miércoles, 18 de diciembre de 2019

Who: ¿el mejor disco de 2019?


Un dato que pocos conocen es que a pesar de ser una de las agrupaciones más antiguas de la historia del rock, The Who ha grabado en total solamente una docena de discos de estudio.
  En efecto, desde 1965, cuando apareció su álbum debut The Who Sings My Generation, hasta diciembre de 2019 en que llega casi inesperadamente su más reciente trabajo discográfico, el cuarteto británico conformado hoy día por los eternos Pete Townshend y Roger Daltrey, con el apoyo de Pino Palladino en el bajo y Zak Starkey (hijo de Ringo Starr) en la batería, sólo ha producido doce discos en 54 años de existencia. Ocho de ellos, los mejores, se concentran en el periodo que va de 1965 a 1978. Luego, tras la muerte de Keith Moon, todo se fue haciendo más esporádico y al terminar el siglo XX, únicamente habían hecho dos larga duración más. Ya en la centuria actual, tan sólo tienen un par: el aceptable Endless Wire (2006) y el sorpresivo y estupendo Who, puesto en circulación apenas este 12 de diciembre.
  ¿Qué es lo que pueden ofrecer musicalmente Townshend y Daltrey a sus respectivos 74 y 75 años de edad? La respuesta es clara y contundente y la dan ellos mismos en los hechos y con su nueva obra: pueden ofrecer muchísimo.
  En un medio musical como el actual, tan mediatizado y comercializado, en el que los avances tecnológicos permiten grabar con una enorme cantidad de trucos de estudio y encumbrar a cualquier mozalbete o mozalbeta hasta las más efímeras y artificiosas alturas, llegan estos dos tipos nacidos en Londres, dos septuagenarios rasposos y sardónicos, obsoletos para un mundo tan millennial, y nos golpean la cara con un trabajo soberbio, en todos los sentidos del término.
  No, no diré que es un álbum a la altura de joyas como The Who Sell Out (1967), Tommy (1968), Quadrophenia (1973) o ese disco entre los discos, esa obra maestra absoluta y perfecta que es el Who’s Next de 1971. Pero sí está a la par de un A Quick One (1966), un The Who by Numbers (1975) o un Who Are You (1978) y por encima de platos como Face Dances (1981) o It’s Hard (1982).
  Who (Interscope, 2019) es para muchos el último disco en la carrera de The Who (aunque lo mismo se dijo cuando apareció Endless Wire, hace trece años. Pero claro, si los londinenses se tardaran otra trecena de años en sacar su siguiente placa (por allá de 2032), ya serían unos venerables ancianos de 87 y 88 años. Sería difícil. Pero otro elepé en dos o tres diciembres, tampoco suena a locura (digo, están a punto de emprender una larga gira por varios países del mundo; la energía sigue ahí, aunque Pete Townshend confesara hace poco que si hay algo que odia son las giras).
  “All This Music Must Fade” es el tema que abre el flamante álbum, una composición a la altura de las grandes piezas de Townshend, con una letra que es algo así como un canto a la inutilidad de la música –o de buena parte de ella, al menos. Sardónico como acostumbra serlo, el guitarrista y compositor deja que Daltrey interprete el tema y lo haga suyo, como sucederá con prácticamente todos los cortes del disco.
  Hay otras grandes canciones, como “I Don’t Wanna Get Wise” (no quiero volverme sabio: genial), “Detour”, “Hero Ground Zero”, “Street Song”, “Rockin in Rage” o la preciosa “I’ll Be Back” (único tema cantado por Pete Townshend y en el que una finísima armónica –¿tocada por Daltrey?– hace un contrapunto cercano al jazz-bossa nova) y hasta incursiones en la canción de protesta, caso de la desgarrada “Ball and Chain” (una crítica a la prisión estadounidense de Guantánamo, en Cuba). En dos tracks, el buen Pete compartió créditos con otro compositor: en “Beads on One String”, con Josh Hunsacker, y en la espléndida y de toques folkies “Break the News”, con su hermano Simon Townshend.
  De pronto asoman reminiscencias del Who’s Next, de Quadrophenia o del By Numbers. Porque el sonido clásico de los Who está siempre ahí, como un sello, como todo un estilo que ha trascendido el tiempo y resulta perfectamente reconocible. Cabe decir que tanto el bajo de Palladino como la batería de Starkey no desmerecen ante el legado inmortal de los inolvidables John Entwistle y Keith Moon.
  En la edición de lujo de Who hay tres cortes extras que no desmerecen con respecto al resto del disco, sobre todo “This Gun Will Misfire” y “Danny and My Ponies”. En el caso de “Got Nothing to Prove”, el sonido es como el de otro grupo y recuerda al que tenían en la era pre-Who, cuando eran los Detours, a principios de los años sesenta.
  Aparecido cuando casi todas las listas de lo mejor del año habían sido publicadas en el mundo, Who no aparecerá en casi ninguna. Es una lástima, porque muchos lo habríamos puesto como el número uno, como el mejor disco de rock de 2019.

(Publicado el día de hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

lunes, 30 de septiembre de 2019

José José: vocero del amor dolido


“Un día llegará que ya / De tanto ir y venir rodando / El cuerpo me dirá que no / Que pare, que ya está cansado / Un día llegará quizás / Que tenga que pagar muy caro / Por no saber decir que no / Al ansia de llegar más alto”, dice la primera estrofa del tema “Seré”, compuesta por el español Rafael Pérez Botija e interpretada por José José en el disco Gavilán o paloma (1985) y que hoy, a partir de su tristísima muerte, cobra tintes de epitafio.
  Confiesa en ese tema el cantante, nacido en Ciudad de México, el 17 de febrero de 1948, que no sabía decir que no, por su ansia de llegar más alto, y que por ello habría de arribar el día en que tuviera que pagar un costo muy caro. Así fue. Aunque en realidad ese costo no lo pagó este 28 de septiembre de 2019, sino desde mucho tiempo antes, cuando por una vida llena de excesos y enfermedades se vio impedido de cantar, lo cual, para alguien como él, constituyó su verdadera muerte.
  Ahora, como muchas veces suele suceder, el escándalo lo han armado sus hijos, en especial la menor de ellos, Sara, quien al parecer hizo que su padre firmara un papel en el que le dejó todos los derechos sobre su obra, en detrimento sobre todo de su hijo Joel. Las redes sociales han hervido de indignación y han situado a Sara como la nueva gran villana de México, en un pandemónium de dimes y diretes que amenaza con volverse más dramático y sufridor que las canciones del ídolo ausente.
  Porque eso fue José José: un ídolo popular, quizás el último ídolo musical que quedaba en México luego de la muerte de Juan Gabriel, y eso fueron las letras que interpretaba: una loa al sufrimiento amoroso, una celebración del dolor emocional, un canto paradójicamente jubiloso y hasta orgulloso al fracaso y la amargura. Y con eso se identificaron los millones de personas que hoy lloran su partida. Porque hay quien dice que todo mexicano que se embriague hasta el punto del llanto y la vulnerabilidad terminará por cantar alguna canción de José José. En especial si sufre eso que algunos llaman el mal de amores.
  ¿Por qué composiciones como “La nave del olvido”, “El triste”, “Volcán”, “Si me dejas ahora”, “Lo que no fue no será”, “Payaso”, “Almohada” y tantas otras lograron y siguen logrando conmover y remover las entrañas de tantos hombres y mujeres que las han hecho suyas hasta el límite de la ignominia? Veamos el caso de uno de los grandes éxitos del llamado Príncipe de la canción: “Amar y querer”, con sus frases que son como epigramas de la vida, contemplada como un flagelante valle de lágrimas.
  ¿Cuál es la tesis de esta pieza cuando dice: “Casi todos sabemos querer / Pero pocos sabemos amar / Y es que amar y querer no es igual / Amar es sufrir, querer es gozar”? Uno pensaría que lo mejor sería querer, ya que así se puede gozar. Pero no: a lo largo de la melodía vamos viendo que lo ideal es lo contrario: amar para sufrir, porque sólo por medio del dolor se aprecia el amor.  Un absurdo, diría cualquier persona emocionalmente sana. Pero lo que se privilegia aquí, como en tantas canciones cantadas por José José, es el otro lado de la moneda: el masoquismo, la dependencia sentimental y las relaciones tóxicas. Véase si no: “El que ama pretende servir / El que ama su vida la da / Y el que quiere pretende vivir / Y nunca sufrir y nunca sufrir / El que ama no puede pensar / Todo lo da, todo lo da / El que quiere pretende olvidar / Y nunca llorar y nunca llorar”. ¿No sería eso lo ideal, el nunca llorar? No para José José, quien al final de la canción se lamenta porque “Es que todos sabemos querer / Pero pocos sabemos amar”. Es decir, amar con sufrimiento.
  Se fue José José y con él toda una época. Hay quien dice que con su muerte termina al fin el siglo XX. Pero nos quedan sus canciones que ahora más que nunca serán cantadas por millones al final de fiestas y reuniones, cuando las botellas estén casi vacías y ebrios de alcohol y de dolor autoindulgente, lamentemos, ¡ay!, nuestra pésima suerte en eso que Ovidio y Erich Fromm nombraron el arte de amar.

