miércoles, 27 de junio de 2018

El día que Syd Barrett recibió tarjeta roja


Pocos son los músicos que llegan a trascender con tanta fuerza dentro de una agrupación, a pesar de sólo haber participado de lleno en su primer disco. Esto resulta especialmente cierto cuando hablamos de agrupaciones grandes y trascendentes y sobre todo cuando nos referimos a Pink Floyd.
  Syd Barrett, fundador de este mítico cuarteto inglés, sólo intervino de manera decisiva en su primer álbum, el fantástico The Piper at the Gates of Dawn de 1967, una de las cumbres de la psicodelia primigenia. Se sabe que el título del disco fue tomado de un capítulo del libro favorito del propio Barrett cuando era niño: The Wind in the Willows (El viento en los sauces) de Kenneth Grahame, lo cual explica la gran cantidad de elementos fantasiosos, colores brillantes, apuntes mitológicos y detalles infantiles, algo así como una mezcla entre J.R.R. Tolkien y Walt Disney, pero todo ello visto a través de los perceptivos y psicodélicos lentes del LSD. Las composiciones de Barrett van de las canciones pop ácidamente lisérgicas a piezas largas en las cuales hay extensas instrumentaciones a manera de metáforas sobre viajes alucinógenos. En el primer caso están piezas como “Astronomy Domine” y “Lucifer Sam”, mientras que “Insterstellar Overdrive” entra de lleno en lo que alguna vez se llamó rock-espacial.
  Para el crítico Steve Huey, The Piper at the Gates of Dawn captura con éxito los dos lados de la experimentación psicodélica: “Por un lado, los placeres de la percepción y la expansión mental y por el otro, los desórdenes cerebrales que podían convertir al individuo en lunático”, algo que poco tiempo después le sucedería al propio Barrett, quien debido precisamente a ello hizo con este trabajo su debut y despedida como integrante de Pink Floyd.
  ¿Por qué debió abandonar la nave pinkfloydiana este gran músico a quien muchos siguen considerando como un genio? A lo largo de aquel 1967 y más aún en 1968, la conducta de Syd Barrett se fue haciendo cada vez más errática y difícil. El exceso en el uso de drogas químicas, muy especialmente el LSD, aunado a una creciente esquizofrenia, hacía que el joven músico pasara de estados de ánimo llenos de extrovertida vitalidad y amistosa alegría a otros en los cuales caía en la depresión o la agresividad. Constantes alucinaciones, desordenes en el lenguaje, pérdidas temporales de memoria, cambios radicales de humor e incluso alarmantes lapsos catatónicos hacían ver que cada vez se perdía más en un laberinto que parecía no tener salida. Y no la tuvo.
  Contaba en aquellos días el hoy finado tecladista del cuarteto, Rick Wright, que Syd desapareció durante un fin de semana sin que nadie supiera en dónde se encontraba. Cuando regresó, “era una persona completamente distinta”. De pronto, dejaba de reconocer a las personas, por más cercanas que fueran. En ocasiones, no sabía en qué lugar se encontraba. En el escenario se volvió una calamidad. Hubo ocasiones en las que sólo tocó un acorde de su guitarra a lo largo de un concierto y otras en que ni siquiera puso la mano en las cuerdas. En cierta ocasión, mientras Pink Floyd interpretaba “Interstellar Overdrive” en el Fillmore West de San Francisco, Barrett comenzó a desafinar intencionalmente su instrumento, cosa que daba gracia a algunos espectadores, pero preocupaba seriamente a sus compañeros. Dentro de esa misma gira, durante una entrevista de televisión, al preguntársele algo, se quedó mudo, ausente, con los ojos mirando al vacío y sin mover los labios.
  Las cosas iban mal. Cuando el grupo regresó a Gran Bretaña, después de la gira por Estados Unidos, el guitarrista David O’List, del grupo The Nice, fue llamado para reemplazar a Barrett mientras éste “se recuperaba”. Sin embargo, esto no ocurría y a finales de 1967, un amigo de Syd llamado David Gilmour entró a Pink Floyd que por breve tiempo se convirtió en quinteto.
  Fueron pocos los conciertos con esa formación. Gilmour tocaba cada vez mejor, mientras Barrett se la pasaba cometiendo locuras en el escenario. Era inevitable que a pesar de ser fundador del grupo, tendría que irse.
  El 26 de enero de 1968, Pink Floyd tuvo una presentación en la Universidad de Southampton y los otros cuatro miembros de la agrupación decidieron no avisarle a Syd. Así continuarían, hasta el extremo de no llamarlo tampoco para la grabación de su segundo álbum, el extraordinario A Saucerful of Secrets. Se cuenta que dócilmente, Barrett llegó algunas veces al estudio de grabación y aguardó en la recepción, con la esperanza de ser invitado a participar en el disco. Al parecer, sólo tocó una parte de guitarra en la alucinante “Set the Controls for the Heart of the Sun”.
  El 6 de abril de 1968, Pink Floyd anunció oficialmente que Syd Barrett dejaba de ser integrante del grupo. El diamante loco jamás volvería a tocar con sus amigos y compañeros y así sería hasta su muerte, acontecida en 2006.

