan Stevens
Carrie & Lowell
Asthmatic Kitty 

Stevens suele hacer discos muy personales, pero éste es sin la menor duda el más personal, el más íntimo, el más sentido y sensible de todos, pues rinde contradictorio homenaje a Carrie, su madre recién fallecida y con quien no llevó una relación precisamente ejemplar, y a Lowell, su padrastro. Música austera y de enorme delicadeza, con un alto grado de ternura visceral. Una obra a la vez agridulce y elegante.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (4)

Björk
Vulnicura 
Onle Little Indian 

A la islandesa le da muy seguido por hacer discos tristes y depresivos. Este no sólo es triste y depresivo, sino que alcanza los terrenos de la devastación emocional. Para masoquistas irredentos, pero con la calidad de Björk.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (5)

Keith Richards
Crosseyed Heart 
Mindless Records

El gran jefe Stone regresó al terreno de los álbumes solistas con esta maravilla llena de blues, de soul, de reggae y demás sonidos negros. Nada nuevo bajo el sol, pero Richards no lo necesita: con su alma rocanrolera a toda prueba la basta y sobra. Para nostálgicos de vanguardia.

martes, 22 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (6)


Kurt Vile
B’lieve I’m Goin Down 
Matador 

Rock folk áspero y grasoso el de este nativo de Filadelfia y ex integrante de The War on Drugs, con grandes canciones y arreglos que incluyen guitarras, banjos y secas percusiones. Un trabajo impecable en la mejor tradición poética y trovadoresca de Bob Dylan y Neil Young, aunque con un sonido propio y, digamos, más alternativo.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (7)


Joanna Newsom
Divers 
Drag City 

Con la influencia innegable de Kate Bush, aunque quizá más góticamente romántica y victoriana que ésta, Newsom ya ha dado muestras de su alta calidad como compositora y ejecutante de canciones etéreas y de hipnótica magia, tal como lo corrobora en este su tercer y enigmático álbum.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (8)


Courtney Barnett 
Sometimes I Sit And Think, And Sometimes I Just Sit 
Mom + Pop Music

Esta joven australiana hace un rock simple, duro y fresco en la mejor tradición de Patti Smith y Liz Phair. Guitarrista y cantante, su trío es tan sólido y rocanrolero como debe ser. Estupendo disco. Otra de las buenas sorpresas de un año que no fue tan pródigo a la hora de sorprendernos.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (9)


Matthew E. White
Fresh Blood 
Domino

Todo un descubrimiento. Con una amplia gama de géneros que van del rock folk al reggae y del indie pop al soul a la Stax Records, White es una presencia llena de frescura dentro de una industria cada vez más artificiosa y mecanizada. Un disco lleno de espontaneidad y autenticidad el de este virginiano barbón y treintañero.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (10)


Father John Misty
I Love You, Honeybear 
Sub Pop

El segundo disco del músico y compositor Josh Tillman, ex baterista de Fleet Foxes, ha sido mejor recibido que su anterior Fear Fun de 2012 (que yo prefiero), quizá porque I Love You Honey Bear es un plato más accesible y radiable. Como sea, estamos ante una obra de gran finura, dulce, irónica y más que disfrutable.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (11)


Paul Weller
Saturn’s Pattern 
Atlantic 

Este disco es la prueba más fehaciente no sólo del talento del antiguo líder de The Jam, sino de su sabiduría para mantenerse actual y no sonar nostálgico. Un trabajo realmente estupendo el de este veterano de los años setenta, una obra llena de buen rock.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Los doce mejores discos de 2015 (12)


Blur
The Magic Whip 
Parlophone

Lejos está de ser el mejor trabajo discográfico del cuarteto de Colchester, Inglaterra, pero Blur es Blur y esta excelente colección de canciones en momentos recuerda a lo más destacado de su producción britpopera. Un álbum relajado, simpático y muy grato.

martes, 15 de diciembre de 2015

Deradoorian, ¿el disco del año?


Aunque 2015 no ha sido un año pródigo en grandes discos (y cuando digo grandes discos, me refiero a álbumes en verdad memorables y con etiqueta futura de clásicos), sí ha habido al menos una veintena de obras discográficas estupendas y quizá la mejor de todas sea el trabajo debut de Angel Deradoorian, hasta ahora conocida sobre todo por sus colaboraciones con Avey Tare’s Slasher Flicks y, sobre todo, con ese extraordinario proyecto que es Dirty Projectors.
  The Expanding Flower Planet (Anticon, 2015) es un disco de una enorme belleza musical y poética. Un plato exquisito de canciones etéreas y minimalistas, con aires exóticos e hipnóticos en los que Angel Deradoorian (a cargo de todos los instrumentos, incluida su magnífica y peculiar voz) y su hermana mayor Arlene (quien se encarga de las segundas voces y de algunas percusiones) se solazan con un placer artístico que consiguen trasmitir al escucha de una manera fascinante.
  Aunque la influencia de David Longstreth, líder de los Dirty Projectors, es innegable en las composiciones de Angel Deradoorian, ésta posee asimismo sus propias variantes que hacen de su música algo menos intrincado que las complicadas (aunque extraordinarias) maneras armónicas y rítmicas de aquel. Deradoorian apuesta por una música más accesible y minimal, con ecos de la world music, sobre todo africana y asiática. Las percusiones juegan un papel muy importante en las piezas que conforman The Expandig Flower Planet y lo mismo hacen los extraordinarios juegos de voces de las dos talentosas hermanas.
  Si bien no es un disco que mantenga un mismo nivel de calidad en todos los cortes, hay algunos verdaderamente fantásticos como “Beautiful Woman”, “Violet Minded”, “Komodo”, “The Eye” y la homónima “Expanding Flower Power”.
  ¿El mejor disco del año? Es difícil afirmarlo, pero me arriesgo a que algunos lectores me crucifiquen y digo que sí. Al menos para la subjetividad de este columnista. Una obra fresca, arriesgada, innovadora, inteligente, hermosa y con un inquietante halo de misterio. Los invito a escucharla y dar su propio veredicto.

(Publicado en Milenio Diario)

lunes, 14 de diciembre de 2015

"Cheap Thrills" de Janis Joplin (con Big Brother & The Holding Company)


¿Emociones baratas? Si algo tiene este disco debut de Janis Joplin es un caudal de emociones, pero en absoluto son baratas.
  Cheap Thrills (Columbia Records) es uno de los álbumes clásicos de 1968, un año históricamente controvertido y clave para el desarrollo del rock. Janis se había hecho de una súbita fama a raíz de su participación, al lado de la banda de San Francisco Big Brother & The Holding Company, en el Festival Monterey Pop de junio de 1967. Desde entonces, la expectación por escuchar a la peculiar intérprete texana se volvió creciente. Ciertamente, la banda y la cantante habían grabado un disco para el sello independiente Mainstream, pero la distribución había sido pésima y parecía obligado que firmaran para una disquera importante.