(Texto que me publicó el día de hoy el sitio de noticias Infobae)

lunes, 26 de agosto de 2019

Celso Piña y la cumbia regia del barrio bravo (1953-2019)


Lo que muchos llaman rock mexicano, especialmente el que se viene haciendo de 30 años a la fecha, posee una curiosa característica, llamémosle un don, un toque de Midas que por desgracia no puede aplicarse a sí mismo.
  Me explico.
  A lo largo de las más recientes tres décadas, el rock nacional se ha caracterizado por su falta de identidad y por tratar de fundirse con otros géneros, en algo que muchos llaman fusión y yo definó como promiscuidad. De ese modo, al abjurar de sus raíces rockeras originarias, lo que buscó fue fundirse primero con el pop argentino y español y, más tarde, con músicas que podrían parecer impensables, como el bolero, el folclor latinoamericano, la onda grupera, el mariachi o la cumbia. Esto no provocó que el presunto rock que se hacía en México creciera o se viera enriquecido, pero sí otorgó a diversos intérpretes y creadores de otros géneros que, al ser tocados por la varita (no sé si) mágica del rock nacional, de golpe consiguieran una fama antes impensada y entraran en ámbitos y escenarios en los que jamás hubieran imaginado estar. Es el caso de gente como Paquita la del Barrio, La Tesorito, Los Tigres del Norte y, muy especialmente, cumbieros como Los Ángeles Azules y Celso Piña.
  Celso Piña falleció de un infarto, el pasado miércoles 21 de agosto, a la edad de 66 años. Nacido en Monterrey el 6 de abril de 1953, su carrera artística fue larga y difícil, aunque su gran celebridad la consiguió hasta 2001, cuando el rapero Toy Selectah, del grupo Control Machete y parte del movimiento musical conocido con la etiqueta comercial de “La avanzada regia”, le produjo el disco Barrio bravo, del cual se lanzó el sencillo “Cumbia sobre el río”. El éxito de este tema –y del video respectivo– fue inmediato y dio a conocer el nombre de Piña en México y en el mundo de habla hispana. De pronto, el cumbiero casi subterráneo fue tocado por la varita del rock nacional y eso bastó para catapultarlo a la fama (en el disco participaron como invitados Rubén Albarrán, de Café Tacuba; Blanquito Man, de King Changó; Gabriel “El Queso” Bronsman, de Resorte; Alfonso Figueroa, de Santa Sabina y miembros del grupo El Gran Silencio, el cual ya experimentaba por ese entonces y con buena fortuna con la fusión de rock, hip-hop y ritmos tropicales).
  Al año siguiente apareció el álbum Mundo Colombia, esta vez con colaboraciones de gente como Julieta Venegas, Alejandro Marcovich, Alejandro Rosso y el legendario “Flaco” Jiménez.
  Hay quienes dicen sin embargo que la verdadera consagración de Celso Piña se produjo en 2003, cuando el escritor colombiano Gabriel García Márquez asistió a uno de sus conciertos, donde bailó y disfrutó de su música, para finalmente ir a estrechar su mano en los camerinos.
  Convertido en celebridad y en sujeto de culto instantáneo, después de haber bregado duramente en los barrios bajos de la capital de Nuevo León, difundiendo la cumbia colombiana y creando todo un movimiento underground entre los sectores más populares de la ciudad, Celso Piña dio el gran salto, al ser aceptado por otras clases sociales y otras tribus urbanas. Ya no sólo era seguido por los cholos y por los llamados colombianos, sino por los rockeros de clase media urbana de todo el país, incluido el exclusivo sector hipster de la Ciudad de México, lo que en un país de cultura híper centralizada como el nuestro significaba prácticamente la bendición definitiva.
  Esto no significa que la música de Piña sea de mala calidad o que se trate de un artificioso producto prefabricado. Nada más lejos que eso. En lo suyo, la cumbia colombiana, se trata de un muy buen artista. No el genio que la mercadotecnia quiso hacernos creer, al bautizarlo incluso con sobrenombres como “El rebelde del acordeón”, pero sí un intérprete que sabía lo que hacía y lo hacía con la autenticidad que le daban sus orígenes en los barrios más bravos de Monterrey.
  El fallecido músico deja un apreciable legado musical, con casi una treintena de grabaciones, además de que Canal Once, la televisora del Instituto Politécnico Nacional, le produjo el documental Celso Piña: el rebelde del acordeón (2012), dirigido por Alfredo Marrón Santander, en el que se indaga el surgimiento de los sonideros y la gran popularidad de la cumbia colombiana en “La Indepe”, el barrio bravo de Monterrey en donde Celso creció y donde fue el primero en interpretarla en directo en bailes y fiestas familiares, hasta llegar a la fusión de ritmos que lo volvieron mundialmente conocido.

