martes, 28 de enero de 2020

Black Sabbath: una paranoia de medio siglo


“Sin Black Sabbath no creo que hubiese existido Metallica”, declaró alguna vez el guitarrista Lars Ulrich, mientras que Kurt Cobain dijo que Nirvana era “el punto intermedio entre los Beatles y Black Sabbath”. La influencia del cuarteto fundado en Birmingham, Inglaterra, por Ozzy Osbourne, Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward es fundamental en la historia del heavy metal y Paranoid (Vertigo, 1970), su segundo trabajo discográfico, es muy posiblemente su obra de mayor trascendencia.
  A principios de 1970, el cuarteto había grabado Black Sabbath, una combinación de canciones que iban de los temas blueseros que solía tocar cuando el grupo aún se llamaba Earth, a sus primeras composiciones de tinte pesado que emparentaban a Osbourne y compañía con agrupaciones como Blue Cheer, Steppenwolf y Deep Purple. Ese primer intento fue realizado en apenas doce horas, en un par de consolas de cuatro tracks de los estudios Regent Sound de Londres. Seis meses después, Black Sabbath regresó a las cabinas de grabación para producir Paranoid, un disco en el cual ya estaban plenamente desarrolladas las características de su inconfundible y hoy legendario sonido.
  Por aquellos días, el cuarteto solía presentarse en el Star Club de la ciudad de Hamburgo, Alemania, donde tocaba hasta seis sets de cuarenta y cinco minutos por noche, en un verdadero tour de force que hizo a los cuatro músicos perfeccionar su estilo. Cuenta el bajista Geezer Butler que, por ejemplo, “War Pigs” originalmente duraba 40 minutos y así la interpretaban en aquel club germano.   Tony Iommi efectuaba larguísimos solos, con las cuerdas de su guitarra aflojadas a propósito.
  Para quienes no conozcan esta parte de la historia, Iommi tuvo un accidente a los diecisiete años de edad, en la fábrica donde laboraba, percance que le hizo perder las yemas de los dedos medio e índice de su mano derecha. Aunque los médicos le auguraron que jamás volvería a tocar, se las ingenió para fabricarse unas prótesis que cubrieron las partes afectadas y con enorme fuerza de voluntad se convirtió en el guitarrista que llegó a ser. Sin embargo, para amainar el dolor, tuvo que aflojar las cuerdas del instrumento, otorgándole al mismo un timbre más grave de lo habitual y creando así, de manera un tanto fortuita, el inconfundible sonido que haría célebres a sus riffs.
  Paranoid tuvo un impacto inmediato en Europa y el continente americano. En México, Black Sabbath logró conformar una inmediata cofradía de seguidores y lo mismo sucedió en diversas partes del planeta.
  Musicalmente, el álbum muestra una atmósfera dramática, opresiva, deprimente y oscura, debida sobre todo a sus tonalidades menores y al compacto y casi monolítico desempeño de cada integrante del grupo. En cuanto a la temática del disco, las letras hablan lo mismo de asuntos traumáticos de la vida real como la muerte, la guerra, la enfermedad y las drogas, que de alucinadas narraciones que rondan lo sobrenatural y el horror gore.
  El disco abre con la ya clásica “Paranoid”, un hito del rock pesado, con su ya clásico riff y la voz aguda de Osbourne a toda su potencia. Se trata de la composición que abrió a Black Sabbath las puertas del mundo y los catapultó a las alturas que no abandonarían durante prácticamente toda la década de los setenta.
  “War Pigs” es otra pieza emblemática del cuarteto. Claro alegato contra la guerra de Vietnam (“En el campo los cuerpos quemados / Mientras la maquina de la guerra avanza / Muerte y odio contra la humanidad / Envenenando sus cerebros lavados…”), fue prohibida en varias partes de los Estados Unidos por su mensaje y adoptada a su vez como himno por muchos de los jóvenes norteamericanos que se negaban a ir a combatir a Indochina. De hecho, el álbum iba a llamarse originalmente War Pigs, pero justo por sus implicaciones políticas la disquera les pidió cambiarlo y, dado el éxito radial de la canción “Paranoid”, el nombre del acetato quedó como hoy se conoce.
  El tercer corte del lado A del disco es un tema atípico dentro de la producción de Black Sabbath. “Planet Caravan”, con su lento compás percusivo y la voz filtrada de Ozzy, tiende más a la sensualidad y el misterio, una melodía oscura con un solo de guitarra acústica que mostraba la influencia de Jimmy Page y su Led Zeppelin.
  Concluye la primera parte del álbum con la poderosísima y también clásica “Iron Man”, caracterizada por el memorable y pesadísimo riff de la guitarra de Iommi y el cambio de ritmo a mitad del camino para regresar a la densa atmósfera inicial.
  El segundo lado abre con “Electric Funeral”, otra muestra de las lentas y sombrías figuras de Iommi, combinadas con el bajo de Butler –un bajo que lejos de contrapuntear, suele seguir con puntualidad los riffs de la guitarra (“un truco que le aprendí a Jack Bruce”, según llegó a confesar alguna vez el propio Butler)– y la batería casi jazzística de Ward.
  “Hand of Doom” es quizá la mejor composición del disco. Desde su ominoso inicio, con ese bajo lúgubre que va siguiendo la voz de Osbourne, para desembocar más adelante en un estallido de la guitarra que se traduce en una aceleración plenamente metalera, antecedente claro de la rítmica para headbangers. El tema va y viene, sube y baja, se aleja y retorna con fuerza brutal, mientras su parte instrumental recuerda a los largos jam sessions de grupos sesenteros de la costa oeste estadounidense como Quicksilver Messenger Service o Big Brother and the Holding Company.
  El instrumental “Rat Salad” permite el lucimiento de Iommi, Butler y Ward (este último se permite un buen solo de batería) y el álbum concluye con la estupenda “Fairies Wear Boots”, con una elegante guitarra por parte de Iommi (en la introducción conocida como “Jack the Stripper”) y algunas variantes a lo largo de los poco más de explosivos seis minutos que dura el tema.
  Paranoid es un clásico del heavy metal, un disco primigenio, una obra fundacional y definitiva.