(Texto que se me publicó el día de hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

martes, 26 de junio de 2018

La eternidad según La Barranca


En una reciente entrevista, publicada en “El ángel exterminador” de Milenio, al hablar sobre los temas del más reciente disco de La Barranca, su fundador y líder, José Manuel Aguilera, me comentó que “quizás a estas canciones se les pueda encontrar equivalentes con otras que he hecho; sin embargo, creo que las maneras son nuevas. Hay otro tipo de construcciones formales, otros procesos de composición, otras búsquedas respecto a cómo decir las cosas”.
  Y es que desde su primer disco, el legendario El fuego de la noche (1996), La Barranca propuso un estilo propio y muy personal (no es un secreto que el grupo es idea de Aguilera y que los muchos músicos que han pasado por el mismo han sido colaboradores de las composiciones de este estupendo autor). La Barranca siempre suena a lo mismo, pero nunca suena igual y esa es una de sus mayores virtudes: haber encontrado un sonido único y singular y evolucionar a partir del mismo, cada vez con mayor calidad y mayor finura.
  Lo eterno (Fonarte, 2018) es el nombre del más reciente álbum de la agrupación. Se trata de un trabajo impactante, con canciones que pueden contarse entre las mejores que ha escrito José Manuel, tanto desde el punto de vista musical como desde el poético.
  Con un grupo de virtuosos músicos que incluye el extraordinario y expresivo piano de Yann Zaragoza, esta colección de once temas nos mete de lleno en las atmósferas al mismo tiempo oscuras y luminosas a las que nos tienen acostumbrados Aguilera y su polifacética guitarra, pero adentrándonos en territorios que desconocíamos y que nos llevan a viajar por parajes mágicos y misteriosos con nombres como “Brecha”, “Ceiba”, “Astronomía”, “Manos”, “Escarabajo” o “Lo eterno”. Pero si hay una pieza perfecta esa es “Cuervos”, síntesis acabada de toda la obra de José Manuel Aguilera. Una canción tan abrumadora y sublime como interminablemente profunda.
  Lo eterno es uno de los grandes discos del que desde hace mucho (y por mucho) es el mejor grupo mexicano de rock. Son ya 22 años de gran música.

(Publicado el día de hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

martes, 19 de junio de 2018

La Barranca contra Zoé


No es que quiera enfrentar a estas dos agrupaciones mexicanas como si se tratara de un partido de futbol, de una guerra o, peor aún, de unas elecciones tan polarizadas como las mexicanas. Lo que sí pretendo sin embargo es comparar dos casos dentro de un contexto lamentable: el del rock que se hace en nuestro país y la manera dispareja, injusta y mercenaria como es difundido y apreciado.
  Ni siquiera equiparo a ambos proyectos. La Barranca me parece infinitamente más importante y trascendente que Zoé desde todo punto de vista y, no obstante, este último recibe mucho más apoyo y atención que el primero por parte de la industria, de los medios y, por ende, del público.
  Tampoco intentaría contrastar a los líderes de los dos proyectos: el talento creativo, la inteligencia y la propuesta artística de José Manuel Aguilera se encuentra años luz por encima de la de León Larregui.
  El caso es que Zoé y La Barranca acaban de poner en circulación sus más recientes álbumes y escucharlos no hace sino corroborar todo lo dicho líneas arriba. Aztlán y Lo eterno son las caras opuestas de una moneda que suele caer siempre de un mismo lado y favorecer en todos los aspectos a la cara ganadora: publicidad, difusión masiva, conciertos en grandes foros, recursos prácticamente ilimitados.
  Se dirá que eso se debe a que uno tiene más posibilidades comerciales y que la cantidad de seguidores entre un proyecto y otro es notorio. Lo masivo por encima de lo “minoritario”. Zoé es para las grandes audiencias y La Barranca es “de culto”. La popularidad manda, así se trate de una popularidad inducida y manipulada.
  Cierto que cada grupo posee un sonido propio. Pero es lo único que los podría relacionar. Fuera de eso, las diferencias resultan notables. Desde un punto de vista dialéctico, significa la lucha entre la música como arte y la música como mercancía. No es algo nuevo, pero sí es lamentable.
  En las dos próximas entregas de estos “Gajes”, analizaré ambos discos por separado y daré mis razones y sinrazones críticas acerca de todo esto.