(Artículo que con el seudónimo de Alejandro Michelena escribí para "Acordes y desacordes", el sitio de música que coordino para la revista Nexos y que salió publicado el día de hoy)

lunes, 5 de agosto de 2019

Steve Mason y la reivindicación del buen rock pop


Quizás el mejor rock pop de todos los tiempos fue el que se produjo durante la segunda mitad de los años sesenta de la centuria pasada. De hecho, no se le llamaba rock sino simplemente pop. Me refiero a ese rock con prevalencia de la melodía, combinado con grandes armonías vocales e instrumentales y basado en ritmos normalmente sujetos al 4/4. En general, se trataba de composiciones que respetaban la estructura más tradicional de la canción popular, con una clara definición de las estrofas y los coros, estos casi siempre con los suficientes ganchos como para quedarse en la memoria de los escuchas.
  Me refiero al rock que surgió tanto en la Gran Bretaña (la famosa Ola Inglesa) como en las dos costas de los Estados Unidos, con ciudades emblemáticas como San Francisco, Los Angeles y Nueva York.
  Fueron los Beatles los principales representantes del género y tras de ellos vino un caudal de grupos y solistas que literalmente llenó de extraordinaria música la etapa que va de 1964 a 1971, aunque esta pueda ser una medida temporal arbitraria.
  Escocia no fue la excepción de esta marea rock-popera y tuvo entre sus figuras más representativas a The Incredible String Band y, muy especialmente, a Donovan Leitch, mejor conocido con el simple nombre de Donovan, a quien se llegó a considerar en sus inicios como el Bob Dylan británico, aunque más tarde consiguió un estilo propio que influiría en los músicos escoceses de las décadas posteriores y ejemplos de ello son Aztec Camera, Teenage Fan Club, Texas, Travis y, sobre todo, Belle & Sebastian y The Beta Band. En todos ellos la importancia de la melodía es esencial, más allá de que cada uno haya desarrollado un estilo particular.
  Es de The Beta Band, formado en la ciudad de Edimburgo en 1996, que surgió Steve Mason, quien fungió como su vocalista y guitarrista principal. El sonido del grupo siempre fue heterodoxo, una mezcla de estilos al que llamaron folk hop y que incluye elementos del folk, el rock, el trip hop, la electrónica y la música experimental. En total sólo grabó tres álbumes en estudio (The Beta Band, 1999; Hot Shots II, 2001; Heroes to Zeros, 2004), hasta su disolución en 2005.
  Mason siguió como solista, con un proyecto al que llamó King Biscuit Time, aunque sólo grabó un disco (Black Gold, 2006) sin mucha trascendencia. Más tarde repetiría la misma receta, esta vez bajo el nombre de Black Affaire y otra vez con un único y poco conocido larga duración (Pleasure Pressure Point, 2008). Fue hasta 2010 que decidió grabar con su nombre y fruto de ello fueron cuatro estupendos discos: Boys Outside, 2010; Ghosts Outside, 2011; Monkey Minds in the Devil’s Time, 2013 y Meet the Humans, 2016. Tres años después, ya en pleno 2019, Steve Mason ha regresado con un gran trabajo discográfico: About the Light, distribuido por Domino Records.
  Nos encontramos ante una obra que reivindica a plenitud el rock pop en la mejor de sus expresiones. Mientras sus cuatro álbumes previos contienen ese ánimo por la experimentación que tan caro fue a The Beta Band, About the Light es mucho más vivo y orgánico, en especial porque fue grabado con todos los músicos tocando al mismo tiempo como un verdadero conjunto de instrumentistas.
  Producido por Stephen Street, quien ha trabajado para Morrissey, Blur y los Cranberries, el álbum está lleno de frescura, espontaneidad y una energía muy especial, casi me atrevería a decir que sesentera, aunque eso no significa que suene anticuado o, para decirlo en lenguaje milenialista, vintage. Por el contrario, la producción es pulcra, limpia, pero sin sonar pasteurizada o con esa perfección tan propia de lo que hoy se denomina como música pop y que tan alejada se encuentra del rock pop primigenio. No hay en la grabación abuso alguno de las actuales herramientas de estudio y eso es lo que permite que Mason y sus acompañantes se escuchen tan auténticos y sinceros.
  Cierto que hay por ahí el uso de sintetizadores, pero es un uso más bien discreto y que queda por debajo de las guitarras, las baterías, los instrumentos de aliento (metales reales), los coros femeninos y, por supuesto, la cálida y expresiva voz del solista.
  De ese modo, nos encontramos con canciones como la abridora y sensacionalmente explosiva y pantanera  “America Is Your Boyfriend” (una crítica irónica a la relación entre Gran Bretaña y los Estados Unidos); la íntima y entrañable “Rocket”; la muy sesentera (hay algo de The Byrds, aunque también de R.E.M., en esas punteadas guitarras jangle) “No Clue”; la homónima y brillantemente rockera (alguien ha dicho que encajaría perfectamente en el Exile on Main Street de los Rolling Stones) “About the Light”, con su irresistible y repetida frase “Get out your life and go home”; la extraordinaria e intrincada “Fox on the Rooftop” (a mi modo de ver el mejor corte del disco, una composición exquisita y misteriosa, de una finura estrepitosa).
  Con “Stars Around My Heart” sobreviene un cambio rítmico más acelerado para otra gran pieza, con un fantástico riff y un arreglo de metales estupendo; “Spanish Brigade” es otro corte lleno de encanto rock-popero, mientras que con “Don't Know Where?” surge una atmósfera más meditativa y nostálgica de enorme belleza.
  About the Light concluye con dos grandes composiciones de Mason: primeramente, la bodiddleyana y pop-bluesera (si se me permite el término) “Walking Away from Love”, un tema en verdad sensacional, con diversos cambios de atmósfera y hasta de género, aunque la irresistible guitarra à la Bo Diddley es lo predominante. La culminación del plato llega con “The End”, casi un himno que lleva al álbum a un crescendo previo a su brillante final.
  Parece claro que Steve Mason disfrutó al hacer este disco y lo transmite de la mejor manera. Atrás quedaron los días en que el músico paso por duros periodos de depresión y de fracasos personales y profesionales. Hoy, el escocés puede decir que las cosas, en su vida y en su carrera, giran acerca de la luz.

(Reseña mía, publicada el día de hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

viernes, 2 de agosto de 2019

The Warning: el crimen y el disco perfectos


¿Cuántos discos fuera de serie ha dado el rock que se hace en México, desde que se grabó la primera canción de un grupo nacional en 1958? En 61 años transcurridos a partir de entonces, ¿cuántos discos producidos por el rock nacional podrían catalogarse como prácticamente perfectos? ¿En cuántos puede decirse que todas y cada una de las canciones que contienen son estupendas y que ni una sola está ahí de relleno? En muy pocos. Tan pocos que podríamos contarlos con los dedos de una mano y quizás el índice o el pulgar saldrían sobrando.
  Pienso en el Odio Fonqui (1994) de Jaime López y José Manuel Aguilera. En el No me hallo (1988) de El Personal. En La Tempestad (1997) o Lo eterno (2018) de La Barranca. Tal vez en Símbolos (1994) o Babel (1996) de Santa Sabina… y paro de contar.
  Los fanáticos de lo que desde hace cuando menos 30 años he llamado el rockcito dirán que cómo puedo dejar fuera a El nervio del volcán (1994) de Caifanes, El circo (1991) de La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, Re (1994) de Café Tacuba, Hombre sintetizador (1999) de Zurdok o ¿Dónde jugarán las niñas? (1997) de Molotov, entre otros. Buenos discos, concedo, mas lejos de la perfección. Todos ellos tienen cortes destacados pero también varios que resultan francamente prescindibles.
  El rock, en México y en el mundo, hace tiempo que está desaparecido. La industria y los medios (con la complicidad pasiva de los músicos) se han encargado de aislarlo, de mantenerlo en algún lugar que se ha dado en calificar como “alternativo”. En aras de la sobreproducción y la artificialidad, se ha sacrificado a todo un género para favorecer una música pop cada vez más vacía e intrascendente, cada vez más consumible y desechable. Música hecha bajo receta, con fórmulas preestablecidas que garanticen la rápida difusión y, por ende, las ventas cuantiosas. Musak.
  Ya ni siquiera se da importancia a los discos de larga duración. Los álbumes que, décadas atrás (hablo sobre todo de los años sesenta y setenta del siglo pasado, con un cierto renacer en los noventa), eran el sumum del arte rockero, hoy son piezas de museo o de nostalgia y los grupos y solistas privilegian al “sencillo”, es decir, la canción sola y aislada, fuera de cualquier contexto, de cualquier idea conceptual. Las cosas han llegado a tal grado que se organizan conferencias de prensa para presentar no el disco de determinado grupo o cantante, sino su sencillo más reciente. Eso sí, con el video que lo acompaña.