(Publicado el día de ayer en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

miércoles, 8 de enero de 2020

Los 50 años de Layla (y otras variadas canciones de amor)


En 1969, Eric Clapton se encontraba en una de las tantas encrucijadas que han marcado su vida. Su vertiginosa carrera había conocido, a partir de 1963, toda clase de excesos. Desde los tempranos días en que tocaba con los Yardbirds y poco después con los Bluesbreakers de John Mayall, tiempos en que las paredes de la ciudad de Londres lucían llenas de graffitis que pregonaban: "Clapton es Dios", el guitarrista comenzó a sufrir los estragos del estrellato. Y más los padeció durante su estancia en Cream, el legendario trío que formó al lado de Jack Bruce (bajo) y Ginger Baker (batería), primera banda de rock en ser considerada como “supergrupo”, misma denominación que recibiría Blind Faith, el cuarteto que incluía a Clapton y Baker, junto al prodigioso tecladista y cantante Steve Windwood y el bajista y violinista Rick Grech.
  Tratando de escapar de las presiones de la fama y la idolatría de un público fanatizado, el virtuoso requintista amante del blues se trasladó ese año a los Estados Unidos y allí colaboró como un integrante más de la Plastic Ono Band de John Lennon (su aparición en el álbum Live Peace in Toronto, tocando su poderosa guitarra en “Cold Turkey” es memorable), para integrarse más tarde, de manera temporal, a la agrupación de Delaney y Bonnie Bramlett, en la cual se relacionó con músicos menos famosos pero de enorme calidad. Fue con algunos de ellos que grabó su primer disco como solista (Eric Clapton, 1970), del cual surgió su célebre versión a la canción de J.J. Cale “After Midnight”, para inmediatamente formar una nueva banda: Derek & the Dominos.
  El grupo estaba constituido por Eric Clapton en la voz y la guitarra líder, Bobby Whitlock en teclados y voz, Carl Raddle en el bajo y Jim Gordon como baterista –los tres últimos, miembros oficiales de Delaney & Bonnie & Friends– y a ellos se sumó el gran Duanne Allman (de los Allman Brothers) en la guitarra slide. Amantes todos del blues, que era la música que más le importaba a Clapton, no les costó trabajo alguno integrarse, ensayar y producir un disco fundamental en la historia del rock.
  Layla & Other Assorted Love Songs (Mobile Fidelity Sound Lab, 1970) es un álbum doble de finura extraordinaria. Era la primera vez que Eric se convertía en la voz principal de un conjunto y para ello debió vencer su sempiterna timidez a la hora de cantar, cosa que hizo de un modo espléndido, con un feelin' tan intenso como el que tenía al tocar las cuerdas de su Stratocaster.
  Layla... es un verdadero tour de force entre los estilos guitarrísticos de Clapton y Allman, los cuales lejos de chocar se integraron en forma magistral. De hecho, el poderío del slide del norteamericano impulsó el requinto del inglés a grandes alturas e hizo que lograra momentos sublimes.
  Obviamente, el tema principal es el que da nombre a la obra (“Layla” está dedicada a Pattie Boyd, en ese entonces aún esposa de George Harrison, y de la cual Eric estaba secretamente enamorado; un amor que rendiría sus frutos, ya que se casaría con ella en 1979…, para divorciarse diez años después). Se trata de una composición compleja y magnífica que hoy día es todo un clásico y pieza básica en el repertorio claptonaniano.
  Sin embargo, el resto del material es tanto o más valioso. Desde blueses clásicos como “Nobody Knows You (When You’re Down and Out)” y “Have You Ever Loved a Woman?” –en los que la voz de Clapton se desgarra como émulo de un Elmore James y su guitarra contrapuntea en un gozoso llanto–, hasta joyas como “Bell Bottom Blues”", “Anyday”, “Why Does Love Got to Be So Sad?”, “Tell the Truth”, “I Looked Away” y su rendida versión a “Little Wing” de Jimi Hendrix. También se destacan el largo jam session que es la sensacional “Key to the Highway”, el precioso rocanrolito “It’s Too Late” y “Thorn Tree in the Garden”, ésta una franca curiosidad, ya que siendo Layla... un álbum –como se sabe– de Eric Clapton, cierra con esta bella melodía compuesta e interpretada enteramente... por Bobby Whitlock.
  El quinteto estuvo de gira a lo largo de 1971 hasta que diversos conflictos internos, en especial la creciente adicción de Eric por la heroína y el alcohol, hicieron que todo se viniera abajo. No obstante, el paso de los años vino a demostrar que Derek & The Dominos fue uno de los más espectaculares grupos de rock y blues de todos los tiempos.
  ¿Y qué fue de los compañeros de Clapton, aquellos singulares Dominos? Tres de ellos tuvieron un triste final. Duanne Allman se mató en su motocicleta apenas en octubre de ese 1971, poco después de la disolución de la banda. Carl Raddle murió de congestión alcohólica en 1981, mientras que Jim Gordon cayó en prisión en 1984, convicto por el asesinato de su propia madre. Toda una ficha y no precisamente de dominó.