Pedazo de mi corazón
Fue Columbia la compañía que tuvo el ojo para contratarlos y de ese modo grabaron Cheap Thrills, el cual apareció en agosto de 1968. El acetato causó sensación y tuvo una aceptación inmediata, lo que se reflejó en sus grandes ventas. Un corte del mismo, "Piece of My Heart", llegó a lo alto de las listas de popularidad y reveló al mundo la extraordinaria voz de timbre rasposo y desesperado sentimiento de Janis Joplin, a quien por ello muchos creyeron una cantante negra. Sin embargo, el estilo de Janis era aún más duro y emocional que el de la mayoría de las vocalistas de color, quienes -con algunas excepciones- por esas épocas tendían más a los convencionalismos de la música pop.
  "Piece of My Heart" era un cover de una canción de Erma Franklyn (hermana de la gran Aretha), pero en la voz de Joplin alcanzó niveles de excelsitud, al igual que otras dos versiones de temas conocidos como "Summertime" de George Gershwin -con un arreglo de guitarras de Sam Andrews y James Gurley el cual ha trascendido a lo largo de las décadas- y "Ball and Chain" de Big Mama Thornton.
  Cheap Thrills es ante todo un disco de blues, pero también es un disco de rock y un disco emblemático de la psicodelia, a pesar de no ser en sentido estricto un disco psicodélico. Esta aparente contradicción se explica por el espíritu de la obra, reflejo de una época en la cual existía una apertura total y en la que todo estaba permitido, una época de experimentación y muy escasos prejuicios. Y ese espíritu se palpa a lo largo de los escasos siete cortes que lo componen. Desde la explosión inicial de "Combination of the Two", pasando por ese blues magnífico que es "I Need  Man to Love", las mencionadas maravillas que son "Summertime" y "Piece of My Heart" (con lo que se completa el lado A del vinil), "Turtle Blues" -escrito por Janis Joplin e interpretado con todas las marcas de sus raíces texanas-, la ácida "Oh Sweet Mary" -el más evidente coqueteo del disco con la psicodelia- y la estremecedora "Ball and Chain", otra de las cumbres interpretativas joplinianas.

El gran hermano
Mucho se ha hablado acerca de la superioridad de Janis Joplin con respecto a los grupos que llegaron a acompañarla en sus diferentes discos. Tal vez resulte cierto en los casos de Kosmic Blues y Pearl (grandes obras también, a pesar de todo). No obstante, me parece justo reconsiderar el nivel musical de Big Brother & The Holding Company. En especial de los guitarristas Andrew y Gurley, el primero poseedor de un estilo fino, exquisito, y el segundo dueño de una contrastante fuerza, de un ruidoso ímpetu. La combinación de los dos (valga la alusiva expresión) encajaba a la perfección con los matices vocales de Janis, produciendo algo por completo nuevo y fascinante.
  Janis Joplin se separó de Big Brother poco después de aparecer el disco, pero ni ella ni la banda lograron jamás superar lo que hicieron en Cheap Thrills. Es verdad que Janis grabó temas fuera de serie en sus discos posteriores, pero como unidad, como medio de expresión, como evidencia del alma atormentada de la cantante, este álbum es sin duda alguna una obra maestra.

(Publicado originalmente en La Mosca en la Pared No. 50)

sábado, 12 de diciembre de 2015

Strange Days


Hermano casi gemelo de su antecesor (ambos aparecieron el mismo año, con escasos meses de diferencia), Strange Days (Elektra, 1967) es en realidad una continuación de The Doors, ya que la mayor parte de los temas de este segundo disco doorsiano fueron escritas en la misma época que las del primero. Pero no se trata de material de relleno, de ninguna manera. De hecho, hay quienes prefieren Strange Days, al considerarlo un álbum más completo. Como sea, también estamos frente a una obra que presenta diferencias, la más sustancial de todas que no es un trabajo conceptual y que resulta más bien una simple colección de canciones, de excelentes canciones. Es también un disco menos compacto, menos sólido y en momentos hasta demasiado ambicioso. No obstante, contiene composiciones esplendorosas, todas de Morrison, Manzarek, Krieger y Densmore (no hay aquí un solo cover).
  Strange Days abre de manera rotunda con el corte que le da nombre, una pieza de escasos tres minutos cuya calidad está a la altura de lo mejor del cuarteto. La sigue la bella “You’re Lost Little Girl”, melodía llena de misterio y encanto, con un pequeñísimo pero magnífico solo de guitarra slide. La muy conocida “Love Me Two Times” ocupa el tercer lugar del Lado A. Con su archifamoso riff, se trata de un tema que algunos consideran incluso tonto, pero que incrementó la popularidad de los Doors más allá de la que habían alcanzado con “Light My Fire”. Con “Unhappy Girl” y “Horse Latitudes” aparece la parte más débil del álbum, pues mientras la primera es una cancioncita sin mayor trascendencia, la segunda es una experimentación llena de pretensiones melodramáticas. Por suerte, entre las dos apenas suman un poco más de tres minutos y medio. Viene entonces una de las grandes canciones del repertorio del grupo: la maravillosa y sensual “Moonlight Drive”, tema de leyenda en cuya parte culminante Morrison canta: “Es fácil amarte/ mientras miro como te deslizas/ Estamos cayendo a través de bosques húmedos/ en nuestro paseo a la luz de la luna”. El piano, la guitarra, la batería, todo es aquí instrumentalmente portentoso.
  El lado B del disco LP original contiene cuatro cortes magníficos, en especial el inicial y el final. “People Are Strange” es un monumento musical de apenas dos minutos y doce segundos (¿cómo puede caber tanta belleza en tan breve lapso?), un canto a la soledad y la marginación (“Cuando eres un extraño/ nadie recuerda tu nombre”). Por el contrario, “When the Music’s Over” es un largo y épico tour de force tan largo como lo era “The End” en el álbum anterior y, al igual que en éste, hay aquí un drama, si bien menos explícito y más hermético, con tintes ecologistas, en el cual el grupo (Morrison incluido) puede improvisar a sus anchas. La pieza recorre variados parajes y ambientes, va y viene, sube y baja, para llegar a las frases definitivas: “¡Queremos el mundo y lo queremos ahora!” y “Cuando la música termine/ apaga las luces”. Una obra maestra por sí sola.

(Reseña que escribí originalmente para el "Especial" No. 3 de La Mosca en la Pared, publicado en septiembre de 2003)

viernes, 11 de diciembre de 2015

The Piper at the Gates of Dawn


Se sabe que el título de este, el primer disco de larga duración de Pink Floyd, fue tomado de un capítulo del libro favorito de Syd Barrett cuando era niño: The Wind in the Willows (El viento en los sauces), lo cual explica la gran cantidad de elementos fantasiosos, colores brillantes, apuntes mitológicos y detalles infantiles, algo así como una mezcla entre J.R.R. Tolkien y Walt Disney, pero todo ello visto a través de los perceptivos y psicodélicos lentes del LSD.
  Las composiciones de Barrett van de las canciones pop ácidamente lisérgicas a piezas largas en las cuales hay extensas instrumentaciones a manera de metáforas sobre viajes alucinógenos. En el primer caso estarían piezas como “Astronomy Domine” y “Lucifer Sam”, mientras que “Insterstellar Overdrive” entra de lleno en lo que alguna vez se llamó rock-espacial.
  Para el crítico Steve Huey, The Piper at the Gates of Dawn (1967) captura con éxito los dos lados de la experimentación psicodélica: “por un lado, los placeres de la percepción y la expansión mental y por el otro, los desórdenes cerebrales que podían convertir al individuo en lunático”, algo que poco tiempo después le sucedería al propio Barrett, quien debido precisamente a ello hizo con este trabajo su debut y despedida como integrante de Pink Floyd.
  Se trata de uno de los mejores álbumes psicodélicos de la historia del rock y curiosamente fue grabado en los mismos estudios y al mismo tiempo –casi casi puerta de por medio- que el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de los Beatles. Dos cumbres de la psicodelia absolutamente diferentes entre sí. Una, la psicodelia ácida; la otra, la psicodelia pop. Usted elija cuál es cuál.