(Mi columna "Gajes del orificio" de hoy en la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 18 de junio de 2018

Incesticide


Cuando muchos esperaban que después de Nevermind Nirvana reapareciera con otro álbum fuera de serie, Kurt Cobain y compañía lo hicieron…, pero a su modo.
  Incesticide (DGC, 1992), su tercer trabajo discográfico, no fue con toda probabilidad lo que su público y su casa disquera esperaban precisamente. Lejos de salir con una nueva serie de temas producidos por Butch Vig, el grupo prefirió sacar una colección de demos, lados B, covers, cortes guardados y grabaciones para la BBC. Se trata de un disco que compila rarezas y a once años de distancia eso es lo que le da su mayor encanto y valor.
  Si en su momento algunos criticaron a Incesticide por ser una obra oportunista que trató de aprovechar el éxito de su predecesor con piezas de relleno, la distancia permite evaluar las cosas y contemplarlas en su justa proporción. Es por ello que hoy podemos decir que se trata de un álbum interesantísimo, precisamente por su desproporción y falta de unidad conceptual. He aquí al Nirvana anterior a Nevermind, con un sonido más parecido al de Bleach, aunque menos oscuro y con mayor orientación al rock pop.
  En Incesticide pueden conocerse también las raíces setenteras del trío, su amor tanto por el metal de Alice Cooper como por el punk garage de los Stooges, el pop de The Vaselines y el indie rock de Sebadoh. He aquí el espíritu alternativo de Nirvana en su máxima expresión caótica y anticonvencional. Hay temas que pueden considerarse esenciales, como “Dive” –el único producido por Vig–, “Sliver” y la extraordinaria “Aneurysm”, pero también joyas desconocidas como “Beeswax”, “Downer”, “Mexican Seafood” (sic), la cruda “Aero Zeppelin”, la bizarrísima “Hairspray Queen” y su preciosa versión a “Molly’s Lips” de The Vaselines.
  Un disco que debería ser revalorado.

(Reseña publicada en el Especial de La Mosca No. 1, dedicado a Nirvana, en mayo de 2003)

martes, 12 de junio de 2018

Una larga historia de amor


En estos tiempos de división y de odio, de rencores y violencia, no está por demás hablar acerca de una historia de amor y más si se trata de una historia de amor que ha perdurado a lo largo de casi cincuenta años.
  Stephen Stills y Judy Collins, dos leyendas del rock y del folk sesentero y setentero, se enamoraron de jóvenes, durante la apasionante y apasionada década de los sesenta, se hicieron amantes y poco tiempo después rompieron. Cada uno hizo entonces su vida musical y personal por su lado, pero siempre quedaron los rescoldos encendidos de aquella relación, fruto de la cual fue una de las más hermosas y célebres composiciones de Stills: “Suite: Judy Blue Eyes” que se convirtiera en una de las piezas imprescindibles en el repertorio del trío Crosby, Stills & Nash y que es una de las cumbres del mítico álbum triple Woodstock (Warner, 1969).
  Cerca de medio siglo después de aquel frustrado noviazgo, con cada uno de los dos personajes ya instalado en sus setenta y tantos años de edad y con sus respectivas vidas maritales estables, Judy Collins y Stephen Stills decidieron unirse, si no en matrimonio, sí como pareja musical para producir un disco y realizar una gira juntos.
  Everybody Knows (Wildflower, 2017) es el título del álbum de este singular dueto, septuagenario en edades pero aún fresco y juvenil en frescura y estado de ánimo. Aunque apareció a fines del año pasado, he querido rescatarlo porque es una obra llena de elegancia, finura, buen gusto y mucho amor por la música, con temas originales y versiones de canciones de otros compositores (el plato abre con “Handle with Care” de los Traveling Wilburys y aparecen también “Reason to Believe” de Tim Hardin, “Girl from the North Country” de Bob Dylan, “Who Knows Where the Time Goes” de Sandy Denny y, claro, “Everybody Knows” de Leonard Cohen. El resto del material (con canciones tan buenas como “Judy”, “River of Gold”, “Houses”, “Questions” o “So Begins the Task”) lo escriben Stills y Collins, ya sea juntos o por separado. Y no: lamentablemente no viene “Suite: Judy Blue Eyes”.