(Reseña mía, publicada el día de hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

domingo, 5 de enero de 2020

Doce de mis álbumes de rock del 2019


El penúltimo año de la segunda década del siglo XXI deja una herencia discográfica irregular e inconstante, con grandes discos, sí, pero no necesariamente con grandes esperanzas… o casi.
  He elegido una docena de discos de rock y sus géneros afines como los más notables de este 2019 que se va, un año que muchos consideran como el último de la década aunque en realidad esta termina hasta el 31 de diciembre de 2020. Es tanta la producción disquera que me fue inevitable dejar afuera varios buenos álbumes, pero dentro de lo que pude escuchar a lo largo de los más recientes doce meses, esto es lo que me parece más destacable.

1.- The Who. Who (Polydor). Una joya para estos tiempos de sobreproducción en estudio y mercadotecnia salvaje. Tal vez sin alcanzar las alturas de sus discos clásicos de los años sesenta y setenta del siglo pasado, Who es una obra notable, con toda la fuerza que como compositor aún tiene Pete Townshend y todo el poder que éste y el vocalista Roger Daltrey conservan a sus setenta y tantos años de edad. Una espléndida colección de grandes temas. Para mi gusto, el mejor disco de este año.

2.- Steve Mason. About the Light (Domino Records). Nos encontramos ante una obra que reivindica a plenitud el rock pop en la mejor de sus expresiones. El escocés Steve Mason fue vocalista y guitarrista principal del grupo de culto The Beta Band. En este, su quinto opus discográfico como solista, la música es viva y orgánica, llena de frescura y vitalidad. Rock inteligente y al mismo tiempo pleno de entraña. Espléndido.

3.- Purple Mountains. Purple Mountains (Drag City). Disco trágico si los hay. No sólo por la tristeza de sus canciones, sino por el hecho de que literalmente fue la obra con la que el músico, poeta y dibujante estadounidense David Berman se despidió del mundo bajo el nombre de Purple Mountains. El álbum apareció en julio pasado y Berman se quito la existencia un mes más tarde, luego de una vida terriblemente depresiva. Nos dejó como legado este hermoso trabajo de rock con raíces folkies. “All my happiness is gone”, decía en el segundo corte de este larga duración lleno de nostalgia y desamor.