(Reseña que escribí para el especial de La Mosca en la Pared No. 7, dedicado a Pink Floyd y publicado en enero de 2004)

jueves, 10 de diciembre de 2015

The Police


A pesar de su discutible calidad, el rock de los ochenta provoca nostalgia en mucha gente. Aquella música elaborada a base de sintetizadores y cajas de ritmos, aquel modo de vestir tan artificioso y francamente ridículo, aquella actitud de falso glamour andrógino y sensualidad burda y –valga la paradoja– asexuada; todo ello hizo de los ochenta una década que debería ser musicalmente olvidable y que, sin embargo, muchísima gente añora como si se tratara de una era dorada y llena de aportaciones artísticas. The Police fue un grupo contemporáneo del rock pop ochentero. No obstante, aunque pudiera tener algunos puntos de contacto con éste, en realidad fue un proyecto muy diferente que apostó por otra clase de música y otra clase de letras, incluso por otra clase de actitud. Más emparentados con el punk que con el glam, más con el rock de garage que con el rock de sintetizadores, más con el jazz y el reggae que con el pop de peinados estrambóticos y ropajes estridentes, más músicos que payasos, los integrantes de este singular trío apostaron por una propuesta que en el fondo resultó profundamente rocanrolera. De ahí su mérito, de ahí su trascendencia. Los Sex Pistols y The Clash tienen mucho más que ver con The Police que, digamos A Flock of Seagulls, ABC o Wang Chung. Antes de unir voluntades e ideas, Sting, Stewart Copeland y Andy Summers contaban con una sólida formación musical, lo cual trajo consigo una fusión de estilos individuales que se tradujo en un sonido único y característico que trascendió a su época y hoy día es un clásico. Con tan sólo cinco álbumes en estudio, producidos a lo largo del mismo número de años, The Police fue capaz de dejar un legado que a más de veinte años de distancia sigue sonando fresco, espontáneo, emotivo. Sus tres peculiares miembros continuaron con carreras prolijas y afortunadas, pero lo que hicieron juntos durante el lustro que va de 1978 a 1983 queda ahí, para ser escuchado, disfrutado e incluso recreado por las generaciones que les siguieron.

(Prólogo que escribí para el Especial No. 25 de La Mosca en la Pared, publicado en noviembre de 2005, hace diez años).

martes, 8 de diciembre de 2015

Hit emocional


Hablemos hoy de un libro muy fresco y divertido, muy ingenioso y original. Es un libro de música, sobre música y para los amantes de la música. Bueno, más específicamente, para los amantes del rock. Es obra de un español de cuarenta y tres años, catalán para mayores señas, quien lo ideó y lo escribió. Bueno, más específicamente, lo ideó lo escribió y lo dibujó.
  Juanjo Sáez se llama el autor y Hit emocional es el título del libro, editado por Sexto Piso. ¿En qué estriba su originalidad? En la manera cómo Sáez nos habla de sus gustos musicales por medio de cartones ilustrados, en su mayoría publicados originalmente en la célebre revista española Rock de Lux.
  Con desparpajo y buen humor, pero a la vez con un dejo agridulce y melancólico, Hit emocional nos muestra no sólo una gran cantidad de reseñas y opiniones sobre grupos y solistas anglosajones y españoles, sobre todo de ese inasible subgénero al que se ha dado en llamar rock indie, aunque por ahí se cuelan agrupaciones de noise o de metal, sino también pasajes de la vida del buen Juanjo, a quien al final del libro aprendemos incluso a apreciar. Porque a lo largo de este volumen de trescientas páginas el hombre nos habla de su familia, de sus amores, de su adolescencia, de sus viajes, de sus amigos, de su relación con el rock, de sus bandas favoritas, etcétera. Todo con gran amenidad y buen humor, letra manuscrita y unos dibujos que mucho tienen de gracia y simplicidad infantiles.
  El libro puede leerse de corrido o abrirse en cualquier página y siempre se topará uno con cuestiones simpáticas e ilustrativas y hasta con algunas frases memorables: “La música me ayuda a estar algo menos perdido”, “Cuando uno es joven tiene un ímpetu y una energía que luego va perdiendo”, “Las canciones son como cajitas donde guardas los recuerdos y las emociones”, “Hay grupos que al escucharlos por primera vez no entiendes nada, pero que luego te acompañan para siempre”.
  Un libro más que recomendable, incluso un buen regalo para estas fechas navideñas.

(Publicado en Milenio Diario)

miércoles, 2 de diciembre de 2015

El inconmensurable Sticky Fingers


A pesar de su aparente bajo perfil con respecto a sus dos antecesores, a mi modo de ver es este el mejor disco de la gran tetralogía stone y, por ende -para mí-, el mejor álbum en la historia del grupo. Cierto que no contiene piezas tan impresionantes como “Sympathy for the Devil” o “You Can't Always Get What You”, pero posee una mayor uniformidad cualitativa en el nivel de las canciones, todas ellas excelentes.
  Obra marcada por el tema de las drogas –no hay composición que no hable de ellas o al menos haga alguna referencia al respecto-, Sticky Fingers (1971) termina tal como empieza: sin dar tregua, ya sea en los cortes rítmicos o en los más pausados. La intensidad campea de principio a fin y no da pausa alguna. Desde la inicial “Brown Sugar” -con su sonido grasoso y espeso, su riff irresistible y su letra llena de ironía sexista- hasta la concluyente y bellísima “Moonlight Mile” –con su épica elegancia y su misterioso sonido “oriental”-, el disco va por diferentes pasajes que lo mismo recorren la nostalgia folk en la maravillosa “Wild Horses” que la sensualidad desafiante en la candente “Can’t You Hear Me Knocking” (con su cachonda coda instrumental de influencia santanesca), la brutal misoginia en la irresistible “Bitch” que el blues más sentido en la profunda “I Got The Blues”, la terrible historia de adicción en la escalofriante “Sister Morphine” que la casi cándida alegría country en la festiva “Dead Flowers”.
  Con Sticky Fingers, los Rolling Stones alcanzaron su punto más alto. Nunca sonaron tan consistentes, tan sólidos, tan compenetrados.
  Y por si fuera poco, el arte de la funda (debido a Andy Warhol) correspondió a la calidad de la grabación.

