martes, 30 de enero de 2018

Gran Sur y la influenza sudamericana en el rockcito


No es un secreto que nuestro glorioso rockcito hunde sus raíces originarias en el rock pop español y argentino de finales de los años ochenta. Nada tiene que ver con el rock  inglés y norteamericano y mucho menos –muchísimo menos– con la parte negra de este rock, es decir, con el blues, el gospel, el soul, el funk.
  Las figuras estatuarias de Soda Stereo y Gustavo Cerati fungen como la guía de multitud de agrupaciones y solistas mexicanos que se han dejado embeber por canciones poperas, muchas de ellas literalmente clonadas de piezas escritas en otros lares. Soda Stereo copió el concepto de The Cure y lo mezcló con la música de The Police. Caifanes tomó la parte de La Cura y Maná la de La Policía y así nació todo: “¡habemus rockcito!” fue el grito y el rock se fue al carajo en este país, para ser resguardado sólo por unos pocos músicos que se negaron a argentinizarse y/o españolizarse.
  Los años pasaron y la influencia (¿o influenza?) sudamericana se asimiló, aunque cuando menos lo hizo dentro de los parámetros de cierta intención roquera (casi siempre fallida). Pero resulta que esa sudamericanización ha empezado a volverse más notoria. Primero fueron Natalia Lafourcade y Café Tacuba, tratando de seguir los pasos de la música andina de la Tigresa de Oriente, con canciones como “Tú sí sabes quererme” y “Futuro”. Luego la propia Lafourcafe de plano abrazó el folclor estilo Radio Educación en los años setenta, con su proyecto de Los Macorinos, y ahora son algunos ex integrantes de Fobia quienes se lanzan a seguir la nueva manía con el grupo Gran Sur, en el que presentan un estilo baladesco con tintes de película a la Robert Rodríguez, más una cantante muy extraña que de pronto suelta unos berridos infames. No que toquen mal (son buenos músicos), pero la rendición hacia lo sudamericano se siente tan falsa y oportunista que hasta da penita ajena.
  Nada tengo contra el folclor de cualquier país. Pero folclor genuino y no uno que sólo sigue una tendencia comercial..., hasta que llegue la siguiente moda.

(Mi columna "Gajes del orificio" de hoy en la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 22 de enero de 2018

B.R.M.C. y sus criaturas equivocadas


Black Rebel Motorcycle Club (B.R.M.C.) no es un grupo nuevo. Surgido hace dos décadas en la llamada área de la bahía, en California (es decir, la zona que comprende las ciudades de Oakland y San Francisco), su primer disco data del año 2000 y desde entonces ha grabado otros seis álbumes en estudio, incluido el muy reciente (apareció hace menos de dos semanas) Wrong Creatures (Vagrant, 2018), un trabajo denso, oscuro, profundo, con una fuerza y una vitalidad desbordantes.
  Encabezado como desde sus inicios por Robert Levon Been y Peter Hayes, el trío ha pasado por toda clase de aventuras y desventuras, algunas francamente trágicas, lo que ha hecho que su música responda a los más diversos estados de ánimo, así como a diferentes géneros y subgéneros que van desde el shoegaze hasta el blues y desde la neopsicodelia hasta el rock de garage. Incluso tienen un álbum (Howl, 2005) prácticamente acústico.
  Wrong Creatures representa un brillante retorno a los orígenes. Luego de casi cinco años de ausencia discográfica (su larga duración Specter at the Feast data de 2013), B.R.M.C. regresa para reafianzarse en sus raíces, en ese fuego crepitante de su música primigenia, sólo que esta vez revestido por un sonido que algo tiene de ominoso y hasta de amenazante.
  Canciones como la densamente psicodélica “Call Them All Away” o la protobluesera “Haunt” muestran la nueva y a la vez antigua vertiente estilística del trío, al igual que lo hacen otros temas igualmente buenos, como los sensacionales “Little Thing Gone Wild”, “Spook”, “King of Bones”, “Echo”, “Carried From the Start”, “Ninth Configuration”, “All Rise” o “Question of Faith”.
  En una época en la que el rock más puro y auténtico parece perdido en un proceloso océano mercantilista y en un culto por las súper producciones ostentosas pero vacuas, elefantiásicas pero carentes de sustancia y de alma, la música de Black Rebel Motorcycle Club tiene mucho de refrescante, a pesar de su densa oscuridad... o quizá precisamente por ella.