  Frente a ello, se pierden la ilusión y el entusiasmo de quienes amamos al rock. En lo personal, aunque de pronto encuentro propuestas que me gustan, de tiempo atrás ninguna lo ha hecho de manera tal que me haga vibrar o me produzca alguna ligera emoción. Creo que desde “Stairway to Heaven” o “The Great Gig in the Sky” no he vuelto a escuchar una pieza que me cause escalofríos o me ponga chinita la piel, si se me permite la ñoña pero ilustrativa expresión.
  El hecho es que hace algunas semanas, para ser más preciso en junio de este 2019, me apareció, no sé cómo ni por qué, una sugerencia en YouTube. Un grupo llamado The Warning, conformado por tres jovencitas de la ciudad de Monterrey y su canción “Dust to Dust”. Pude haberlas ignorado. ¿Una agrupación mexicana que además canta en inglés, algo que he cuestionado en múltiples ocasiones? En condiciones normales, las habría dejado pasar. Pero por alguna razón misteriosa no lo hice y le di play al video, grabado durante una presentación en El Lunario de la Ciudad de México en noviembre de 2018. El impacto fue inmediato. El golpazo de poder y electricidad me dejó atónito. No podía creerlo. ¿Qué demonios era aquello? ¿Cómo era posible que tres lindas niñas que podrían estar haciendo músiquita pop fueran capaces de transformarse en un arrasante power trío y brindar no sólo un sonido que yo no había escuchado en decenios, sino un desempeño escénico espectacular y vibrante, de una autenticidad que ya parecía imposible de encontrar?
  Vi el video varias veces y busqué otros, en especial de ese mismo concierto en El Lunario. Vaya cosa. Todos eran fantásticos. Tenía que saber quiénes eran esas jovencitas tan talentosas y tan genuinamente rocanroleras. Así me enteré de que eran las hermanas Daniela, Paulina y Alejandra Villarreal, las mismas que hace cinco años sacaron un video, también en YouTube, en el que interpretaban un cover de “Enter Sandman” de Metallica. De inmediato até cabos. Aquella actuación casera, desde el sótano de su casa, era muy buena y asombrosa (y viral: hoy cuenta con casi 20 millones de vistas). Pero quién iba a imaginar, un lustro después, que The Warning evolucionaría de tal manera y que en 2019 estaría en un nivel artístico y musical muy superior al del 99.99 por ciento de las “bandas” nacionales.
  No entraré en detalles sobre el historial del trío de 2014 a la fecha. Quiero concentrarme (después de esta larga introducción) en su disco más reciente, Queen of the Murder Scene (2018), su segundo larga duración, grabado en forma independiente, después del excelente XXI Century Blood (2017) y del EP Escape the Mind (2015).
  The Warning rescata la idea del álbum conceptual, al grabar trece composiciones propias en las que se narra una historia, la de una mujer que va del enamoramiento al amor y de ahí a la posesión, el acecho, el crimen y el suicidio. Un tema muy fuerte, violento y oscuro para tres compositoras jóvenes que –dirían algunas mentes asustadizas– podrían estar escribiendo acerca de amores rosas e ilusiones románticas y no de temas propios de una novela negra. Sin embargo, es eso lo que hace aún más efectivo el disco, más idónea la música y más certeras las letras.

  Queen of the Murder Scene arranca precisamente con “Dust to Dust”, la canción con la que tuve la fortuna de descubrir a The Warning. Se trata del prólogo de este relato que sigue a una mujer desde la frustración que no puede evitar hasta una creciente obsesión que desemboca en la locura criminal. Como apuntó alguien por ahí: es la historia de una joven atrapada por el amor obsesivo y la compulsión criminal.
  Musicalmente, “Dust to Dust” es perfecta, con una construcción llena de sabiduría y matices precisos y estrujantes. Desde la hipnotizante figura del bajo inicial (por ahí leí que la canción fue compuesta por la bajista, Alejandra, la más joven del grupo, quien tenía escasos trece años de edad cuando apareció el disco –hoy tiene 14–, lo cual aumenta mi admirado asombro) y la súbita irrupción de una batería poderosa y un riff de guitarra con aires al mismo tiempo metaleros y arábigos, sabemos que se anuncia algo verdaderamente extraordinario. La breve introducción da lugar al canto de Paulina, baterista y una de las dos voces principales, quien con su timbre grave y potente da todo el sentido a la interpretación, apoyada por las armonías vocales de sus hermanas hasta llegar al infeccioso coro: “Polvo a polvo, nuestros huesos se oxidarán / y volveremos a empezar” y el estallido que prosigue: “Oye, ¿a dónde vas? / No confíes en todo lo que escuchas. / ¿No estás harto de correr? / Es mejor quedarse aquí”. El crescendo rumbo al final estremece al escucha y lo prepara para todo lo que viene.
  “Crimson Queen” abre el primer capítulo de la historia. Se trata de una muy bella y desgarrada balada acústica que lo mismo remite a Led Zeppelin (alguna remota reminiscencia hay ahí de “Going to California”) que al grupo Heart de las hermanas Ann y Nancy Wilson. Daniela hace suya esta pieza con voz al mismo tiempo dulce y retadora y sus sutiles guitarras de corte folk y medieval. Es el canto de un personaje femenino desconcertado y enamorado, de una mujer confundida por sus contradictorios sentimientos amorosos.
  Viene entonces la vertiginosa explosión de “Ugh”. Nuevo arranque de bajo y otra vez una guitarra filosa que recuerda a System of a Down. Es una canción de obsesión enfermiza y de peligrosa enajenación expresada sin dudas o titubeos por la voz, áspera aquí, de Daniela. La parte  con el piano final casi parecería un brevísimo homenaje a Faith No More.
  “The One” es otra composición sublime. Luego de un inicio que se acerca a la balada rock, va escalando en intensidad hasta restallar como una lluvia de fuegos de artificio y dar pie a otro piano que marca la parte media para desembocar en una nueva ola ascendente en la que el personaje, la personaja, de la narración se ilusiona con ser la única que exista para la persona amada. Es una plegaria inútil, un ruego exigente que se quedará en eso: “Mi corazón es sincero, late por ti” o “Me verás a mí y sólo a mí”. Todo para llegar a una conclusión angustiosa, reflejada en una música emocionalmente conmovedora: “¿Está todo en mi cabeza? / ¿Fue algo que dijiste que dejó mi corazón expuesto? / Sé que no soy la que está en tu mente / pero aún así, yo seré la única”.