martes, 1 de diciembre de 2015

La soledad universal de Jeff Lynne


Tengo una amiga que me visita muy esporádicamente y que, cada vez que lo hace, me dice que mi hogar le produce una gran tranquilidad porque siempre permanece igual, sin cambios en el mobiliario y los decorados, como si estuviera estacionado en el tiempo. La verdad, no sé si tomarlo como un gran halago o una aguda y velada crítica, pero me acordé de ese comentario de mi querida amiga al escuchar Alone in the Universe (Big Trilby Records, 2015), el nuevo disco de Jeff Lynne.
  Porque este flamante álbum suena al Lynne de siempre, al de sus años al frente de Electric Light Orchestra (ELO) y sus trabajos como solista. Es ese mismo sonido tan conocido, con tantas reminiscencias de la música de los Beatles en sus melodías, sus armonías y sus arreglos; es ese mismo estilo que Jeff Lynne ha practicado durante cuatro décadas y que, sí, provoca una gran tranquilidad y nos hace sentir estacionados en el tiempo.
  Hay que advertir que a pesar de ello estamos ante un gran disco. Realmente bueno, firmado por cierto como Jeff Lynne’s ELO (muy posiblemente para diferenciarse del ELO Part II de su ex compañero Bev Bevan, quien suele salir de gira bajo esa denominación para tocar las viejas canciones del grupo, en su mayoría de la autoría de Lynne (algo así como lo que hace el fraudulento Creedence Clearwater Revisited con la música de John Fogerty).
  Alone in the Universe es, pues, una obra de enorme belleza y sensibilidad. Con un rock pop de primerísima línea e instrumentaciones impecables que no rehuyen el uso de la orquesta como tampoco esas guitarras que tanto recuerdan a George Harrison. Con canciones espléndidas como “When I Was a Boy”, “Dirty to the Bone”, “Love and Rain”, “I’m Leaving You” o la homónima y concluyente “Alone in the Universe”, Lynne nos mete de lleno en atmósferas nostálgicas y conmovedoras, evocadoras e irresistibles que también remiten a los Traveling Wilburys y de pronto hasta a la etapa disco de ELO.
  A punto de cumplir 68 años de edad, Jeff Lynne continúa en plenitud de forma artística. Alone in the Universe es la prueba irrefutable de ello.

(Publicado en Milenio Diario)

martes, 24 de noviembre de 2015

Eagles of Death Metal


Lo primero que hay que decir es que Eagles of Death Metal no es, ni por asomo, un grupo de heavy metal, mucho menos de death metal. El nombre es más que nada una gracejada de sus dos fundadores, Josh Homme y Jesse Hughes, amigos desde sus años de adolescencia en Palm Dessert, California, por allá de 1979.
  Compañeros en un equipo de futbol soccer, habían seguido caminos distintos (Homme el de la música, con agrupaciones tan importantes como Kyuss y Queens of the Stone Age; Hugues el de la academia y el periodismo), hasta que en 1998 decidieron –más por diversión que por otra cosa– hacer un proyecto, con el primero en la batería y el segundo en la guitarra, al que denominaron Eagles of Death Metal. Pero su música no era el metal sino el rock de garage, un poco en la vena de The Cramps más un toque de los Rolling Stones, siempre con un sentido muy irónico y desmadroso. Grabaron un EP y se olvidaron un tanto del asunto, hasta que lo retomaron en 2004 con la grabación del magnífico álbum Peace Love Death Metal, al que seguirían Death by Sexy (2006), Heart On (2008) y el flamante Zipper Down, aparecido en octubre pasado.
  Hasta antes de este 13 de noviembre, Eagles of Death Metal se mantenía como una especie de grupo de culto y era poco conocido en el mundo. Sus integrantes jamás imaginaron que el infortunio y el haber estado en el lugar equivocado a la hora equivocada los convertirían en una malhadada celebridad. En efecto, se trata del cuarteto que en la noche de ese viernes 13 se encontraba en el escenario del salón Bataclán, en París, cuando cuatro terroristas islámicos irrumpieron para asesinar a más de ochenta espectadores.
  Ninguno de los músicos sufrió daños físicos, pues alcanzaron a correr hacia la parte trasera del lugar (Jesse Hughes estaba ahí; no así Josh Homme, quien no participaba en la gira europea del grupo). No obstante, un miembro de su equipo, Nick Alexander, y tres representantes franceses de su disquera (Thomas Ayad, Marie Mosser y Manu Pérez) fueron abatidos por las balas.
  Un tétrico episodio en la historia de la agrupación… y de la humanidad entera.

(Publicado en Milenio Diario).

jueves, 19 de noviembre de 2015

John Kay: un lobo estepario


Tener menos de un año de edad, padecer severos problemas visuales y haber nacido en territorio alemán en vísperas de la derrota nazi por parte de los aliados no debe haber sido cosa fácil. Peor aún si ante el avance arrollador de las tropas soviéticas, tu madre te toma en brazos y escapa hacia Occidente, para correr múltiples peligros y encontrar al fin refugio en la zona de Berlín ocupada por el ejército británico. Sólo entonces llegará cierta calma, una calma que durará trece largos años.
  Así fue la infancia de Joachim Fritz Krauledat, a quien la posteridad conocería como John Kay y como el gran líder de una agrupación legendaria del rock sesentero: Steppenwolf. Este joven alemán empezó a empaparse de las canciones que escuchaban los soldados en la radio del ejército del Reino Unido y en 1958, cuando emigró a Canadá, ya tenía un gran bagaje musical que se incrementó en Ontario, donde en 1965 formó el grupo The Sparrows.
  Kay padecía de acromatopsia, una enfermedad de los ojos que le impedía distinguir los colores y lo obligaba a utilizar anteojos oscuros. Aún así, se convirtió en cantante y frontman de su banda, la cual no tuvo gran éxito local, lo que en 1967 la obligó a trasladarse a Los Ángeles, California, justo cuando el rock llegaba a un alto punto de ebullición. Los Sparrows cambiaron su nombre a Steppenwolf, en honor a la novela El lobo estepario de Herman Hess, y su poderoso sonido, basado en el blues pero con elementos de rock pesado, le otorgó una inmediata popularidad, en especial con su tema “Born to Be Wild”, el cual contiene en su letra –por primera vez en la historia del rock– el término heavy metal. (aunque quien primero lo empleó, para describir a un personaje, fue William Burroughs en su novela The Soft Machine de 1962).
  Aparte de su denso y potente estilo, Steppenwolf adoptó una actitud de abierta crítica contra el gobierno estadounidense, las corporaciones, los traficantes de drogas, la religión, la guerra de Vietnam y el sistema capitalista. Esto queda claro en composiciones como “The Pusher”, “Don’t Step on the Grass, Sam”, “Draft Resister”, “Power Play”, la propia “Born to Be Wild” y ese imponente himno que es “Monster/Suicide/America”.
  Aunque el grupo siguió grabando hasta 1990 y tocó hasta 2007, su gran obra se concentra en sus seis primeros discos, producidos en escasos tres años, especialmente Steppenwolf (1968),  Monster (1969) y For Ladies Only (1971), además de su fantástico álbum doble Steppenwolf Live (1970).
  La imponente presencia de John Kay lo convirtió en la cara de la agrupación que a lo largo de su historia vio pasar a muchos integrantes, mientras que él permanecía en su lugar, al frente de todo. Como solista o con la John Kay Band, grabó algunos álbumes de escasa trascendencia.
  En la actualidad, a sus 71 años de edad, Kay sigue presentándose de manera esporádica, mientras que la leyenda de Steppenwolf continúa por ahí perdida, olvidada por la gran maquinaria de la música, pero entrañable para un puñado de melómanos que no olvidan el riff de “Born to Be Wild” que sigue corriendo tan vertiginoso y potente como una Harley Davidson.

martes, 17 de noviembre de 2015

¿Qué es un músico frustrado?