(Mi columna "Gajes del orificio" de hoy en la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 11 de junio de 2018

Queen II


El disco de las caras blanca y negra. En efecto, así es conocido Queen II (1974) entre muchos de los seguidores de la banda británica. La razón es meramente nominativa, ya que al diseñar el álbum los integrantes del grupo decidieron llamar “blanco” al lado A y “negro” al lado B del vinil. La verdad es que no hay una diferencia notoria entre ambos, ya que en los dos existen lo mismo canciones duras que melodías suaves.
  Queen II es una obra menos glamorosa y más agresiva y pesada que su antecesora. Frente al cúmulo de críticas y las pocas ventas de Queen (1973), Mercury, May y compañía decidieron hacer un producto que pudiera ser mejor aceptado y lo lograron en términos de popularidad (el disco llegó al lugar cinco de las listas en el Reino Unido). A pesar de ello, en el fondo se trata de un álbum más bien hermético, incluso oscuro, una rareza en el contexto de la obra total de Queen.
  La placa incluye varios de los estilos imperantes en aquel momento, desde el heavy metal (“Seven Seas of Rhye”) hasta el rock progresivo (“The Fairy Feller's Master- Stroke”, “The March of the Black Queen”), el rock sinfónico (“Procession”) y las clásicas melodías del grupo (“Nevermore”, “White Queen”), aunque posiblemente el mejor corte de Queen II sea la estupenda “Father to Son”, compuesta por Brian May.
  Un trabajo muy importante del cuarteto inglés.

(Reseña publicada en el No. 13 de los especiales de La Mosca en la Pared, en diciembre de 2004)

domingo, 10 de junio de 2018

La Maldita


¡Ah, esto de los mitos!
  Con el rock mexicano ocurre lo mismo que con el actual cine nacional. De pronto se produce un resurgimiento apantallador, un renacimiento sacado como por arte mágico quién sabe de dónde. Todo mundo habla de ese “nueva” cinematografía azteca y de sus grandes realizadores: que Hermosillo, que Carrera, que Arau, que Estrada, que Novaro. Y todo mundo se refiere también al novísimo rock huehuenche y sus esplendorosas figuras: Caifanes, Café Tacuba, La Lupita. Fobia, La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, etcétera. Parece un milagro que de pronto hayan brotado como por generación espontánea tantos talentos artísticos. Pero tal milagro se diluye apenas los confrontamos con la dolorosa, terca e implacable realidad.
  En cuanto uno ve cintas como La tarea, Danzón, Ángel de fuego, Intimidad y tantas otras, se descubre la verdad: son puras obras de arte, sí, pero del arte de la publicidad, la propaganda, el bluff. Exactamente igual (o peor) acontece con el rockcito mexicano. Escuchar con atención a los grupos mencionados arriba, sobre todo después de haber leído y oído tantas alabanzas y panegíricos acerca de ellos, resulta francamente decepcionante.
  Ya en este espacio me he referido a los Caifanes y Café Tacuba como dos claros exponentes de un rock (¿rock?) engañoso, artificial, digno de aparecer en el Canal de las Estrellas debido a su carácter inocuo, simpático, “positivo”. Ello a pesar del aspecto disfrazadamente provocador de sus intérpretes. Poco importa que aparezcan con los cabellos parados y vestidos como negros cuervos posmos o ataviados con huaraches y calzón de manta. El hecho es que no molestan a una sola de las buenas conciencias que día con día se plantan frente al televisor para disfrutar de las telenovelas y de Chespirito.
  El caso de La Maldita Vecindad no es de manera alguna distinto. A pesar de su origen contestatario (es un decir), cuando tocaban en las marchas del CEU o del PRD. hoy se presentan a chacotear sin rubor con el frustrado ex candidato a diputado del PRI, Paco Stanley. En su programa, el locutor se mofa de ellos, los hace repetir idioteces y los pone a simular que tocan, mientras suena el play back y un séquito de chamaquitas histéricas grita al igual que lo hace ante Magneto, Mijares o Los Temerarios. Claro, si todos son harina del mismo costal.
  Tal vez lo anterior podría obviarse si La Maldita tocara música realmente valiosa y enriquecedora, pero ni siquiera. Su más reciente disco (El circo, 1991) es exactamente eso: un revoltijo circense en el que lo mismo hacen flacos homenajes a Tin Tan que arreglos espantosos a la de por sí espantosa canción “Querida”, de Juan Gabriel o composiciones tropicaleras en las que el rock brilla por su ausencia. Y cuando hablo del rock, me refiero  sobre todo a su esencia, su espíritu, su alma, algo que al parecer los actuales grupos “roqueros” desconocen o desprecian sin más.
  El “nuevo rock mexicano”, como el “nuevo cine”, resulta un mito tan falso como nuestra legalidad electoral. Y es que, a final de cuentas, no son sino productos de un mismo sistema y se amoldan perfectamente a él.