4.- Weyes Blood. Titanic Rising (Rough Trade). Una belleza. Natalie Mering presenta su cuarto disco como Wayes Blood, una obra que abreva del rock de los años setenta pero con elementos de producción del presente y, ¿por qué no?, del futuro. La joven intérprete y compositora nacida en Santa Mónica, California, hace 31 años, posee una voz al mismo tiempo dulce, sensual y expresiva que liga a la perfección con su estilo como autora de canciones. Un gran trabajo que lo mismo remite a Joni Mitchell que a K.D. Lang.

5.- The Raconteurs. Help Us Stranger (Third Man Records). El primer disco de este, uno más de los múltiples proyectos de Jack White, después de once años y apenas su tercero en trece. Al lado de Brendan Benson y dos integrantes de los Greenhorns, White consiguió una obra espléndida, en la que las guitarras juegan ese papel estelar que jugaron en el rock durante décadas. Rock real, auténtico, sin sonidos retro, rock verdadero y actual.

6.- Neil Young and Crazy Horse. Colorado (Reprise). Un enésimo disco de Young, quien acude de nuevo a sus fieles de Crazy Horse, aunque esta vez sin su escudero guitarrístico mayor, Frank “Poncho” Sampedro, sino con Nils Lofgren (del grupo de Bruce Springsteen) en su lugar. Esto da un sonido menos salvaje y más melancólico al que es usual cada vez que el buen Neil se junta con el Caballo Loco, pero la calidad está ahí y hace recordar a álbumes clásicos como el Everybody Knows This Is Nowhere (1969) o el Harvest (1972). Con eso basta para recomendarlo.

7.- Tool. Fear Inoculum (Volcano). Otro regreso después de una larga ausencia. Poco ha cambiado sin embargo en el reconocible estilo de progresivo sofisticado con toques de metal y música oscura de Tool; prog metal, le dicen. La angustia sigue ahí también. Maynard James Keenan y compañía nos meten en un viaje largo y denso, una travesía intrincada por iluminantes parajes sin luz y saludables atmósferas enrarecidas. Al final, un recorrido que vale mucho la pena. 

8.- The Black Keys. Let’s Rock (Nonesuch). Dan Auerbach y Patrick Carney vuelven a rocanrolear. Luego de algunos discos en los cuales incursionaron en sonidos que coqueteaban con el soul y hasta con el rock pop, el dueto de Akron, Ohio, retorna a sus inicios con un larga duración pleno de seca potencia y gran inventiva. El blues, el garage y el rock duro vuelven a alimentarlos, acompañados por sucios guitarreos, fantásticos riffs, voces saturadas y la precisa batería de Carney. Bienvenido sea este regreso al origen.

9.- Robbie Robertson. Sinematic (UME). Una belleza. El ex líder de la legendaria agrupación canadiense The Band realizó este álbum lleno de imágenes y parajes cinéticos e incluso cinematográficos (no en balde el tema que abre el disco, “I Hear You Paint Houses”, forma parte de la banda sonora del más reciente y extraordinario filme de Martin Scorsese, The Irishman). Canciones precisas, pulidas, pero a la vez sustanciosas y entrañables. Gran disco de Robertson, perfecto para celebrar sus 76 años de edad.

10.- Sharon Van Etten. Remind Me Tomorrow (Rough Trade). De sus orígenes folkies a sus posteriores incursiones en un rock más indie, Sharon Van Etten ha pasado ahora a un más amplio abanico estilístico que toca lo mismo géneros como el soul o la electrónica. Remind Me Tomorrow es una obra varia y quizás el disco más completo de esta cantautora neojerseíta (es decir, de New Jersey) desde un punto de vista musical y artístico.

11.- Jeff Lynne’s ELO. From Out of Nowhere (Columbia). ¿Un nuevo disco de la Electric Light Orchestra? Pues sí y suena muy bien, con todo el toque rockpopero y proto beatlesco del gran Jeff Lynne. No hay mayores novedades de estilo, pero sí en cuanto a que esta vez la orquesta se reduce a un solo hombre, ya que el buen Lynne se encargó de tocar prácticamente todos los instrumentos y hacer todas las voces, incluidas las clásicas armonías vocales à la ELO.