Quienes ejercemos la crítica hemos escuchado infinidad de veces la famosa sentencia acusatoria que reza: “Criticas porque eres un artista frustrado”. Como si el ejercicio crítico fuese motivado por el deseo de venganza y no por el afán de analizar las obras de los creadores artísticos… y no tan artísticos.
  Acusar a un crítico de cine de ser un cineasta frustrado o a un crítico de literatura de ser un escritor frustrado se ha convertido en cliché, pero un cliché empleado por muchísima gente, ya sea los fanáticos del criticado en cuestión o éste mismo.
  El terreno de la crítica musical, por supuesto, no se salva de ello. En los veintitantos años que llevo de ejercer profesionalmente la crítica de rock (mis primeros textos al respecto se publicaron en la sección cultural de El Financiero en 1991), el epíteto de músico frustrado me lo han endilgado en muchísimas ocasiones. No es que me moleste, en absoluto; sin embargo, me causa curiosidad saber lo que significa.
  Según entiendo, se trataría de alguien que quiso hacer música y al no ser capaz de crearla o de interpretarla, se frustró tanto que se llenó de rencor contra quienes sí la pueden crear o interpretar y por eso los crítica.
  Aparte de que me parece un argumento simplista y bastante idiota, me pregunto: ¿y qué pasa con quienes ejercen la crítica musical y al mismo tiempo tocan un instrumento o componen canciones? Si hacen música –buena o mala, para el caso da lo mismo–-, ya no son músicos frustrados, ¿o sí?
  Tal vez algunos se refieran a que eres un músico frustrado cuando tus creaciones muy pocos (o nadie) las conocen. En ese caso serías un “famoso frustrado”, pero seguirías siendo músico.
  El problema de fondo es la incapacidad para comprender y sobre todo para soportar la crítica. Solemos tener la piel muy delgadita y por eso, en cuanto se nos cuestiona algo “negativo”, reaccionamos con ira… y con otra frase igual de idiota: “Yo acepto la crítica, siempre y cuando sea constructiva”.
  Pero como me dijo una vez el gran Nikito Nipongo: “La critica tiene que ser destructiva o no es".

(Publicado en Milenio Diario)

jueves, 12 de noviembre de 2015

Led Zeppelin II


Grabado prácticamente al vapor y en condiciones muy poco propicias, en medio de la primera gira del grupo por los Estados Unidos, el segundo opus de Led Zeppelin (Atlantic, 1969) resultó, a pesar de los pesares, no sólo una obra maestra del rock duro sino una de las piedras fundacionales del heavy metal. Tan bluesero y pesado como su antecesor, Led Zeppelin II significó sin embargo un avance, pues contiene una mayor sofisticación y no sólo en las canciones semiacústicas (la preciosa “Thank You”, la emotiva “Ramble On”, la sensual “What Is and What Should Never Be)”, sino también en los cortes de riffs agresivos (el premetalero “Heartbreaker”, el movidísimo “Living Loving Maid [She's Just a Woman]”) o en los esplendidos blueses (el cachondo “The Lemon Song”, el cover fantástico a “Bring It on Home” de Willie Dixon). Sin embargo, fueron dos temas en especial los que más trascendieron de este disco. Primeramente, el restallante “Whole Lotta Love”, con su seco e inconfundible riff de cinco notas. “Mucho amor” (como se conoció en México) era en realidad una composición de Willie Dixon, pero el zepelín lo retomó un tanto a la mala y lo grabó sin la autoría respectiva y con el crédito de Bonham, Jones, Page y Plant. Posteriormente, una demanda haría que el apellido Dixon fuese incluido al lado de los otros cuatro (algo que aconteció de igual manera con “Bring It on Home”). Problemas legales aparte, “Whole Lotta Love” es pieza clave en la trayectoria de Led Zeppelin, en especial por la parte intermedia, un coctel de efectos de sonido que en algo recordaba las experimentaciones de los Beatles en “Revolution No. 9”. Por otra parte, “Moby Dick” llevó a John Bonham a los primeros planos, con el impresionante solo que lo convertiría en uno de los bateristas más respetados de la historia del rock. Sin poseer la frescura y el eclecticismo del primer disco, Led Zeppelin II fue más influyente para los jóvenes músicos que en los setenta irrumpirían en la escena del hard rock en general y del metal en particular.

jueves, 5 de noviembre de 2015

20 años de la obra maestra de Smashing Pumpkins


¿El álbum blanco de los noventa? Definirlo de esa manera sería una comparación injusta: injusta para los Beatles e injusta para los Smashing Pumpkins. Porque quizá lo único que hermana a ambos trabajos es que se trata de álbumes dobles, en los cuales se incluye una gran cantidad de canciones que siendo disímbolas entre sí, dan como resultado un conjunto contradictorio pero a la vez congruente y equilibrado. No obstante, Mellon Collie and the Infinite Sadness es una obra que posee características propias y singulares.
  De las agrupaciones llamadas alternativas de principios de los noventa, Smashing Pumpkins se distinguió desde un principio por seguir su propio camino. Su música pronto se alejó del rudo y violento grunge surgido en Seattle, para dirigirse a terrenos en los cuales corrientes como el dream-pop, el dark, el heavy metal, el progresivo y la sicodelia tenían mucho que decir y es precisamente en su tercer álbum –luego de Gish (1990) y Siamese Dream (1993) – en el que estas influencias confluyen y se sintetizan de un modo más claro.
  Billy Corgan, líder, cabeza y alma de la agrupación, un verdadero enfant terrible del rock noventero, demostró en Mellon Collie... su genio creativo, al producir una amalgama de composiciones llenas de riqueza armónica y melódica, en medio de un sentido de la rítmica que iba de los sólidos beats del rock duro a la acompasada suavidad de baladas cargadas de perversa dulzura.
  El álbum se encuentra dividido en dos partes, cada una contenida en un disco y con la medida proporcional de catorce composiciones por mitad. El disco uno (Dawn to Dusk) es el menos oscuro y más accesible, lo cual no significa que se trate de un segmento fácil de asimilar. Aquí, a los finos arreglos instrumentales de cuerdas y teclados corresponden dosis de guitarras distorsionadas (debidas sobre todo a James Iha), mientras la voz de Corgan puede ir de una ternura un tanto enfermiza a una dureza angustiada y angustiante que arroja al rostro del escucha sus sardónicas letras llenas de desencanto, malestar y agónica congoja. Hay temas tan soberbios como la introducción pianística del corte que da nombre al disco, la belleza orquestal (con ejecutantes pertenecientes a la Sinfónica de Chicago) de “Tonight, Tonight”, las explosiones grungeras de “Jellybelly”, “An Ode to No One” y “Zero” (con un riff que ya es un clásico), la headbangera “Bullet with Butterfly Wings”, la tensa y a la vez relajada (válgase la paradoja) “To Forgive”, la luminosa “Galapogos”, la portentosa “Porcelina of the Vast Oceans” y la concluyente “Take Me Down”.
  Twilight to Starlight, es decir el segundo disco del álbum, es ciertamente más denso y hermético que la primera parte de Mellon Collie... Eso no significa que nos encontremos frente a la contraparte de Dawn to Dusk. Más bien se trata de un complemento un tanto más nebuloso que abre con “Where Boys Fear to Tread” y culmina con “Farewell and Tonight”. Entre las doce piezas restantes hay temas muy populares como “Thirty-Three” y “1979” y otros no por menos conocidos menos buenos, como el cuasi blacksabbathiano “X.Y.U.”, “In the Arms of Sleep”, el pesadísimo “Tales of a Scorched Earth”, el melancólico “Stumbleine”, el graciosamente vampiresco “We Only Come Out at Night” y esa belleza que es “Lily (My One and Only)”.
  Mellon Collie and the Infinite Sadness, el ambicioso proyecto artístico de Billy Corgan grabado en Chicago y Los Angeles, con la mitad de las canciones compuesta con guitarra y la otra mitad con piano, es de algún modo el testamento musical de la primera época de Smashing Pumpkins con su formación original (el propio Corgan, James Iha, la bajista D'Arcy Wretzky y el baterista Jimmy Chamberlin). Un testamento que perdura a veinte años de haber sido grabado y que trascenderá a lo largo del tiempo.