  El segundo capítulo comienza con “Stalker” que, como su nombre lo dice, es un tema que habla de ese acoso que suele derivar de la obsesión y que puede hacernos perder la cabeza hasta niveles infernales. Todo inicia con un piano nostálgico y un canto suplicante y entregado, ese que se da cuando se abre el pecho y se muestra el corazón sin reservas. Daniela canta con giros casi blueseros para derivar en una súplica rota que acepta el amor loco, en una de las canciones más deliciosamente siniestras y desesperadas del disco. “Soy una maniaca cuando se trata de ti / Estoy obsesionada con lo que podríamos ser los dos”, “Te tendré algún día / Te tendré por siempre”. El clamor del clímax es escalofriante, con la música llegando a extremos inesperados: “Te quiero para que me ames / Tócame / Déjame estar en tu corazón”. La nostalgia pianística retorna al final, pero con una ternura retorcida que anuncia cosas poco propicias y muy espeluznantes.
  “Red Hands Never Fade” es otra incursión en el rock más rápido y pesado. Sin embargo, es una pieza que habla de súplica y perdón, ese perdón que no se encuentra y que vuelve más exasperante la situación (“Lo sé, eso fue un error / Pero tú no perdonas y no olvidas.”). La mujer de la historia ha cometido ese error imperdonable que no puede borrar ante el hombre que anhela, “porque las manos rojas nunca se desvanecen”.
  El relato sigue su tortuoso camino (aunque en la parte musical es brillantemente ejecutado) con “The Sacrifice”. De la súplica del perdón a la advertencia (the warning). Es como el aviso final: o se arregla esto o se va todo al carajo y hasta las últimas consecuencias. Una gran canción con el trío de poder que llega hasta alturas insospechadas.
  Sin embargo, las alturas a alcanzar todavía serán mayores. “Sinister Smiles” lo demuestra. Vaya composición. Se trata del tema que inicia el tercer capítulo y su letra revela que la mujer de la narración ha asesinado al ser amado por negarse a estar con ella (“mis manos / tu sangre”). Desde la batería, Paulina canta con una fuerza comparable a la de los tambores y los platillos que golpea con una precisión que sin exagerar hace pensar en la reencarnación de John Bonham. Al igual que sucede con “Dust to Dust”, es una pieza en la que la virtuosa baterista brilla con luz propia. El coro es inolvidable con su “Break, break, just break apart” y la segunda voz de Daniela deriva en primera voz durante la parte final, para una culminación apoteósica con secos acordes de guitarra que confirman que fueron los Kinks el primer antecedente del heavy metal.
  “Dull Knives (Cut Better)” es el tema más thrash del álbum (Metallica podría hacer un cover en retribución a The Warning). Es la canción de la culpa después del crimen. Otro vértigo musical con una más que sólida y precisa sección rítmica (ese bajo de Alejandra, esa batería de Paulina) que funciona a la perfección para la guitarra y el canto (más las armonías vocales de sus dos hermanas) de Daniela: “Agujas que perforan mi cerebro / Lentamente aumentan el dolor. / Estoy arrancando rosas pero guardo las espinas”. Poesía pura.

  Tal vez la parte cumbre del LP sea la composición que da nombre al mismo. “Queen of the Murder Scene” posee una perfección musical asombrosa. Los riffs, los cambios, la intensidad, el increíble y expresivo solo de guitarra que nos lleva al recuerdo del mejor Jimmy Page, la solidez rítmica, la intencionalidad en el canto de Daniela, todo para contarnos que la mujer ha superado el complejo de culpa y se asume como una fría asesina (“Soy una máquina sin emociones”), casi vanagloriándose de su acción, una verdadera reina de la escena del crimen.
  No menos bueno es “P.S.Y.C.H.O.T.I.C.”, una especie de punk metal lleno de sabrosa ironía, con el que inicia el cuarto y concluyente capítulo de esta novela negra musical que es también una especie de rock ópera. Tal vez sea la mejor letra de todas y acontece cuando ella ha sido ya atrapada y llevada ante las autoridades (“Porque la sangre que sangro ya no es roja. / Es negra como las palabras que se repiten en mi cabeza. / Mi cordura se ha ido y mi moral está equivocada. / Y sé lo que ellos dicen: / Que estoy loca, que debo irme al infierno. / ¿Crees que soy ciega? / ¿Crees que no puedo decirlo? / Sé a dónde voy, sé a dónde iré / Y cuando descienda, me sentaré en mi trono. / Hay algo dentro de mí / de lo cual no me puedo esconder / Se ríen en mi presencia / se ríen cuando lloro / Mis ojos se han vuelto salvajes / su luz no es humana / puedo sentir que sonrío”). Musicalmente,  es como si los Ramones se toparan con Iron Maiden. Los coros que deletrean el título (con una especie de porra de cheer leaders) son otra delicia y el redoble de tarola con las voces que ascienden para terminar en un grito de niña desaforada (cortesía de Paulina) es una de las partes más estremecedoramente divertidas de todo el plato. Otro otro punto culminante, otro high light.
  El álbum se acerca a su terminación, pero aún quedan dos cortes tremendamente disfrutables. “Hunter” es otro rock duro que inicia con un fenomenal riff metalero muy de la escuela clásica del género. El tema todo es en sí muy clasicista y poderosamente imponente.
  “No me arrepiento, desearía poder olvidar. / Porque todas las cosas que he hecho y todas las cosas que he dicho se quedan conmigo”, canta Paulina en el majestuoso track final, llamado precisamente “The End”. Es otra joya. La voz plena de pasión de la baterista conmueve hasta las entrañas, desde las vibraciones de un alma que a pesar de todo asume el crimen que cometió y acepta su inevitable andar por la carretera que conduce al infierno. Un nuevo, espectacular y lleno de alma solo de guitarra de Daniela, el piano inicial, una combinación suntuosa de las tres voces en armonía y un crescendo exultante para culminar un trabajo discográfico impresionante, una de las pocas obras maestras del rock en México.
  ¿Cómo hicieron estas tres jovencitas regiomontanas, de 18, 16 y 13 años en 2018, para escribir, arreglar e interpretar ellas solas esta maravilla? Sin apoyo de disqueras (el único apoyo que reciben es el de su propio público, por medio del sitio Patreon), sin más publicidad que la de las redes sociales y la del boca en boca, han logrado situarse muy por encima de todo lo que se hace hoy en México. Son rocanroleras auténticas, instrumentistas virtuosas, músicas y letristas completas que por sus edades aún tienen muchísimo que dar. Pero sobre todas las cosas son auténticas y apasionadas o, para mejor decirlo, pasionales: sienten su música y saben transmitir ese sentimiento en las entrañas del escucha. ¿Hasta dónde llegarán? Sólo el tiempo lo dirá, pero estoy cierto de que lograrán lo que ninguna otra  agrupación de rock de nuestro país y que no falta mucho para que sean reconocidas a nivel global.
  Por lo pronto, este agosto entran al estudio de grabación y para finales de año aparecerá su tercer disco. Esperémoslo con gusto y expectación.
  This is not the end.