12.- Fontaines D.C. Dogrel (PTKF). Art punk Dublin style. Esa podría ser una buena definición de la música de este estupendo quinteto irlandés, una de las grandes sorpresas del 2019. Pero sería una definición incompleta porque en sus canciones hay dosis de noise, shoegaze y post punk, por lo que se dejan sentir influencias lo mismo  de The Cure y Joy Division que de My Bloody Valentine, The Clash y The Velvet Underground. Un grupo de la clase obrera irlandesa que en sus letras no olvida la tradición poética de su país. Gran disco.

Doce menciones honoríficas

–Nick Cave and the Bad Seeds. Ghosteen (Ghosteen Records)
–Jenny Lewis. On the Line. (Warmer Bros)
–Claypool Lennon Delirium. South of Reality (ATO)
–Bruce Springsteen. Western Stars (Columbia)
–Lana del Rey. Norman Fucking Roswell (Interscope)
–Beck. Hyperspace (Capitol)
–Kim Gordon. No Home Record (Matador)
–Tedeschi Trucks Band. Signs (Fantasy)
–Big Thief. Two Hands (4AD)
–Belafonte Sensacional. Soy piedra (Independiente)
–Wilco. Ode to Joy (dBpm)
–Weezer. Weezer (Black Album) (Atlantic)

Lista de Spotify: 22 temas de 2019 (dar clic en el título)

sábado, 4 de enero de 2020

2019: un recuento por géneros


¿Qué fue lo mejor, género por género, que nos trajo la música durante el año que está a punto de irse? Hagamos una revisión somera y necesariamente subjetiva, al tiempo que desde “Acordes y desacordes”, el sitio de música de la revista Nexos, deseamos a nuestros lectores un gran 2020 (cuando menos en lo musical).

Mejor disco: Who, de The Who (Interscope). El poderío de Pete Towshend y Roger Daltrey retornó con fuerza septuagenaria para producir este discazo. ¡Vaya g-g-g-g-g-generación!

Mejor canción: “All My Hapiness Is Gone”, del disco Purple Mountains (Drag City Records) de Purple Mountains. Literalmente una canción epitafio. Un mes después de aparecer el disco homónimo que la contiene, su autor e intérprete, David Berman, se quitó la vida. Pero no es eso lo que la hace un gran tema. Se trata de una entrañable composición. Melancolía pura.

Mejor disco de rock: Dogrel, de Fontaines D. C. (PTKF Records). Este quinteto de Dublin es una de las más gratas sorpresas del año. Rock sólido con influencias que van de The Clash a The Velvet Underground y de The Pogues a Joy Division. Y por si fuera poco, les da por la buena poesía irlandesa. Dublineses, al fin y al cabo.

Mejor disco de art rock: Fear Inoculum, de Tool (RCA). Grupo de culto, si los hay, Tool reapareció en 2019 con su quinto álbum en tres lustros de carrera musical. Maynard James Keenan aún tiene mucho que decir, mucho que ofrecer, y aquí lo demuestra con creces.

Mejor disco de alt-rock: Two Hands de Big Thief (4AD). Desde Brooklyn llegó este grupo plenamente hipster y millennial con su cuarto larga duración en escasos tres años. Indie rock para almas sensibles y vulnerables que rozan la corrección política. La peculiar voz de Adrianne Linker es su sello principal.

Mejor disco de alt-folk:
Western Stars, de Bruce Springsteen (Columbia). El alt folk no es el género característico de Springsteen, pero me atrevo a colocar su disco de 2019 en ese canon. Un trabajo lleno de intimidad y belleza. Una joya.

Mejor disco de rock clásico:
Let’s Rock, de The Black Keys (Nonesuch). Espléndido retorno a las raíces que dieron nacimiento a este dueto conflictivo, visceral y contradictorio pero grandioso. Dan Auerbach y Patrick Carney vuelven a estar en pleno.

Mejor disco experimental: Proto, de Holly Herndon (4AD). Loops, laptops, sonidos electrónicos, voces del extramundo. La música de Herndon es una propuesta interesantísima que se ve coronada en este, su tercer y fascinante opus.

Mejor disco de hip-hop: Eve, de Rapsody (Jamla). Espléndido disco de esta rapera, con dieciséis tracks, cada uno dedicado a una mujer notable de raza negra, desde Nina Simone hasta Oprah Winfrey. Finísimo trabajo con el mejor hip-hop.