(Publicado en la sección de música de la página Nexos Cultura y Vida Cotidiana)

martes, 3 de noviembre de 2015

Calamaro en sus propias palabras


No se trata de una biografía en el estricto sentido de la palabra. Tampoco de un diario que vaya avanzando de manera cronológica y ordenada. Paracaídas y vueltas (Planeta, 2015) de Andrés Calamaro es una colección de breves textos, algunos reales, otros alucinados, en los que el músico argentino da rienda suelta a una imaginación desatada, llena de desenfado y buen humor.
  Dueño de una estupenda prosa, el autor de canciones como “Flaca” y “Crímenes perfectos” y de discos como El salmón Alta suciedad se divierte y nos divierte con diversos pasajes de su vida (diarios íntimos, los llama) que, en la mejor tradición cortazariana en Rayuela, pueden leerse de corrido o al azar. Uno puede abrir el libro en cualquier página y toparse con algún escrito que lo mismo habla de un supuesto encuentro con Picasso en el cuarto de un hotel, donde ambos fuman marihuana y ven la televisión, o del cantante de tango Roberto Goyeneche o de Maradona o de Tom Waits o de Truman Capote o de Jimmy Page y Led Zeppelin.
  Culto, pero sin tomarse en serio a sí mismo, Calamaro nos hace disfrutar con sus revelaciones sin vergüenza y sus confidencias deliciosamente impúdicas. También con sus homenajes a la gente que admira, como en esa pequeña semblanza personal sobre Jimi Hendrix, o los países que ama (en el caso del nuestro, con una visión que de pronto resulta un tanto turística y cercana al lugar común de los visitantes de la plaza Garibaldi): “Dulce, cultural, enigmático y sanguinario. Colorido, aromático, histórico. El México de Pancho Villa, de Frida y Diego, de Buñuel y El Pana. De Alex Lora y Vicente Fernández. Del Chapo y el Mayo. Un mundo aparte. El de las revoluciones. El de los rituales y las ceremonias. El de los fantasmas en los caminos polvorientos de Rulfo”. Pero bueno, podemos perdonárselo, como le podemos perdonar el haber grabado un disco con Enrique Bunbury.
  Muy argentino y a la vez muy universal, el estilo escritural de Calamaro se disfruta de cualquier manera y hace de la lectura de Paracaídas y vueltas algo en verdad placentero.

(Publicado en Milenio Diario)

domingo, 1 de noviembre de 2015

Ornette Coleman: puro y absoluto free jazz


No se puede dejar ir el año sin mencionar una de las pérdidas más importantes y significativas en el mundo de la música en general y del jazz en particular. Me refiero a la muerte de uno de los grandes genios de todos los tiempos dentro de este género –a la altura de un John Coltrane o un Miles Davis–, el gran Ornette Coleman, quien falleció el pasado 11 de junio, a los ochenta y cinco años de edad.
  Gran impulsor del free jazz, ese estilo con tantos detractores, Coleman había sido paulatinamente olvidado por la ortodoxia jazzera. Puristas y tradicionalistas nunca aceptaron su revolucionaria propuesta y hasta la llamaron anti-jazz. Al final se salieron con la suya y de algún modo borraron a este saxofonista del panorama de lo que ellos consideran “el gran jazz”.
  La desaparición de Coleman es una oportunidad para reivindicarlo y devolverle su sitial entre los más grandes intérpretes y compositores de esta música, un sitial que jamás debió perder…, si es que en realidad lo perdió.
  Randolph Denard Ornette Coleman, nacido en Fort Worth, Texas, el 9 de marzo de 1930, fue siempre un inconforme, un rebelde que buscó salir de la ortodoxia y crear su propio estilo, libre, abierto, ajeno a cualquier esquema. Con su sax alto como arma implacable, consiguió revolucionar al mundo del jazz de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, al alejarse no sólo de los tradicionales standards del American Song Book, sino al prescindir de muchas fórmulas del género y fundir al todo instrumental sin una base rítmica y armónica rígida, a fin de otorgar una libertad absoluta a los músicos, así esto significara la asonancia y la estridencia que para muchos resultó insoportable en sus finos oídos, acostumbrados a las melodías reconocibles y convencionales. Era el free jazz: ruido para sus prejuiciados tímpanos.
  Coleman fue un hombre de su época, un músico que entendió a la perfección los cambios que empezaban a darse no sólo en la música sino en el arte, la cultura y la vida cotidiana. Comprendió que los aires de ruptura y transformación eran inminentes y no sólo se sumó a ellos, sino que los encabezó por medio de sus ideas, sus propuestas y sus composiciones.
  Músico vanguardista, fue más radical incluso que los propios Coltrane y Miles. Al lado del trompetista Don Cherry, quien por muchos años fue su fiel escudero, consiguió hacer que el jazz resquebrajara lo establecido e hiciera trizas todas las cuadraturas.
  “Nunca entendí por qué si el piano tocaba en clave de Do, el saxo debía estar en clave de La. Eso no cabía en mi cabeza cuando empecé en la música. De ahí surgió mi idea de que cada músico pudiera tocar en la tonalidad que se le antojara. En mis bandas, no me importaba que los músicos tocaran en la clave que quisieran, lo que me importaba es que tocaran conmigo. No quería que me siguieran, quería que se siguieran a sí mismos”, decía Coleman en alguna entrevista.
  Esta heterodoxia lo llevó a extremos tan arriesgados como delirantes, hasta crear un nuevo y provocador lenguaje dentro del jazz. Que lo llamaran anti-jazz no era algo que le molestara, todo lo contrario. Tenía vocación de apóstata.
  Muchos discos grabó a lo largo de su carrera, pero su álbum fundamental y el que encierra todo su espíritu herético y heterodoxo es el extraordinario The Shape of Jazz to Come de 1959, editado por Atlantic Records, y que ya desde su mismo título posee una arrogancia desafiante, como si el músico se encontrara seguro de estar estableciendo las bases de lo que sería el jazz en el futuro, un jazz libre de protocolos y ataduras. En ese trabajo se encuentra el Ornette Coleman en estado puro, a sus escasos y vigorosos veintinueve años, al lado de Don Cherry y de esa gran sección rítmica conformada por Charlie Haden en el bajo y Billy Higgins en la batería. Temas como “Lonely Woman”, “Peace”, “Focus on Sanity” o “Congeniality” muestran lo que habría de ser el free jazz que seguirían músicos como Eric Dolphy, Pharoah Sanders, David Murray y Sun Ra.
  Ornette Coleman, el hombre que reescribió el jazz, el innovador, el revolucionario, el nihilista, falleció en Manhattan, ya octogenario, de un paro cardiaco. Su sax alto queda para la posteridad en varias decenas de álbumes y otro tipo de grabaciones. En cuanto a su legado, instrumentistas actuales como John Zorn y otros lo tienen más que absorbido. Por fortuna.