(Mi columna "Gajes del orificio" de hoy en la sección ¡hey! de Milenio Diario)

jueves, 18 de enero de 2018

10 grandes discos de 2017 hechos por mujeres


El año que acaba de irse fue pródigo en buenos discos con intérpretes y/o compositoras mujeres, ya sea en el rock, el folk, el hip-hop, el soul, el blues, el jazz y otros géneros. Vaya como muestra una decena de ellos.

1.- St. Vincent. Masseduction. Un álbum delicioso. Tal vez no sea el mejor trabajo de Annie Clark, pero sí uno de los más accesibles y variados. Elegante, sutil, refinado, en ocasiones divertido y en ocasiones conmovedor, Masseduction es un disco cautivador e irresistible.

2.- Rosalía. Los Ángeles. Cantaora millennial llaman a esta joven nacida en Barcelona en 1993 y cuyas canciones han traspasado fronteras. Con una profunda raigambre flamenca, ha logrado con sus canciones una fusión entre el cante jondo y el folk más melancólico. A pesar de cantar en español, su sentimiento ha trascendido en el mundo anglosajón y muchos críticos afamados la colocan ya en un merecido pedestal.

3.- Lorde. Melodrama. Pop rock en su más fresca y auténtica expresión. Pop rock incluso con aires de art-rock. Más ambicioso y mejor producido que su primer disco, Melodrama nos muestra en plenitud a esta muy joven artista neozelandesa de sólo 20 años. Un trabajo admirable.

4.- LP. Lost on You. Una cantautora muy poco conocida, pero de gran presencia y talento. LP (Laura Pergolizzi) crea un sonido en el que el blues, el soul, el rock y el pop se entremezclan con la electrónica y las más vanguardistas formas de grabación. Oscura, provocativa, sensualmente punky. Al igual que su música.

5.- Nai Palm. Needle Paw. Sorprendente propuesta la de la líder  de la singular agrupación australiana Hiatus Kaiyote y su soul futurista. Cantante y guitarrista fuera de serie, en este disco se hace acompañar por un coro de tres integrantes y con ello realiza fantásticos juegos vocales a lo largo de doce piezas asombrosas.

6.- Jazzmeia Horn. A Social Call. El jazz vocal tuvo su mejor disco femenino con esta joven y estupenda cantante, ganadora del concurso internacional Thelonious Monk para cantantes de jazz. A Social Call muestra el virtuosismo y los alcances de los que es capaz esta nacida en Texas pero formada artísticamente en Nueva York. Una perfecta delicia.

7.- Rosalía León. Más alto. Compositora, cantante y guitarrista mexicana que lanzó este disco en el que fusiona de manera estupenda la música tradicional mexicana con la guitarra eléctrica. Para ello, se hace acompañar por músicos de enorme calidad y renombre, como Mike Stern, Julio Revuelas, Javier Bátiz y Sole Giménez, entre otros. Música hecha por auténtico amor a la música.

8.- Nicole Mitchell. Mandorla Awakening II: Emerging Worlds. Gran trabajo de esta flautista experimental. Su música constituye todo un universo conceptual pleno de sonidos extraños, a la vez primitivos y futuristas. Un álbum que cruza por las más diversas atmósferas y los más extraños paisajes sonoros, para dar como resultado una obra que puede resultar tan fascinante como desconcertante. En verdad todo un viaje.

9.- Feist. Pleasure. La gran cantatutora canadiense regresó, luego de seis años de ausencia discográfica, y lo hizo con esta obra que se aleja un tanto de su conocido indie pop para acercarse de alguna manera a la crudeza cuasi punk de los primeros discos de PJ Harvey. Un disco lleno de placer, pero también de drama y crudeza.