(Publicado en mi columna “Bajo presupuesto” de la sección cultural del diario El Financiero, el 3 de septiembre de 1992)

miércoles, 6 de junio de 2018

Deep Purple In Rock


In Rock (1970) es una de las tres obras maestras de Deep Purple. Ya con la Mark II en pleno –sin duda la mejor formación que jamás tuvo el grupo, con Ian Gillan en la potentísima voz y Roger Glover en el más que preciso bajo, aparte de los fundadores Ritchie Blackmore, Jon Lord y Ian Paice–, la banda fue capaz de producir un álbum sin fisuras, con grandes composiciones y prácticamente orientado hacia el rock duro (incluso “Child in Time”, a pesar de ciertos toques progresivos en el arreglo, es una pieza cuasi metalera).
  Desde el arranque, Deep Purple no dejaba dudas acerca del vuelco que había dado hacia el rock durísimo. Era claro que las riendas del grupo estaban ya prácticamente en las manos de Blackmore. Su guitarra muy poco tenía que ver con la de los dos álbumes anteriores. A la manera de Jimmy Page con Led Zeppelin, el músico dejó salir su ánima más afilada y sus riffs y sus solos dieron pauta a lo que sería el heavy metal. Para ello, tuvo un eficaz y perfecto complemento en la voz aguda y poderosa de Gillan, quien muy en la escuela de Robert Plant (para seguir con el Zeppelin), hizo que el sonido del grupo se definiera por completo.
  Lo anterior resulta perfectamente claro desde el comienzo del disco con la archifamosa “Black Night” y su mecido riff, tal vez el más célebre de Deep Purple después del de “Smoke on the Water”. In Rock prosigue con la pesadísima “Speed King” (la sola introducción que va del caos a la serenidad instrumental anuncia lo que vendrá: un tema potente y deliciosamente agresivo). “Bloodsucker” continúa el ambiente metalero con un estupendo beat en 3/4 apoyado por el órgano magnífico de Lord (es una lástima que las posteriores bandas de heavy metal, en su apabullante mayoría, hayan prescindido de los teclados). El lado A cierra con la monumental “Child in Time”, todo un poema épico-musical comparable (y sigamos con el Zepp) a “Stairway to Heaven” e incluso cronológicamente anterior a ésta. Con su interpretación, llena de matices y recursos vocales, Ian Gillan dejó una marca para la historia.
  El segundo lado del vinil original abre con la festiva. larga y metalera “Flight of the Rat”, en tanto “Into the Fire” y “Living Wreck” no hacen sino reafirmar la calidad de los cinco integrantes del Mark II deep-purpleano. El plato concluye con “Hard Lovin’ Man”, una composición si se quiere un tanto pretenciosa (con su ritmo como galope de caballo) aunque eso no le quita su alto nivel.
  Un gran disco.