(Publicado este mes en la revista Nexos)

martes, 27 de octubre de 2015

Saúl Hernández y Kalimán


Llega a mi buzón de correo electrónico un boletín de prensa de quienes manejan las relaciones públicas (¿errepés les dicen?) de Saúl Hernández, para promover (jamás emplearé el horrendo verbo promocionar) la canción “Kalimán” (juro que así se llama), contenida en su nuevo álbum Mortal (que si así está todo el disco, pues sí que la cosa está mortal).
  Busco la susodicha canción (jamás emplearé la palabra rola) en YouTube y la escucho. Musicalmente, suena a composición de los Caifanes. Es decir que parece grabada hace veinte años. Pero la letra, ¡oh, Solín, la letra!
  No sé si está hecha en serio o si Hernández decidió recurrir al humor… o si este de plano es involuntario. A las pruebas me remito, mediante la cita puntual de algunos fragmentos (las cursivas entre paréntesis son responsabilidad mía).
  “Siempre quise creer en alguien que cambiara la forma molecular de la ilusión y la realidad (¿cómo se cambia la forma molecular de la ilusión? Misterio científico) / Siempre quise creer en alguien que cruzara el mundo a pie y transformar la Tierra en una esfera inmortal (¡loor al peatón!, aunque no sé cómo pueda hacer para que nuestro planeta jamás desaparezca, algo que sucederá tarde o temprano. ¿A golpe de patín?) / Kalimán, tu paciencia me desangra (¿?) / Kalimán, tu serenidad me alarma (¡ah caray, ¿y como por qué, si es su principal atributo?!) / Kalimán, hazte real y líbranos del mal (¿Amén?) / Nunca creí en invocar a un héroe inmaterial (bueno, en la historieta el buen Kali era de carne y hueso) / para exhumar mi furia y frustración nacional (aquí salió el peine: es una canción de protesta…, creo) / Nunca creí que un día yo dejara de creer y permutar a mil políticos por Kalimán (¿eso incluye a los de todos los partidos o sólo a los del eje del mal PRI-PAN-PRD?)”.
  Insisto en que no sé si la canción es en broma o si tanto con ésta como con el disco entero estemos frente a un trabajo con el cual hay que tener –diría el viejo Kalimán de las historietas y las radionovelas– una buena dosis de serenidad y paciencia.
  Que Solín lo perdone.

(Publicado en Milenio Diario)

viernes, 23 de octubre de 2015

The Rolling Stones - Let It Bleed (1969)


Si bien Brian Jones participó en dos cortes de este disco, la verdad es que puede considerarse como una obra posterior al malogrado músico. De hecho, Jones murió varios meses antes de que Let It Bleed (la respuesta irónica del grupo al Let It Be beatle) apareciera en el mercado.
  Haciendo a un lado este dato fúnebre, estamos ante un trabajo fuera de serie, el segundo de la enorme tetralogía stone de 1968-1973. Con su nuevo guitarrista, el joven y talentoso Mick Taylor de extracción Bluesbreakers, los Stones llevaron más lejos la propuesta bluesera-roquera-country planteada en Beggars Banquet (1968) y lograron hacer un plato verdaderamente lleno de exquisiteces. Desde el primer corte, con esa explosión que es la contundente “Gimmie Shelter”, resulta claro que estamos en presencia de algo grande. Se trata de un tema lleno de fuerza apocalíptica, gracias a las poderosas (¿ominosas?) guitarras, la ambigua letra catastrofista y, muy especialmente, por la escalofriante voz de la cantante Merry Clayton, quien alcanza registros sobrehumanos. Otra cumbre del disco es “Midnight Rambler”, esa inquietante saga de un asesino en serie (el estrangulador de Boston, al parecer) que en constante crescendo alcanza una intensidad inspospechada. “Live with Me”, por otro lado, es un tema trascendente por varios motivos, muy especialmente por ser la primera pieza que Mick Taylor grabó con los Stones, luego de la partida de Brian Jones, y por ser asimismo la primera ocasión en que el quinteto empleaba al saxofonista Bobby Keys, quien los acompañaría en varias aventuras musicales más. Los pianos, por su parte, fueron tocados por Nicky Hopkins y Leon Russell, en tanto que la característica y potente introducción del bajo es obra de Keith Richards. Por su parte, “You Can’t Always Get What You Want” se convirtió en todo un  himno generacional, gracias a su estructura ascendente y a la intervención del Coro Bach de Londres. Otros grandes temas del disco son “Love in Vain” de Robert Johnson, la hermosa “You Got the Silver” (cantada inusualmente por Richards) y la homónima y singular “Let It Bleed”. Un gran trabajo.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared dedicado a los Rolling Stones y publicado en mayo de 2004).

martes, 20 de octubre de 2015

El síndrome de Bono


El que músicos y cantantes de diversos géneros se adhieran a alguna causa política o social nada tiene de novedoso. Pete Seeger apoyaba la lucha de los granjeros pobres de los Estados Unidos y muchos fueron los intérpretes de música soul que pelearon por los derechos civiles de los negros en la década de los sesenta. John Lennon fue un crítico tan acérrimo de la guerra que el FBI lo mantenía bajo vigilancia. Más tarde vendría Bob Geldof con su Live Aid y, de dos décadas para acá, Bono, el vocalista de U2, es una especie de emblema del músico políticamente correcto que pelea por “las buenas causas”.
  Qué tanto de sinceridad y de hipocresía hay en cada uno de los personajes de la música que adoptan distintas causas es cosa que sólo ellos saben. Neil Young parece auténtico en su feroz combate contra Monsanto, la empresa alimentaria que trabaja con alimentos transgénicos. Bono y Geldof también parecen auténticos en sus diversas iniciativas misioneras, aunque de pronto haya quienes las pongan en duda.
  En México, Maná lleva años con su discurso ecologista que usted puede creer o no y desde el surgimiento del EZLN, en 1994, varios grupos de eso que se sigue llamando el rock mexicano se volvieron súbitamente politizados (lo que en buen cristiano significa que se volvieron repetidores de consignas políticas en sus presentaciones públicas). Algunos eran sinceros y congruentes (¿cómo dudar de la militancia de una Rita Guerrero?), pero la mayoría buscaba los beneficios publicitarios, económicos y de difusión que otorgan la corrección política y el disfraz de progresista. Esto se ha mantenido hasta hoy y sólo los nombres de las causas han cambiado: “fraude electoral”, “Si no votas, cállate”,  “#Yosoy132”, “Ayotzinapa”, entre otras. Sé de dos o tres músicos nacionales que mantenían una actitud sanamente crítica y distante frente a ello y que de pronto y de la manera más oportunista, hoy se ostentan como “compas” y “ayotzis”. Eso sí: les va bien en sus tocadas con el sector progre y no les falta chamba.
  Es el síndrome de Bono, muy bien aprovechado en este México que a muchos les duele…, aunque no en el bolsillo.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