10.- SZA. ‘Ctrl’. El R&B y el hip-hip se dan la mano con el álbum debut de Solana Rowe, mejor conocida como SZA. Letras intimistas y a la vez conscientes de la realidad que se vive dentro de una sociedad que sigue discriminando a la mujer y más aún a la mujer negra. Con una voz que le ha valido la admiración de Rihanna, Kendrick Lamar y Travis Scott, SZA es una de las más gratas sorpresas del año que acaba de irse.

(Lista que me publicó el día de hoy en el sitio Sugar & Spice)

martes, 16 de enero de 2018

Dolores


Estaba por terminar el día de ayer mi columna de hoy martes, acerca de un muy buen disco que acaba de aparecer, cuando una amiga me dio la noticia: “Murió Dolores O’Riordan”.
  La mala nueva me impresionó mucho. No porque sea yo un seguidor de los Cranberries o de la propia O’Riordan, sino porque la muerte de alguien de su edad (tenía apenas 46 años) no deja de resultar impactante.
  Estos “Gajes del orificio” empezaron en febrero de 2012 y mi primera colaboración fue, precisamente, sobre el disco Roses de los Cranberries que acababa de aparecer en esos días.
  Escribía yo en una parte de aquel artículo: “El sonido de los Cranberries es perfectamente reconocible. Sus guitarras rítmicas muy en la vena jangle de The Byrds o The Smiths, sus atmósferas cercanas al dream pop, su toque de música celta y, sobre todo, la soberbia e inconfundible voz de O’Riordan hacen de su estilo un hito”.
  Y sí, la voz de Dolores O’Riordan daba un sello muy distintivo a este grupo irlandés surgido en los años noventa de la centuria pasada. Era la suya una voz intensa, desgarrada, potente, pero que también podía ser dulce, tranquila, conmovedora.
  Los portales noticiosos afirman que no se sabe con certeza la causa de la muerte de la cantante. Sólo se dice que fue tan repentina como inesperada. Se encontraba grabando en Londres y fue encontrada sin vida en el cuarto de su hotel, como tantos otros roqueros que han fallecido de la misma manera. ¿Suicidio? ¿Sobredosis? ¿Ambas cosas? Lo mismo da. El caso es que se ha ido otra voz auténtica, la misma que cantaba, con un mismo sentimiento, con un mismo feelin’, canciones tan disímbolas como “Zombi” o “Linger”.
  Mala nueva para comenzar el año la muerte de una artista. La misma que engalanó con su voz discos como Everybody Else Is Doing It, So Why Can’t We?, No Need to Argue o el propio Roses.
  Terminaba mi columna de hace casi seis años con la frase: “Sí, los Cranberries aún existen y se trata de una buena noticia”. Hoy Dolores O’Riordan ya no existe y esa es una muy triste noticia.

(Mi columna "Gajes del orificio" del martes pasado en la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 15 de enero de 2018

In the Court of the Crimson King


Para muchos, se trata del disco verdaderamente fundacional del rock progresivo. In the Court of the Crimson King (1969) reúne una serie de composiciones extraordinarias y suntuosas que en su momento significaron un rompimiento con el rock psicodélico imperante.
  Resultaba claro que los músicos que conformaban a King Crimson eran todos virtuosos y estudiosos y que la construcción de los temas estaba muy pensada y dejaba poco a la improvisación. Con Robert Fripp (guitarras), Ian McDonald (teclados, instrumentos de aliento y voz), Greg Lake (bajo y voz principal), Michael Giles (batería, percusiones y voz) y Peter Sinfield (letras), el grupo resultó una absoluta novedad en 1969 y aunque algunos críticos lo calificaron como post-psicodélico, en realidad se trataba de algo completamente nuevo, diferente incluso a lo que estaban haciendo sus homólogos de Pink Floyd.
  Piezas como la impresionante “21st Century Schizoid Man”, la tenue e introspectiva “I Talk to the Wind”, la poderosa “Epitaph”, la peculiarísima e inventiva “Moonchild” o la suntuosa y quizás hasta un tanto pretenciosa “In the Court of the Crimson King” hablaban (y siguen hablando) de algo novedoso y singular.
  Un álbum que se sigue escuchando fresco y atractivo a casi cincuenta años de haber sido grabado.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 45, aparecido en febrero de 2008 y dedicado al rock progresivo).

domingo, 14 de enero de 2018

Del galano arte de plagiar


¿Cuál habrá sido el primer plagio en la historia de la música? ¿O se habrá producido más bien en la prehistoria de este arte? Muy posiblemente. Uno puede imaginar la escena: un hombre primitivo, quizás incluso un Neanderthal, escucha a otro producir sonidos acompasados al golpear un palo contra una piedra y le gusta el ritmo. Lo memoriza y luego va a tocarlo ante otros congéneres, haciéndolo pasar como una invención suya. Tal vez así se dio el primer plagio en la historia musical de la humanidad.
  Ya en épocas más documentadas, por ejemplo en los siglos XVII, XVIII y XIX , era práctica común que los compositores tomaran “prestados” diversos temas o motivos de sus colegas pretéritos e incluso contemporáneos. Un caso concreto es el de Ludwig van Beethoven, quien en una de las partes más famosas de su Novena Sinfonía (la popular “Oda a la alegría” de 1824), se fusiló nota por nota un fragmento del Misericordias Domine de Wolfgang Amadeus Mozart, compuesto en 1775.
  “Un buen compositor no imita, roba” declaró Igor Stravinsky en épocas en que los derechos de autor no estaban en boga, como empezaron a estarlo a partir de la segunda mitad siglo XX.
  Ya en los ámbitos de la música popular y más concretamente en el mundo del rock, un caso muy sonado de plagio se dio a principios de los pasados años setenta, cuando George Harrison fue acusado legalmente de robar la estructura armónica y algunas formas melódicas de “He’s So Fine”, del grupo vocal femenino The Chiffons, para hacer su célebre “My Sweet Lord”. El ex beatle aceptó su culpabilidad, perdió el juicio (en el sentido judicial del término) y debió pagar una fuerte indemnización.
  Led Zeppelin también se dio gusto al plagiar, incluso descaradamente, blueses de Willie Dixon (“You Need Love” para hacer “Whole Lotta Love”) y Sonny Boy Williamson (el grupo grabó su canción “Bring It on Home” y se la acreditó a nombre de Jimmy Page y Robert Plant), aunque los casos más sonados fueron el de “Dazed and Confused” que Page firmó como suyo desde los tiempos en que estaba con los Yardbirds, cuando en realidad pertenecía al músico inglés Jack Holmes, y el de “Stairway to Heaven”, cuya parte inicial es sospechosamente parecida a la del tema “Taurus” del grupo estadounidense Spirit.
  En tiempos más cercanos, la música pop ha dado claros ejemplos de plagios más o menos escandalosos. Por ejemplo, está el caso de la canción “Blurred Lines” de Robin Thicke, demasiado coincidente con “Got to Give It Up” de Marvin Gaye (Thike fue demandado y perdió); el de “Girlfriend” de Avril Lavigne, casi idéntica en el coro a “I Want to Be Your Boyfriend” de los Rubinoos; el de “Viva la Vida” de Coldplay, tan pero tan semejante melódicamente a “If I Could Fly” de Joe Satriani, o el de “Locked Out of Heaven” de Bruno Mars que no podía parecerse más a “Roxanne” de The Police”. Y así como esos hay varios casos más que involucran a Madonna, Lady Gaga, Michael Jackson, Katy Perry y hasta el muy mexicano grupo Panda, acusado de plagiar canciones de grupos como Fall Out Boy, My Chemical Romance, Sum 41, Bright Eyes y un largo etcétera que incluye a los Ramones, los Smashing Pumpkins y ¡los Beatles! (como leí por ahí: si vas a plagiarte a una banda, asegúrate de que no sea la más importante de todos los tiempos).
  Todo para llegar a la presunta demanda de Radiohead a Lana del Rey, por haberse fusilado “Creep” para “componer” su reciente éxito “Get Free”. Cierto que ambas canciones se parecen muchísimo, aunque las dos están basadas en una escala descendente bastante habitual en la música popular, tan habitual que años antes el grupo The Hollies había demandado a Radiohead por robar partes de su canción “The Air That I Breath”, de 1971, para hacer... “Creep” (Lana del Rey podría esgrimir aquello de “ladrón que roba a ladrón”.
  Con todo, resulta difícil determinar qué es un plagio de verdad. ¿Son plagio los sampleos de los raperos, por ejemplo? Hay compositores que de pronto deciden homenajear a algún músico que admiran y lo citan armónica, melódica o hasta rítmicamente y lo hacen con claridad, para que no haya dudas de que se trata de un tributo. En esos casos, no pienso que haya plagio. Pero también existen vivillos que con todo descaro asaltan a otros creadores y con la justificante de “al fin que nadie se va a dar cuenta” (¿en tiempos de internet? C’mon!), hacen pasar como suyo lo que no les pertenece.
  Y no hablemos de los plagiadores literarios...

(Artículo de mi autoría, publicado el día de hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

lunes, 8 de enero de 2018

The Southern Harmony and Musical Companion


Cuando los Black Crowes grabaron su segundo trabajo discográfico, tal vez nunca imaginaron que estaban haciendo una de las grandes obras maestras del rock puro. Rock puro como sinónimo de rock que surge desde las raíces y busca la esencia del género para tocarlo con nuevos elementos y nuevas ideas, pero sin dejar de respetar lo más importante: el espíritu que le dio origen.
  En ese sentido, The Southern Harmony and Musical Companion no representa un ejercicio de nostalgia, sino una recreación de la música en la cual los integrantes de esta banda habían abrevado desde muy jóvenes. El blues, el soul, el gospel, el country, el folk, el rock and roll y otras corrientes tradicionales se funden en cada una de las canciones que conforman el álbum y lo hacen con una sensibilidad exquisita, fresca, auténtica. Se trata de una obra muy en la vena de lo que los Rolling Stones habían hecho aproximadamente dos décadas antes, entre 1968 y 1972, con esa tetralogía magnífica conformada por Beggars Banquet, Let It Bleed, Sticky Fingers y Exile on Main Street (para muchos, el rock nunca ha tenido mejor sonido que en esos cuatro discos). Al igual que las piedras rodantes, los cuervos negros quisieron rendir homenaje a los fundadores primigenios del género y lo lograron con igual calidad y eficacia.

La armonía sureña y música que la acompaña

Los Black Crowes habían tenido un debut explosivo con su espléndido Shake Your Money Maker (1991), una solida muestra de buen rock, con una producción seca y contundente y con temas de gran potencial comercial (“Jealous Again”, “She Talks to Angeles”, “Hard to Handle”) que fueron bienvenidos por la naciente generación grunge-MTV. No que la música de la banda tuviera mucho que ver con la de otras contemporáneas suyas como Nirvana o Soundgarden, pero si existía la misma fuerza, la misma rabia, la misma visceralidad. En cambio, The Southern Harmony and Musical Companion significó un viraje hacia un estilo más fino, de mayor sutileza, sin que ello implicara que la agrupación de Atlanta, Georgia, perdiera una gota de su poder expresivo. Para ello fue muy importante la incorporación del guitarrista Marc Ford y el tecladista Eddie Hersch, así como los extraordinarios coros femeninos. Rich Robinson tuvo un papel menos protagónico pero sólo en apariencia, ya que su guitarra rítmica es la base estructural de prácticamente todos los cortes.
  Los temas de The Southern Harmony and Musical Companion fueron compuestos en cuatro días, grabados en ocho y mezclados en una sola noche. Como alguien dijera por ahí: eso es rocanrol. El disco abre con un sugerente riff de la guitarra de Rich Robinson y un sólido beat percusivo que dan paso a la impactante “Sting Me”. Chris Robinson va cantando una línea en diálogo con los coros que contestan cada frase mientras la pieza crece en intensidad. Un gran arranque que es continuado con un clásico del repertorio blackcrowesiano: la exuberante y gospeliana “Remedy”, una composición intrincada, llena de recovecos y cambios, con un puente coral lleno de sensualidad. El piano juega como jugaba el del viejo Ian Stewart con los Stones, mientras Chris Robinson suplica “Can I have some remedy? / Remedy for me please / Cause if I had some remedy / I’d take enough to please me”.
  “Thorn in My Pride” es una bellísima balada acústica que avanza sobre una rítmica acompasada y francamente deliciosa. La voz de Robinson suena un poco como la de Rod Stewart con Faces mientras canta “Sometimes life is obscene… / Lover cover me with a good dream / Let your love light shine”. La coda final es una gloria con el piano, los coros celestiales, la guitarra con ecos de Humble Pie. La siguiente maravilla se llama “Bad Luck Blue Eyes Goodbye” y es un rock lento e intenso, en el cual Marc Ford hace lucir su guitarra con un sentimiento tan desgarrado como el de Chris Robinson al cantar. La primera parte del álbum termina con la espléndida “Sometimes Salvation” y sus secos cortes en los acordes. Un gospel-blues, un canto contra la posibilidad de darse por vencido.

Nacidos cerca del Bayou
“Hotel Illness” abre con una guitarra muy a la Rolling Stones, muy a la Keith Richards, a lo que se suma una armónica muy jaggeriana. Sin embargo, una vez que transcurre, descubrimos que el tema no es una copia sino un homenaje y que el sonido sigue siendo reconociblemente el de los Black Crowes. “Black Moon Creeping” es otro gran tema, con una provocativa densidad pantanosa, lodosa, sureñamente Bayou, en tanto “No Speak No Slave” se acerca al rock duro a la Led Zeppelin, con una compleja elaboración guitarrística. “My Morning Song”, en cambio, apuesta más por la melodía sin dejar de ser fuerte y rotunda y también muy Jimmy Page en el manejo de las guitarras. La parte instrumental intermedia es fabulosa y más lo es el retorno calmo con la voz y los coros en un intercambio que remueve y conmueve. Una pieza enorme. 
  The Southern Harmony and Musical Companion culmina con la única canción que no fue escrita por los hermanos Robinson. Se trata de una preciosa y delicada versión de “Time Will Tell” de Bob Marley, interpretada con el beat del reggae pero estupendamente mezclado con un dejo de blues campirano que la hace singular y memorable. Una magnífica manera de dar término a una obra maestra de la discografía rocanrolera de todos los tiempos.

(Reseña que publiqué en mi libro Cerca del precipicio, editado por Cuadernos de El Financiero en 2012)

martes, 2 de enero de 2018

La balada de 2018


A mi padre que amaba la música y cantaba muy bien (aunque nunca coincidimos en gustos musicales), quien hoy martes hubiese cumplido 97 años de edad).

¿Qué podemos esperar en términos musicales de este 2018 que apenas inicia? Nada nuevo, a mi modo de ver. A estas alturas, es muy complicado que surja alguien que contribuya a revolucionar cualquier género. La música se encuentra tan dominada por los intereses comerciales y todo se produce bajo los más que controladores intereses del llamado mainstream que la verdadera genialidad, esa que brota muy de vez en cuando, difícilmente podría abrirse paso y cambiar aunque sea un poco lo que se hace en el rock, el pop, el jazz o la música culta, para no hablar de otras corrientes musicales.
  Es cierto que hoy día tenemos herramientas tecnológicas que permiten a los músicos depender menos o nada de las casas disqueras o los medios de comunicación, que es posible realizar grabaciones incluso caseras de muy alta calidad y difundirlas por las redes sociales. Ya muchos músicos han logrado la fama de este modo y muchos más lo seguirán haciendo.
  Sin embargo, el hecho de que esto suceda no significa que haya entre estos músicos alguien que marque un antes o un después, alguien que dé una vuelta de tuerca como la que dieron tantos, por ejemplo, en el rock de la pasada década de los sesenta o en el jazz de los cincuenta.
  Lo más seguro es que en 2018 haya muy buenos discos en todos los géneros, que se produzcan estupendas canciones, que se den nuevos avances en las técnicas de grabación. Mas fuera de eso, podemos pronosticar un año parecido al 2017: grato, interesante, bueno en general, pero sin verdaderas sorpresas.
  Será quizá que ya no se puede inventar el hilo negro y que la música es un constante reciclamiento –a veces en círculo, a veces en espiral– del cual no hay que esperar lo que ya no es posible. No lo sé a ciencia cierta, pero no esperemos un nuevo Mozart, unos nuevos Beatles, un nuevo Miles Davis, un nuevo Frank Zappa. No por ahora.

(Publicado el día de hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)