(Reseña que escribí para el Especial No. 34 de La Mosca en la Pared, dedicado a Deep Purple y publicado en octubre de 2006)

martes, 5 de junio de 2018

La indómita y triste música de Snow Patrol


Hace poco más de quince años, llegó a mis manos un disco compacto del cual no tenía yo la menor idea. Era de un grupo llamado The Reindeer Section, totalmente desconocido para mí. No sabía de dónde era, quienes conformaban la agrupación o a qué género musical pertenecía. Me limité a escucharlo sin más y desde el primer acorde me quedé atónito. La música que brotaba de las bocinas era de una belleza aplastante, algo que nunca había oído, una cosa absolutamente conmovedora. El álbum se llamaba Son of Evil Reindeer y lo editaba la poco conocida disquera Relativity.
  Frente a tal portento, me puse a investigar quién estaba detrás de The Reindeer Section y descubrí a un joven músico escocés de nombre Gary Lightbody, quien había reunido a una pléyade de grandes colegas de su país para conformar lo que era de hecho un súper grupo, aunque sólo grabaría dos discos.
  Por un tiempo perdí la pista de Lightbody, hasta que en 2004 otro CD llegó a mí. Era Final Straw, el tercer disco de Snow Patrol, liderado precisamente por el buen Gary. Desde entonces, el grupo realizó varios álbumes más y es ahora que acaba de sacar su octavo opus, una maravilla intitulada Wildness (Republic, 2018).
  Siete años transcurrieron desde que Snow Patrol grabara el anterior Fallen Empires (Fiction, 2011) y este largo periodo se debió a los fuertes problemas de depresión, aislamiento y bloqueo creativo de Gary Lightbody. Lo que vivió en ese largo septenio, debido a sus padecimientos, se ve reflejado en las letras y en la música de Wildness, una obra llena de intensidad y hondura, de tristeza, pero también de esperanza.
  Con composiciones tan buenas como “Life on Earth”, “Empress”, “A Dark Switch”, “A Youth Written in Fire” o “What If This Is All the Love You Ever Get?”, el disco transcurre lleno de emociones, con esa sensibilidad y esa facilidad para las melodías entrañables que caracteriza al rock escocés y al melancólico estilo autoral del propio Lightbody.
  Una joya, uno de los discos importantes de este año.

(Publicado el día de hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 4 de junio de 2018

Lo eterno de La Barranca


Tras 22 años de andar el camino, La Barranca arriba a Lo eterno, su onceavo álbum en estudio, y lo hace en plenitud de forma, según deja ver esta entrevista con José Manuel Aguilera, el jefe de jefes de este proyecto, el más constante, consecuente y congruente de las últimas décadas dentro del rock que se hace en México.

“Para llegar al mar antes que hubiera carretera / tuvimos que avanzar primero abriendo brecha”, dices en “Brecha”, la primera canción de Lo eterno. ¿Sigues abriendo brecha o La Barranca ya está en plena autopista?
No, yo creo que un grupo como nosotros va paralelo a las autopistas. Vamos en paralelo a todo lo demás y no estamos en las grandes autopistas.

“Si no existe Dios, si no existe el cielo / si no hay purgatorio ni tampoco infierno”, cantas en el tema “Donde la confusión se suspende”. ¿Eres un hombre espiritual?
Yo pienso que todos los músicos de alguna manera creemos en lo inmaterial. Creo en ese tipo de cosas que no tienen explicaciones tan racionales, porque la música es así también y no sé si eso sea una cuestión mística en mí. Me preocupan de pronto las preguntas viejas de la humanidad, de los grandes filósofos. No sé si eso implique un misticismo, pero aunque nací en un hogar católico, no practico alguna religión.

¿Quiénes son esos cuervos “que se llevan en sus picos nuestros días, que se llevan en sus garras los recuerdos” a los que te refieres en “Cuervos”, el primer sencillo del disco?
Los quise utilizar como una imagen de cosas terribles que le pueden suceder a alguien. La canción está construida con exhortos: “ojalá que nunca pase esto, que nunca vuelen estos cuervos, que nunca soplen los demonios...”. Es un desear que nunca sucedan malas cosas.

En “Ceiba” hablas de que muchos han perdido el rumbo. ¿Eso lo has visto en la gente en general, en los músicos, en el rock nacional?
Un poco en todo eso. Esa canción en particular es la que más trabajo me costaría explicar, porque su letra es más hermética incluso para mí. Me sucede con esa canción y con otras que de pronto como que puedo convertirme en un personaje que no soy yo. No es José Manuel Aguilera el que está diciendo esa letra, sino otro personaje que ya ha aparecido en otras canciones de La Barranca. Un alter ego que no tiene nombre o identidad, pero es un tipo al que yo veo desde afuera y que habla de temas que tienen que ver con cosas del pasado remoto. Es una especie de filósofo prehispánico. Quizá producto de mis lecturas de Miguel León Portilla sobre el mundo náhuatl o de los poemas del rey Nezahualcóyotl. Ese tipo de poesía me gusta porque siento que, de una manera muy inconsciente pero asimilada, define un poco nuestra mexicanidad actual. Aunque entre los millennials ya nadie lee y probablemente no ha leído a esos autores, estoy seguro de que esas maneras de ver el mundo han permeado hasta nuestros días de una u otra manera.

¿A quién le hablas en tus canciones? Por ejemplo, cuando dices “considera que estás viva”, ¿te diriges a una mujer, a una musa, a la humanidad?
¡A una mujer! A esa misma a la que no quiero que los cuervos vuelen sobre ella.

En “Manos” dices que confías más en tus manos que en la razón. ¿A qué te refieres?
Yo creo que mis canciones se dividen en tres tipos: las amorosas (que son el 99.9 por ciento), las que hablan sobre lo que sucede en el mundo en que me muevo y hay un tercer tipo de canciones que no entran en ninguna de las otras dos categorías, piezas más oníricas. “Manos” es una canción de amor, pero es abierta. La letra resuelve el tema del amor de una manera muy física. O sea: “ No entiendo si me gustas o si estoy enamorado de ti, pero me gusta tocarte. Confío en mis manos y digo que quiero más”. Es algo más sensual que romántico. Esa canción, aunque fue pensada para una persona específica, a la que quiero darle el mensaje, al hacerla pensé también en mis manos de guitarrista y en no saber si está bien seguir haciendo música. Pero al final, las manos son las que mandan.

“Este mundo que se quiebra no se arregla con palabras ni con decretos”, dices en “El escarabajo”. ¿Cómo ves al mundo, cómo ves al país?
Estamos en un mundo muy fragmentado, en comparación con el que nos tocó vivir a ti y a mí, especialmente por el asunto de las redes y por cómo las cosas han llegado a lo sumamente individual. Hay pocos escenarios que permiten la colectividad. La gente ya no quiere ver a otra gente si no es por medio de Facebook. No digo que esté mal o que esté bien, sólo que es diferente, aunque creo que en ese orbe virtual la manipulación es más factible. Vivimos en un mundo donde es muy fácil que a la gente le tomen el pelo.

“Todas las historias se repiten”, mencionas en otro de los cortes del disco. ¿Crees que este álbum se repite con respecto a tu obra discográfica anterior?
Todas las historias se repiten y aun así tienen que escribirse. Las cosas de las que me gusta hablar y las razones por las que hago música siguen siendo las mismas, no sólo desde que empezó La Barranca, sino desde que empecé a hacer música. Eso no ha cambiado y, en ese sentido, este disco obedece a los mismos principios. Quizás a estas canciones se les pueda encontrar equivalentes con otras que he hecho; sin embargo, creo que las maneras son nuevas. Hay otro tipo de construcciones formales, otros procesos de composición, otras búsquedas respecto a cómo decir las cosas, otras intenciones de claridad en ciertos momentos y de oscuridad en otros.

Nada es eterno, nada permanece”, reza el tema final de Lo eterno. ¿Qué viene para La Barranca y para ti en la carretera de la vida?
No lo sé. Es una pregunta difícil. Alguien me preguntó hace unos meses si me imaginaba seguir tocando después de veinte años y mi respuesta fue que por supuesto que no. En México, para un grupo como nosotros, es hasta dañino hacer planes a largo plazo. La incertidumbre es absoluta. Ahora mismo no sabemos qué va a pasar a partir del 1 de julio. Entonces, cuando sientas que estas en un punto en que no sabes para dónde caminar, lo que tienes que hacer es seguir haciendo lo que te gusta. Por eso yo seguiré haciendo canciones, seguiré haciendo música.

(Entrevista que escribí para la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario y que se publicó el día de hoy)