(Artículo publicado el día de ayer en el sitio Juguete Rabioso que dirige Mixar López)

martes, 23 de julio de 2019

"Dummy" de Portishead


¿Quién inventó el trip hop? Difícil decirlo. La mayoría de los conocedores se inclina por afirmar que el género fue iniciado por Massive Attack en la ciudad de Bristol, Inglaterra. No lo podemos asegurar a ciencia cierta. De cualquier modo, no es el propósito de este artículo dilucidar esa cuestión sino hablar del proyecto que logró popularizar a esta música alrededor del mundo y el vehículo por medio del cual lo consiguió. Me refiero, claro está, a Portishead y a su álbum debut, Dummy (Go! Records,1994).
  El estilo de Portishead, a (leve) diferencia del de Massive Attack, es menos áspero y con mayores tendencias a lo melodioso. A ello contribuye sin duda la aportación vocal de la extraordinaria Beth Gibbons, dueña de un timbre al mismo tiempo suave y provocativo, sensual y profundo, pero sobre todo altamente expresivo. Cuando su talento como cantante se sumó al del multi instrumentista Geoff Barrow, la combinación tuvo un efecto inmediato y dio como resultado un estilo que no teme coquetear con el pop (en la mejor acepción del término), sin abandonar ese mood oscuro y con ciertos aires ominosos que caracteriza al trip hop en su estado más puro. El dueto Barrow-Gibbons supo mantenerse en el filo y a diferencia de Morcheeba o Moloko, por ejemplo, jamás ha traspasado del todo la línea de ingreso al mainstream. Digamos que estos dos personajes han tenido la suficiente sabiduría como para estar en un punto medio entre lo que han hecho esas dos agrupaciones y lo que hacen Massive Attack y Tricky.

Un disco llamado Dummy
El primer trabajo discográfico de Portishead es una absoluta obra de arte. En Dummy están presentes los beats lentos y acompasados del trip hop, esas atmósferas tan seductoras que aquí se ven enriquecidas con elementos musicales provenientes del acid jazz, el cool jazz e incluso la música para cine. Beth Gibbons y Geoff Barrow trabajaron juntos no sólo en la interpretación de los temas, sino en la composición y los arreglos. Cuando se conocieron, en 1991, en la ya mencionada Bristol, en la costa oeste británica, ella había sido cantante de bares y él había trabajado en el estudio de grabación Coach House, al lado de Tricky; también había escrito canciones para Neneh Cherry (como “Somedays”, aparecida en el álbum Homebrew) y había sido productor de remezclas con Primal Scream, Paul Weller y Depeche Mode. Al entrar en contacto, la química creativa se dio de inmediato entre ambos y durante dos años trabajaron –en ocasiones junto con el guitarrista de jazz Adrian Utley– en lo que serían dos discos: el primero, la banda sonora de un corto cinematográfico llamado To Kill a Dead Man (en el cual incluso Barrow y Gibbons actuaron) y el segundo, Dummy. Cuando los directivos de la disquera Go! escucharon el soundtrack del filme, se interesaron en Portishead y firmaron al dueto para producirle su obra debutante, en la cual sólo intervinieron otros dos músicos: el ya señalado Adrian Utley y el ingeniero de sonido Dave MacDonald, quien se encargó de la batería y las máquinas de ritmos.
  Cuando apareció, Dummy pasó prácticamente inadvertido, sobre todo por el poco interés que mostraron Barrow y Gibbons por promoverlo en los medios. Ella en especial siempre ha sido repelente a las entrevistas y las conferencias de prensa y eso ayudó muy poco a difundir el plato. Lo que finalmente contribuyó para darlo a conocer fueron los videos que se hicieron con los temas “Numb” y “Sour Times”. Gracias a ello, el estilo de Portishead comenzó a ser notado y de golpe tuvo una aceptación muy grande, no sólo en el Reino Unido, sino en toda Europa y Norteamérica. Casi sin proponérselo, el dúo se convirtió en una entidad famosa y su flamante álbum vendió cientos de miles de copias en todo el planeta, más aún con la aparición de los sencillos (con sus respectivos videos) “Glory Box” y “Sour Times”, este último muy difundido por MTV.

Una producción impecable y algo más
Dummy no sólo es un disco muy fino y muy bien producido, sino una obra llena de emoción y sensibilidad a flor de piel. A la vez umbrío y luminoso, es como una sucesión de atmósferas que de pronto son claustrofóbicas y de pronto se abren como enormes espacios de sonido. Tomando como base los breakbeats del trip hop, la obra transcurre por sendas misteriosas que inquietan, deslumbran y llegan a causar escalofríos, pero que también pueden conmover y llevarnos desde la angustia hasta la ternura. A partir de la inicial “Mysterons” –la cual inicia con un lento ritmo marcial y un inquietante theremin que abren paso a la voz anhelante de Beth Gibbons–, sabemos que vamos a enfrentar una aventura musical incierta. Lo confirmamos con la esplendorosamente triste “Sour Times”, en la cual el leit motiv es un sampler de Lalo Schifrin, mismo que le da ese tono de música para spaghetti western, apoyado por la guitarra de Utley y los teclados ambientales de Barrow. De ese modo se suceden las piezas restantes: la extraordinaria “Strangers” (con un ritmo más a la hip hop, un sampler de Weather Report y un arreglo bizarrísimo), la maravillosamente onírica e inasible “It Could Be Sweet”, la casi religiosa “Wandering Star”, la sublime “It’s a Fire” (órgano Hammond incluido), la cuasi sardónica “Numb”, la absolutamente sublime “Roads”, la sensualmente melancólica “Pedestal”, la tenue y casi discreta “Biscuit” y la concluyente y gloriosa “Glory Box”.
  Con Dummy, Portishead trascendió los estrechos márgenes que por entonces tenía el trip hop y tal vez debido a su explícito tono melancólico –que mucho se apróximaba a lo depresivo–, supo llegar a las sensibilidades de quienes se sentían atraídos por grupos formalmente diferentes pero con un fondo similar, en específico los grungeros encabezados por Nirvana y Alice in Chains. El rock ruidoso de éstos y la música sutil de los de Bristol tenían más puntos de contacto de los que se podían entrever en primera instancia.

(Reseña que escribí para la sección "La nueva música clásica" de La Mosca en la Pared No. 94, aparecida en 2004).

viernes, 28 de junio de 2019

The Warning: el secreto mejor guardado del rock en México


Muchos lectores recordarán que por allá de 2014, apareció en YouTube el video de tres lindas y talentosas niñas en un estudio casero de ensayo, interpretando una versión sensacional, llena de energía y con una perfecta ejecución de la canción “Enter Sandman” de Metallica.
  Las chiquillas eran hermanas y tenían escasos 14, 12 y 9 años de edad. Se trataba de Daniela, Paulina y Alejandra Villarreal, originarias de la ciudad de Monterrey, Nuevo León. El video había sido subido por ellas para que sus abuelitos pudieran ver cómo tocaban. No había otra pretensión y sin embargo…
  La interpretación comenzó a hacerse viral de la manera más vertiginosa y en menos de un año tenía ya siete millones de vistas en todo el mundo (hoy tiene cerca de doce millones). Fue tanta la difusión que el propio James Hetfield, guitarrista y vocalista de Metallica, lo recomendó. Tal fue su éxito que fueron invitadas al programa de la popular conductora estadounidense Ellen DeGeneres, quien no sólo quedó impresionada, sino que donó diez mil dólares a cada una de las chicas para que tomaran un curso de cinco semanas en el Berklee College of Music, quizá la universidad privada de música más importante del mundo, situada en Boston, Massachusetts.


  Cinco años después, The Warning está convertido en el secreto mejor guardado del rock que se hace en México, aunque por fortuna ese secreto está siendo develado cada vez más y el grupo se ha establecido ya como un power trío impresionante, con un EP y dos álbumes grabados de manera independiente y una treintena de composiciones propias de una perfección musical y rocanrolera verdaderamente asombrosa.
  Daniela Villarreal (19 años, guitarra y voz), Paulina Villarreal (17 años, batería y voz) y Alejandra Villarreal (14 años, bajo y voz) han hecho de The Warning una agrupación sólida y perfectamente integrada, con un sonido duro, potente, agresivo, pero a la vez dúctil y lleno de matices. No sólo eso. Lo más importante, a mi modo de ver, es que esas tres jovencitas han rescatado el verdadero espíritu del rock, su esencia misma. Lejos de dar concesiones y buscar el éxito fácil, lejos de tratar de integrarse a la industria y aceptar las exigencias de la comercialización, han mantenido una admirable línea independiente y eso les ha permitido hacer arte con una autenticidad que en estos tiempos resulta no sólo extraordinaria sino conmovedora.
  De ellas ha dicho el video reseñista norteamericano Ryan Rebalkin: “No puedo entender cuál ADN corre por sus venas. Parecería que los dioses del Olimpo del rock, como Jimi Hendrix y John Bonham, hubiesen bajado a la Tierra y dijeron: ‘Vean, el mundo ha perdido el espíritu rocanrolero. Daremos a estas tres niñas nuestro ADN para reencarnar en ellas’”.
  Concuerdo con lo dicho por Rebalkin. No exagera en absoluto. En una época en la que las nuevas generaciones, incluidas la de los millennials y la llamada generación Z, a la que pertenecen las hermanas Villarreal, gustan mayoritariamente del pop y de la música fabricada por medio de recetas y fórmulas preestablecidas, surge The Warning sin más elementos instrumentales que una guitarra eléctrica, un bajo y una batería. No hay en sus grabaciones y en sus actuaciones en concierto el menor uso de tecnologías ultrasofisticadas ni el abuso de efectos de sonido artificiosos. Aquí todo es como es y como debe ser. Sus composiciones están construidas con una sabiduría asombrosa, sobre todo al tratarse de personas tan jóvenes. Es el suyo un rock genuino que abreva del rock duro de fines de los sesenta y principios de los setenta, pero con ecos que remiten de pronto a algunos guiños ochenteros y también al rock de los noventa, en especial al grunge. De ese modo, así como podemos reconocer influencias de Hendrix y de Black Sabbath, de Led Zeppelin y de Deep Purple, también está en ellas mucho de lo mejor que ha dado el heavy metal a lo largo de su historia, incluido el thrash de Metallica o el rock seco de AC/DC, pero igualmente hay ecos de Pat Benatar, Patti Smith, Soundgarden, Faith No More y Nirvana (su más reciente composición y la primera que escriben con letra en español, la estupenda “Narcisista”, es algo así como si la antigua Cecilia Toussaint cantara una pieza de Kurt Cobain).

  Ya que hablamos del idioma en que cantan las integrantes de The Warning en sus discos, el inglés, y dado que como crítico siempre he cuestionado con acritud a los grupos mexicanos que hacen sus canciones en esa lengua, justificar a The Warning podría parecer una contradicción de mi parte. Lo es en buena parte. No obstante, en este caso pienso que la manera de componer de las tres regiomontanas es más natural, no sólo porque desde muy pequeñas y por influencia de sus padres básicamente han escuchado rock estadounidense y británico, sino porque además han vivido o viven en Texas y dominan el inglés tanto como el español. Eso se nota en la construcción de sus letras y en la manera de interpretarlas: saben lo que están diciendo al cantar, al contrario de muchas banditas nacionales que, en la inútil búsqueda de una ilusoria internacionalización, realizan pésimas letras en un inglés que a todas leguas se nota que no dominan y que pronuncian de un modo fatal. Todo lo contrario a Daniela, Paulina y Alejandra Villarreal que son tan anglo como hispanoparlantes, no por nacimiento en el primer caso, pero sí debido a su situación geográfica y su notoria facilidad para los idiomas. Y ellas sí están logrando la internacionalización, además de que ya empezaron a componer en español con gran fortuna.
  Tres son las grabaciones de The Warning hasta el momento. El EP Escape the Mind (2015) con cinco canciones originales, un trabajo interesante pero que no permite escuchar aún el sonido actual del trío. De hecho, suena más a rock pop que al rock duro que hoy lo distingue. Sin embargo, es un primer paso que ya muestra sus capacidades creativas, instrumentales y vocales y que cuenta con la excelente canción “Free Falling”.
  Con XXI Century Blood (2017) ya estamos hablando de otra cosa. El primer larga duración de The Warning es toda una revelación desde el primer corte, el explosivo tema hómonimo “XXI Century Blood”, del cual existe un muy buen video. Un gran tema que da pie a varios más de los trece de que consta el disco, entre ellos uno que ya es un clásico absoluto del grupo: “Survive”. Destacan también “Shattered Heart”, “When I’m Alone”, “Unmendable”, “Copper Bullets” y “River’s Soul”. Aparte de los tres instrumentos característicos del power trio, hay aquí guitarras acústicas y pianos que son tocados por cada una en diferentes momentos.
  Pero lo mejor de The Warning (hasta ahora, por supuesto) habría de llegar un año después, a fines de 2018, con la aparición del álbum Queen of the Murder Scene, una verdadera obra maestra en la historia del rock que se hace en México. Avanzando a pasos agigantados, las hermanas Villarreal entregaron un trabajo impecable, mucho mejor producido, con un sonido asombroso, un estilo consolidado y composiciones extraordinarias como “Dust to Dust”, “Crimson Queen”, “Ugh”, “The One”, “Stalker”, “Red Hands Never Fade”, “The Sacrifice”, “Sinister Smiles”, “Dull Knives (Cut Better)”, “Queen of the Murder Scene”, “P.S.Y.C.H.O.T.I.C.”, “Hunter” y “The End (Stars Always Seem to Fade)”. ¿Que mencioné los trece cortes del disco? Justamente eso hice, porque los trece son fantásticos.

  Todavía hace unas semanas, The Warning dio una nueva sorpresa: su primera canción en español. Había dudas al respecto. ¿Lograrían adaptarse a nuestro idioma, es decir, al suyo propio, sin traicionar su estilo. La respuesta es felizmente afirmativa: “Narcisista”, su flamante sencillo, es una muy buena pieza de rock sólido y con los ganchos suficientes para hacerla memorable.
  ¿Quién iba a imaginar que aquellas niñas que tocaban (y muy bien) covers de Metallica o Mötley Crüe y que se habían iniciado en la música estudiando piano clásico, hasta que una Navidad, siendo aún muy pequeñas, recibieron como regalo la primera versión del Rock Band y se descubrieron como una potencial agrupación de rock iban a alcanzar semejantes alturas antes de llegar a los veinte años de edad?
  Pero ahí están, listas para comerse al mundo desde una decidida y convencida posición de independencia (han recibido diversas ofertas de parte de la industria y han rechazado cada una de ellas por pretender cambiarlas, condicionarlas, limitarlas).
  The Warning es el secreto mejor guardado del rock que se hace en México y es urgente que sean conocidas por el público. Gracias a ellas podemos hablar de que el rock no ha muerto en el mundo, a pesar de la plaga de la sobreproducción, la digitalización y la artificialidad industrial. Muchos consideran a estas tres jóvenes como una esperanza para el género desde sus más sólidas y auténticas raíces. No tengo la menor duda de que no sólo cumplirán con esa esperanza sino que todavía nos regalarán muchísimas cosas asombrosas.
  ¿Hasta dónde llegarán? Hasta donde ellas quieran.

(Publicado el día de hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

domingo, 5 de mayo de 2019

It's Frightening


Dicen que lo suyo es el “honky tonk calypso”, cualquier cosa que eso signifique. Algunos los comparan con grupos como Clap Your Hands Say Yeah. Lo cierto es que este sexteto neoyorquino hace una música que si bien no puede calificarse de absolutamente original, si tiene un toque distintivo. Tal vez sea el uso de dos bateristas y de un piano con funciones más percusivas que armónicas, tal vez sea el estilo de sus composiciones, con un gran énfasis en los beats de los tambores. El asunto es que luego de un espléndido primer disco (Fort Nightly, 2007), estos singulares Conejos blancos regresan con It’s Frightening (Say Hey, 2009) y lejos de desmerecer lo que hicieron hace dos años, lo repiten y lo mejoran, gracias a la calidad de cada uno de los diez temas que conforman a este larga duración. Desde el primer corte, el sorprendente “Percussion Gun”, una de las mejores canciones del año a mi modo de ver (tan buena como la contagiosa “Kid on My Shoulders” de su album anterior), White Rabbits nos hace saber que estamos ante una agrupación desafiante, con una propuesta enérgica que mana lo mismo del rock de los setenta que del music hall, del reggae que del math rock. Un disco lleno de inventiva y fuerza.

sábado, 27 de abril de 2019

Grandes discos de 1969: "Blind Faith" de Blind Faith


El discazo de Blind Faith, el único que grabó en estudio este efímero supergrupo conformado por Steve Winwood, Eric Clapton, Ginger Baker y Ric Grech. Apareció hace 50 años y causó una enorme controversia por su portada con la niña desnuda. En algunos países, México incluido, apareció con otra carátula. Esta que tengo es la edición estadounidense.

jueves, 25 de abril de 2019

No Reason to Cry


Un disco muy curioso de Eric Clapton (1976), absolutamente influenciado por Bob Dylan y The Band. Música rústica que abreva del folk estadounidense. Canciones como “Beautiful Thing”, “Hello Old Friend”, “Black Summer Rain” y “Sign Language” (escrita por el propio Dylan y con su participación en la segunda voz, más la compañía guitarrística de Robbie Robertson) son muestra plena de ello. Otros cortes a destacar son ese gran slide blues a la delta del Mississippi que es “County Jail Blues”, la proto country “All Our Past Times” (a dueto con el bajista y cantante de The Band, el entrañable y ya desaparecido Rick Danko)  y la ya clásica en el repertorio claptoniano “Double Trouble”. Cabe destacar también que por ahí aparece Ron Wood en algunos temas y que la presencia de las dos coristas, las sublimes Marcy Levy e Yvonne Elliman, resulta más que agradecible.

lunes, 11 de marzo de 2019

La autobiografía kamikaze de Alejandro Marcovich


Publicada por Random House, Vida y música de Alejandro Marcovich es la autobiografía de este más que conocido músico argentino-mexicano, quien con muy buena pluma nos lleva de la mano por su vida a lo largo de más de trescientas páginas, en las cuales nos cuenta con detalle y sin pudores todo lo que ha vivido, desde su niñez y adolescencia en Argentina hasta su juventud y madurez en un México que lo acogió a partir de los años setenta del siglo pasado.
  “Un libro valiente y apasionado, de una sinceridad kamikaze”, dice Juan Villoro en la contraportada y añade: “Marcovich se somete a una operación de cráneo abierto y escribe del mismo modo: sus ideas surgen de sus heridas. Cada página es un solo de guitarra eléctrica”.
  Todo lo que usted quería saber sobre Marcovich y no se atrevía a preguntar: su vida familiar, su vida escolar, sus relaciones con las mujeres, su contacto con la música y, por supuesto, su conflictiva relación con el grupo Caifanes y, sobre todo, con su némesis, Saúl Hernández, está en las páginas de este volumen de prosa amena, intensa y entretenida, con momentos muy dolorosos, pero con otros muy divertidos.
  Con Alejandro Marcovich es la siguiente larga y muy reveladora charla.

¿Qué te llevó a escribir tu autobiografía?
Todos los sucesos ocurridos en 1995 con Caifanes me orillaron a pensar: “Esto no se puede quedar así”. En esos días, no di entrevistas y tenía que encontrar una forma de contrarrestar toda la mierda que mediáticamente me echaron encima. Hubo un periodista que me preguntó: “¿Por qué insistes en decir que no estás fuera de Caifanes si todos sabemos que sí?”. ¿Qué quería decir eso de “todos sabemos que sí”? Fue una noticia filtrada de manera mañosa por una mano que escondió la piedra, con la complicidad de Lynn Fainchtein, quien fue la que la dio a conocer. Eso no es periodismo. Ser cómplice de alguien que te dice: “Oye, mete esa noticia, ¿sí?”. Yo sí la acuso de haber hecho eso. El periodismo en esa época estaba totalmente polarizado hacia el lado del poder, como tristemente pasa. De hecho, una persona poderosa de ese tiempo me dijo que estaba metiéndome en un problema serio, porque “este cantante (Saúl Hernandez) tiene mucho carisma, la gente lo quiere mucho, tiene de su lado a la disquera y a los medios y también al público porque te están pintando como el malo”. Pero le dije, recordando a Gerard Depardieu en su papel de Cyrano de Bergerac: “Yo me bato con la palabra, con la pluma; me vale si esto me toma diez, veinte o treinta años”. En ese momento me parecía imperativo hacer algo, pero conforme pasaron los meses me di cuenta de que no iba a poder escribir nada porque tenía demasiadas voces y fuerzas en contra. En esos casos sólo te queda pararte en un puente sobre un río y esperar a ver pasar el cadáver de tu enemigo. Entonces entré en una postura de dejarlo pasar, mas no de olvidarlo.

Y en efecto, dejaste pasar cerca de 20 años.
En el año 2014, justo cuando me volvieron a sacar de Caifanes, el empresario Paco Reséndiz me preguntó si no había llegado la hora de dar mi versión de los hechos. Ya no estaba tan enojado como en 1995, pero me volvieron a enojar con toda esa trama legal y económica que me estaba dejando en la lona una vez más, con un montón de compromisos que no iba a poder pagar. Todo por culpa de Saúl Hernández, por sus pistolas. Porque no había ninguna justificación económica, artística, contractual o de conducta para que yo no continuara en el grupo. Esto no quiere decir que yo estuviera cien por ciento interesado en continuar; estaba bastante aburrido y además explotado, igual que mis compañeros. Mis intereses estaban divididos por mi deseo de ya no estar ahí, porque llevábamos dos años y medio de gira de “reencuentro” y no pasaba nada. