lunes, 12 de noviembre de 2012

Motown y la época de oro de la música del alma


1959. Detroit, Michigan. Ciudad industrial del medio oeste de los Estados Unidos de América. Muy alejada de los puntos neurálgicos de la música negra. El delta del Mississippi, Memphis, Nueva Orleans, St. Louis se miran remotos desde Motor Town, la urbe septentrional en donde la industria automovilística florece en medio del frío, la humedad y la grisura. Fabricas, talleres de ensamblaje, autos que son construidos en serie en pleno auge económico de la postguerra. Ruido de factorías. Compás mecanizado. Rumor de motores. Capitalistas poderosos que no vislumbran la lejanísima crisis que cincuenta años más tarde pondrá a sus compañías al borde de la quiebra o en la quiebra misma. Ford, Chrysler, General Motors. Poderosa trilogía que se alimenta de una mano de obra multirracial, multifacética, de una clase obrera pujante pero empobrecida. Detroit, Michigan. Motor Town. Ciudad ajena a los algodonales sureños y sus antiguos esclavos, mas con la misma palpitación cardiaca, palpitación de los nuevos trabajadores, muchos de ellos negros que es decir gente con alma de blues que es decir entes con alma de rhythm ‘n blues que es decir seres con alma de soul.

Afroamericano de origen, Berry Gordy Jr. había nacido en aquella misma Detroit treinta años atrás, el 28 de noviembre de 1929, en plena época de la depresión. Hijo de un contratista homónimo y de una vendedora de seguros, desde muy pequeño mostró dos vocaciones: la del mundo de los negocios y la de la música. En esta última destacó a temprana edad, pues aún niño ganó un concurso de composición con el tema “Berry´s Boogie¨. Para entonces ya tocaba algo de piano y de clarinete. Sin embargo, su vida dio un giro cuando, al salir de la secundaria, decidió convertirse en boxeador. Entre 1948 y 1951, llegó a combatir en quince peleas, de las cuales ganó doce. Parecía que el joven Gordy Jr. tenía por delante una prometedora carrera pugilística, hasta que el ejército se atravesó en su camino. Fue reclutado en la armada estadounidense y enviado a la guerra de Corea, de la que salió ileso y pudo regresar en 1953. Desinteresado en volver al boxeo, con el dinero que había reunido por su paga como soldado abrió una tienda de discos a la que llamó Three-D Record Mart y en la que dio preferencia a los álbumes de jazz de sus músicos favoritos, como Stan Kenton, Thelonius Monk y Charlie Parker. Para su  desgracia, el negocio no tuvo éxito y quebró casi tan rápido como fue instalado. Lleno de decepción, Gordy Jr. trabajó un tiempo para su padre y más tarde en los talleres de la Ford Motor Company. Pero la música seguía ahí, en su cabeza y en su alma, y en sus tiempos libres no dejaba de escribir canciones. La suerte empezó a estar de su lado cuando varios grupos y cantantes locales comenzaron a incluir algunas de esas composiciones en su repertorio y la disquera Decca le compró varias de ellas, como “Reet Petite” y la hoy clásica “Lonely Teardrops”, popularizada por Jackie Wilson and the Matadors. El imberbe autor pudo haberse conformado con el pago de sus temas, pero de vocación negociante al fin y al cabo, no tardó en darse cuenta de que las verdaderas ganancias no eran para los compositores sino para quienes adquirían los derechos de las melodías. Fue entonces que decidió ser el dueño de sus canciones … y de las de otros. Aconsejado por un amigo adolescente que empezaba a destacar como vocalista y que respondía al nombre de William Robinson –Smokey, lo apodaban sus compinches–, Barry Gordy Jr. consiguió setecientos dólares de su padre y con ellos fundó en 1959 su propia compañía disquera. La llamó Tamla Records y un año después mutó su nombre a Motown Records, en honor a la ciudad de Detroit, la famosa Motor Town. Fue la primera empresa discográfica cuyo único dueño era de raza negra y significó un paso importante para la difícil y conflictiva integración racial que comenzaría a darse a partir de los años sesenta.

Hay de música soul a música soul. A fines de los cincuenta, la ciudad de Memphis, en Tennessee, era la meca del género. En 1957 había sido fundada ahí –en la modestia de un garage casero– la discográfica Satellite, que al poco tiempo pasaría a llamarse Stax Records y se convertiría en la principal rival de la Motown de Detroit. Ambas grabarían principalmente música soul –aunque Stax incluiría en su repertorio también a artistas de blues y rhythm n’ blues (R&B) –, pero con una notoria diferencia estilística: mientras Stax apostaba por un estilo crudo, áspero, agresivo, grasoso, directo (raw soul se le llegó a denominar), consumido en su mayor parte por un público negro, Motown iba hacía un soul ligeramente más pasteurizado, más blanqueado, más comercial. Lo que en Stax era una inclinación por el ritmo y el sudor, en Motown fue un énfasis en la melodía y el sabor acaramelado. Sentimiento y alma había en ambas casas, un sentimiento y un alma igualmente auténticos y profundos; pero desde un punto de vista artístico, las orientaciones fueron distintas. Era como una competencia entre el sur profundo y cerrado en sí mismo y el norte más abierto y cosmopolita. Por eso el público blanco en general aceptó sin demasiados regañadientes a los músicos de Motown, en tanto que los de Stax –con algunas pocas excepciones– permanecieron confinados durante largos años a las listas del R&B, prácticamente exclusivas de la gente negra. Fue el caso de artistas espléndidos como Rufus y Carla Thomas, Booker T. & the MGs, The Mar-Keys, William Bell, Sam and Dave, Wilson Pickett, Otis Redding y Aretha Franklin, entre muchos otros que tardaron demasiado tiempo en ser reconocidos.

Motown Records se instaló originalmente en una casa situada en el boulevard West Grand de Detroit, casa conocida popularmente como Hitsville U.S.A. Barry Gordy Jr. dormía con su esposa en turno en el segundo piso, mientras que los estudios de grabación se encontraban en la planta baja. Su primera grabación fue el tema “Shop Around”, compuesto e interpretado por Smokey Robinson, el joven amigo de Gordy Jr., acompañado por el grupo vocal The Miracles. Era 1960. La canción tuvo un éxito tan inmediato como sorpresivo y vendió más de un millón de copias. No había duda de que el antiguo boxeador y soldado había dado por fin en el clavo. Más de cien sencillos producidos por Motown habrían de alcanzar el primer lugar en las listas de popularidad de los Estados Unidos y eso incluía a las del público anglosajón. Entre ellos podemos mencionar a piezas hoy tan populares como “Please Mr. Postman”, “Reach Out, I'll Be There”, “My Girl”, “Stop! In the Name of Love”, “For Once in My Life”, “How Sweet It Is to Be Loved by You”, “I Heard It Through the Grapevine”, “Dancing in the Streets”, “Baby Love”, “I Want You Back” y “I'll Be There”.

Gran parte del éxito de Motown se debió a que Barry Gordy Jr. supo rodearse de la gente idónea, sobre todo en la parte creativa. Tuvo a grandes productores –entre ellos al propio Smokey Robinson–, pero sobre todo a un equipo de magníficos compositores encabezado por Brian Holland, Lamont Dozier y Norman Whitfield, quienes se convirtieron en verdaderos fabricantes de éxitos para el elenco de la casa disquera. Ésta comenzó a crecer y a diversificarse y no tardó en tener oficinas en Nueva York y Los Ángeles. Por desgracia, no todo fue terso en la relación entre Gordy Jr. y sus estrellas. Gente como Gladys Knight, Diana Ross o los Jackson 5, entre otros, no soportaron la tiranía de su estricto patrón y abandonaron la nave. Lo mismo harían más tarde Holland, Dozier y Whitfield. Las cosas empezaron a marchar mal y aunque aguantó así todavía varios años, el empresario terminó por vender Motown a la gigantesca MCA (hoy Universal Music). El viejo edificio en Detroit donde se instalara el primer estudio de la disquera fue convertido en el Museo Motown y hoy puede ser visitado por los turistas. Actualmente, a los 83 años de edad, Barry Gordy Jr. está prácticamente retirado y su nombre se encuentra inscrito desde 1990 en el Salón de la Fama del Rock and Roll. Felizmente, alcanzó a ver cómo lo que fue el sueño y la realización más importante de su vida rebasó su primer medio siglo de existencia. Pura y absoluta música soul.

(Publicado en el No. 105 de la revista Marvin)

lunes, 5 de noviembre de 2012

Cridens contra bitles


Siempre he sostenido que el arte no es una cuestión de competencia. Quien pinta un cuadro, escribe una novela, redacta un poema, esculpe una figura o compone una sinfonía debe hacerlo, pienso yo, a manera de expresión personal, sin más finalidad que la de externar, de manera auténtica y desinteresada, lo que tiene dentro de sí mismo.
  Tal vez se trate de una posición utópica o, peor aún, ingenua… y viéndolo bien, creo que lo es. Porque en el mundo real, en este mundo signado por la lucha del hombre contra el hombre (hombre en su acepción de ser humano, se entiende), en este mundo en el cual la idea de competencia y de ser “el mejor” se les enseña a muchos desde pequeños, el arte, por desgracia, no puede permanecer ajeno a ello. Por eso, el ideal del artista a quien sólo le interesa expresar lo que hay en su interior ha caído en desuso desde hace… ¿siglos?
  Decía Cioran que cinismo es ver las cosas como son y no como quisiéramos que fuesen. Desde ese punto de vista, tengo que aceptar, así sea a regañadientes, que hoy día el arte de la música es un terreno muy competido. Demasiado tal vez.
  Este sentido de competencia, inducido o no por los convencionalismo sociales y por la educación misma, ha sido fomentado por la industria musical y ello se ve claramente, por ejemplo, en la existencia de las famosas listas de popularidad. Los medios y las empresas disqueras sobre todo, aunque también los propios músicos, buscan a como dé lugar la posibilidad de alcanzar los primeros lugares en esas listas. Para ello, la mayoría se olvida de escribir canciones como un medio de expresión artística y trata de conseguir que sus composiciones tengan ganchos comerciales, que posean coros pegajosos y letras simples que puedan quedar en el consciente o, mejor todavía, en el inconsciente de quienes las escuchan. El público se convierte así en un mero receptor pasivo de melodías simples y repetitivas que comprará con oligofrénica alegría.
  Por supuesto que para llegar a los sitios más altos de esos hit parades se da una competencia feroz, en la que se olvidan escrúpulos, amistades y purezas artísticas. Hay que competir para ganar, para vender. El arte se transforma así en mera mercancía y pierde su esencia más preciada.
  Cuando era un adolescente, allá a fines de los años sesenta del siglo pasado, algunas estaciones de radio en AM solían producir programas en los cuales ponían a competir a algunos grupos de rock, contrastando a unos contra otros. Los más famosos fueron quizás el de Beatles contra Monkees en Radio Éxitos y el popularísimo Creedence contra Beatles (o Cridens contra bitles) de Radio Capital, en los que los radioescuchas llamaban por teléfono a la estación para votar por su agrupación favorita y ver cuál era la ganadora al final de la emisión. “¿Bueno, por quién votas?”, era la frase clásica de los locutores al responder las llamadas. Hasta donde recuerdo, nunca marqué para emitir un voto. Al menos eso espero.
  Este burdo ejemplo de competencia muestra hasta dónde puede llegar la estupidez de ese concepto. La mera idea de contraponer, de contrastar a un artista frente a otro resulta por demás absurda. No obstante, esto se ha dado incluso en la literatura barroca española (Góngora contra Quevedo) o en las artes plásticas mexicanas (muralistas contra pintores de caballete), por mencionar tan sólo un par de ejemplos culteranos.
  El síndrome del Cridens contra Bitles permanece también en el rockcito nacional (habría que ver la mala sangre que existe entre muchos músicos mexicanos al referirse en forma déspota a sus “competidores”) y no se ve que vaya a desaparecer algún día.
  El contraste puede ser positivo, cuando se usa para comparar diversas situaciones en busca de alguna conclusión. Pero si se utiliza como pretexto para impulsar la competencia salvaje, puede llegar a convertirse en un arma perversa. Así las cosas en este nuestro querido mundo.
  Bueno, ¿y usted por quién vota?

Mi columna "Bajo presupuesto" de este mes en la revista Marvin.

martes, 30 de octubre de 2012

Inditos con sintetizadores


Leo diversas y disparadas (y en algunos casos disparatadas) reseñas acerca del nuevo disco de Café Tacuba (siempre me he negado a escribir el segundo nombre con “v”) y la gran mayoría de ellas coincide en calificarlo como la octava maravilla del universo (hay quienes –¡lo juro! – llegan a compararlo con Radiohead y hasta con los Beatles, lo cual es un imperdonable despropósito).
  Pero en fin: he escuchado El objeto antes llamado disco (Universal, 2012) y lo primero que se me ocurre decir es que no cabe duda de que en tierra de ciegos, el tuerto es rey. En un año en el cual no ha habido un solo buen disco de rock hecho en México, resulta lógico que la reciente obra de Café Tacuba resalte como flor en el bordo de Xochiaca. Pero ya de ahí a decir incluso que es el mejor grupo mexicano de todos los tiempos, me resulta por completo absurdo (¿o es que nunca han oído a La Barranca, a Santa Sabina, a El Personal?).
  Estamos ante un álbum medianamente interesante, con una decena de canciones de irregular calidad, cuyos arreglos se basan en el uso de sintetizadores y cajas de ritmos, para ofrecer una obertura mocha y con fallidos falsetes (“Pájaros”), tres temitas intrascendentes (“Andamios”, “Yo busco”, “Tan mal”), una tonada simpática con reminiscencias rítmicas de los concheros de Coyoacán (“Espuma”), una especie de homenaje involuntario (¿o voluntario?) a la escalofriante Tigresa del Oriente (“Olita del altamar”), un aceptable rockcito a la chilena que recuerda a Los Tres (“Aprovéchate”) y tres composiciones realmente buenas: las dramáticas “De este lado del camino” y “Volcán” (ambas con descensos armónicos en tonalidad menor) y el que a mi modo de ver es el mejor corte del disco: “Zopilotes”, un tema muy interesante en su letra y en su música (excelente arreglo à la The xx).
  Se dice que con este trabajo Café Tacuba regresa a sus orígenes, mismos que recuerdo como una especie de neo Xochimilcas o de clasemedieros de Ciudad Satélite disfrazados de “inditos”. De ser así, con El objeto antes llamado disco serían de nuevo “inditos”…, pero esta vez con sintetizadores.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de Milenio Diario)

miércoles, 29 de febrero de 2012

¡Aún existen los Cranberries!


Mi amiga Lorna López no sólo es seguidora apasionada de los Cranberries: es también la voz principal de la única banda-tributo mexicana dedicada a tocar la música de la agrupación irlandesa capitaneada por Dolores O’Riordan. El grupo en cuestión se llama Yellow Skies y acaba de cumplir un año de existencia.
  Menciono lo anterior porque, como mucha gente, hasta hace poco yo pensaba que los Cranberries habían desaparecido y eran cosa del pasado, dignos de ser recordados por un puñado de excelentes canciones, una actitud sociopolítica más o menos congruente y una indudable calidad artística. Sin embargo, he aquí que estos irlandeses han vuelto a ser cosa del presente y lo demuestran con su flamante Roses (Downtown, 2012), un álbum con el cual regresan después de más de diez años de ausencia discográfica (su anterior plato, el aceptable Wake Up and Smell the Coffee, data de 2001).
  El sonido de los Cranberries es perfectamente reconocible. Sus guitarras rítmicas muy en la vena jangle de The Byrds o The Smiths, sus atmósferas cercanas al dream pop, su toque de música celta y, sobre todo, la soberbia e inconfundible voz de O’Riordan hacen de su estilo un hito, aunque siempre con el riesgo de volverse pretenciosos o, peor aún, repetitivos y aburridos (cosa que sucedió, por ejemplo, en To the Faithful Departed de 1996 o en Bury the Hatchet de 1999).
  No es el caso de Roses, por fortuna. Si bien el plato es como un retorno a los viejos tiempos del Everybody Else Is Doing It So Why Can’t We?, su excelente disco debut de 1993, no se trata de un retroceso, sino de una recuperación de las mejores cualidades musicales de la banda, algo que se puede percibir al escuchar canciones tan buenas como la abridora “Conduct”, la preciosa “Tomorrow”, la intensa “Raining in My Heart”, la poderosa “Schizophrenic Playboy”, la deliciosa “Waiting in Walthamstow”, la desafiante “Show Me” o la concluyente y elegante “Roses” (“La vida  es un jardín de rosas / Rosas que se marchitan y mueren…”).
  Sí, los Cranberries aún existen… y se trata de una buena noticia.

(Publicado hoy en Milenio Diario)