Mejor disco de rock pop: Norman Fucking Rockwell, de Lana del Rey (Interscope). ¿En serio? Lana del Rey. Pues sí: Lana del Rey y una obra en verdad sorprendente por su calidad y hondura. Por mucho, su mejor disco, con ecos de Tori Amos, Fiona Apple y hasta Beth Gibbons.

Mejor disco de rock progresivo: In Cauda Venenum, de Opeth (Nuclear Blast). Prog rock para el siglo XXI. Así han definido algunos especialistas a la música que está haciendo esta agrupación sueca que se iniciara dentro del death metal y evolucionara hacia un sonido de mucha mayor riqueza armónica y melódica.

Mejor disco de metal: Gold & Gray, de Baroness (Abraxan Hymns). Con veinte años de carrera a sus espaldas, este sólido cuarteto de Savanah, Georgia, presenta su octavo álbum y a su nueva guitarrista, Gina Gleason. Un trabajo caleidoscópico e intrincado. Estupendo.

Mejor disco de electrónica: Utility, de Sam Barker (Ostgut Ton). Excelente disco debut de este DJ y productor berlinés, antiguo integrante del dueto electrónico alemán Barker & Baumecker. Un plato emocional que expande los horizontes del techno.

Mejor disco de alt country:
No Saint, de Lauren Jenkins (Big Machine). Con su voz dulce y grave a la vez, con un timbre deliciosa y levemente rasposo, esta cantautora que se inicia en el medio discográfico presentó esta más que buena colección de country con ciertas dosis de pop. Un prometedor debut de esta nacida en Arlington, Texas, hace 28 años.

Mejor disco de blues: Kingfish, de Christone “Kingfish” Ingram (Alligator). Con tan sólo veinte años de edad, este fantástico bluesero nacido en Clarksdale, Mississippi –y que ya ha trabajado con Buddy Guy y Eric Gales–, arriba con un disco fenomenal. Su guitarra y su gran voz sobresalen con un sentimiento que brota de las tierras pantanosas del deep south. Grandioso blues eléctrico por parte de este muy joven y robusto virtuoso.

Mejor disco de soul:
Live in London de Mavis Staple. A sus ochenta años de edad, esta reina y leyenda viviente del gospel y la música soul grabó esta maravilla en concierto. Impresionante que aún conserve prácticamente intactas esa voz y esa alma.

Mejor disco de jazz: Love and Liberation, de Jazzmeia Horn (Concord). Irresistible disco de post bop, con la sensacional y resonante voz de esta cantante nacida en Dallas en 1991 y el fino quinteto que la acompaña. Una docena de temas en los que el jazz se deja seducir de pronto por el soul y el r&b. Una joya en la que la tradición se entremezcla con lo contemporáneo.

Mejor disco de música culta: Bach to the Future, de Olivier Latry (La Dolce Volta). Impresionante grabación con la última ocasión en que el majestuoso órgano de la catedral de Notre Dame, en París, fue tocado, antes del incendio de 2019 que la puso en serio peligro. 

Mejor disco de world music: Mettavolution, de Rodrigo y Gabriela (ATO). El talentosísimo dueto de guitarristas mexicanos continúa su carrera fuera de nuestras fronteras, demostrando su capacidad artística y su infinita creatividad. Rodrigo Sánchez y Gabriela Quintero ya se encuentran más allá del bien y del mal. Por cierto, el disco contiene una larga (¡19 minutos!) y estupenda versión de “Echoes” de Pink Floyd.

Mejor disco en concierto: Commit Yourself Completely, de Car Seat Headrest (Matador). Este sensacional y prácticamente desconocido grupo de Virginia (aunque ya estuvieron este 2019 en el festival Corona Capital), cuyo cerebro es el cuasi nerd Will Toledo, posee una propuesta difícil de definir, si bien se codea lo mismo con el rock alternativo que con el post punk. Para salir de dudas, escúchelo usted en este magnífico disco “en vivo”.

Mejor reedición discográfica: 1999, de Prince. El disco con el que en 1982 el geniecito de Minneapolis dio un paso creativo que sería decisivo para su música. Una visionaria colección de funk-pop sensual y futurista. La edición agrega una gran cantidad de rarezas, pistas en vivo y mezclas.

Mejor disco mexicano de rock: Soy piedra, de Belafonte Sensacional (Independiente). Un excelente disco, una muestra de primer orden de lo que pueden hacer el talento, la creatividad y el ingenio aplicados a la música. Belafonte Sensacional representa lo (muy) bueno que se puede hacer fuera de los asfixiantes forceps del rockcito convencional mexicano y su dudoso mainstream.