sábado, 17 de octubre de 2015

The Beatles "A Hard Day's Night" (1964)


Homónimo de la película dirigida por Richard Lester, A Hard Day’s Night es el primer álbum de los Beatles cuyo material fue completamente escrito por ellos, más concretamente por John Lennon y Paul McCartney. Se trata de una colección de trece cortes estupendos, grabados un poco a las carreras debido a la intensidad de las actividades que el grupo estaba teniendo en aquellos días enloquecidos. Sin embargo, el disco no muestra irregularidad alguna. Por el contrario, la producción de George Martin logró una gran concreción y una unidad espléndidamente balanceada, para crear uno de los grandes álbumes de la música pop de la historia.
  Desde la inicial “A Hard Day’s Night” se nota que la evolución musical del conjunto no sólo iba en progreso sino que lo hacía de manera cada vez más avanzada. Cierto que la temática de las letras seguía siendo en su mayor parte de tipo amoroso y juvenil, pero ya había en las palabras algo de ironía agridulce e incluso de agresividad. Así, al lado de piezas relativamente bobaliconas aunque muy bellas, como “I’m Happy Just to Dance with You” o “I Should Have Known Better”, coexistían composiciones de más filo y rabia como “Can’t Buy Me Love”, “I’ll Cry Instead” y “You Can’t Do That”, uno de los temas más injustamente subvalorados de los Beatles y en el que John Lennon no sólo tocó su primer solo de guitarra, sino que cantó con una hondura y un desgarramiento sólo comparables a los de un Wilson Pickett o un Otis Redding.
  Mucho del sonido del cuarteto en este disco se debe a la guitarra de doce cuerdas que usó George Harrison en varios de los cortes y que influiría de manera determinante en grupos como los Byrds y otros de la costa oeste norteamericana. Canciones también memorables de A Hard Day’s Night son “Any Time at All”, las preciosas baladas “If I Fell” (de Lennon) y “And I Love Her” (de McCartney), la melancólica “I’ll Be Back Again” con la que se cierra el disco y otra muy poco apreciada joya: “Things We Said Today”.
  Es este un trabajo casi perfecto, la obra que marcó el pináculo de los primeros años de los Beatles.

(Reseña que escribí originalmente en el Especial No. 8 de La Mosca en la Pared, en febrero de 2004)

martes, 13 de octubre de 2015

¿Quién teme a Diane Coffee?


De pronto uno se mete a explorar en internet, en busca de música nueva e interesante, y puede toparse con sorpresas más que agradables. Por ejemplo, Diane Coffee.
  Diane Coffee no es el nombre de una mujer sino del proyecto personal de Shaun Fleming, baterista del peculiar grupo angelino Foxygen, quien en 2013 ya había grabado un primer álbum muy interesante: My Friend Fish. Se trataba de una obra más bien austera, varios de cuyos cortes fueron grabados con un teléfono celular. En cambio, Everybody’s a Good Dog (Western Vinil Records, 2015) es todo lo contrario: una obra suntuosa, exultante, grandilocuente, ambiciosa, extravagante, deliciosamente pretenciosa.
  ¿A cuál género pertenece este disco? A muchos y a ninguno en particular. Hay aquí desde pop sesentero y psicodelia hasta música soul, funk, reggae y una deuda muy grande con el glam de los setenta. Por tanto, puede rastrearse la huella de múltiples influencias concretas: David Bowie, T. Rex, el sonido Motown, The Association, Smokie Robinson, pero también los Flaming Lips, Of Montreal, The Polyphonic Spree, Ariel Pink’s Haunted Graffiti y el propio Foxygen.
  Everybody’s a Good Dog (qué buen y ambivalente título) es un trabajo variadísimo en el que participan muchos músicos invitados. Las canciones varían entre sí en sonido, estilo e instrumentaciones. Los arreglos son extraordinarios y la producción impecable. Si existe una unidad, un hilo conductor, este se encuentra en las cualidades como compositor del propio Fleming, quien además posee un rango vocal que va de un timbre casi femenino a la voz de un crooner y de los alcances de un cantante de rock setentero a, como dice el reseñista estadounidense Tim Sendra, los cantos de un marinero borracho.
  Difícil resulta destacar alguna de las once canciones que conforman el álbum, pero si hay que hacerlo, yo mencionaría “Spring Breathes”, “Mayflower”, “Down with the Current”, “Duet”, “Not That Easy”, “I Dig You” y “Too Much Space Man”.
  Un estupendo disco, un gran descubrimiento que no dudo en recomendar con entusiasmo.

(Publicado en Milenio Diario)

domingo, 11 de octubre de 2015

A Night at the Opera (1975)


La obra maestra de Queen, su disco por antonomasia. Todo lo más excelso del grupo se encuentra reunido en este álbum cumbre. Con un título obviamente referido a la para muchos mejor película de los Hermanos Marx (filmada en 1935 bajo la dirección de Sam Wood), A Night at the Opera puede contener cualquier clase de excesos, pero la banda supo manejarlos sin caer jamás en demasías y manteniéndose siempre al filo de la navaja, en los límites entre lo ridículo y lo sublime. Es claro que lo que salva a Una noche en la ópera es su sentido del humor, su irónica manera de no tomarse las cosas en serio y lanzarse a fondo en todas direcciones con afortunado tino. Esto no quiere decir que sea un disco realizado al vapor. Por el contrario, se trata de su trabajo mejor producido hasta ese momento, con un sonido impecable, arreglos guitarrísticos y vocales extraordinarios y un sentido melódico excelso. Canciones como la emotiva “’39”, la metalera “Death on Two Legs”, la bucólica “Lazing on a Sunday Afternoon”, la bellísima “You’re My Best Friend” y la progresiva “The Prophet’s Song” conforman un marco esplendoroso para la épica, suntuosa, aparatosa, hiperbólica, rimbombante y genialmente pretenciosa mini rock ópera “Bohemian Rhapsody”, el equivalente en Queen a lo que fue “Stairway to Heaven” en Led Zeppelin (de hecho, A Night at the Opera viene siendo un Queen IV). La joya de la corona de la reina.

(Reseña publicada en el No. 13 de los especiales de La Mosca en la Pared, en diciembre de 2004)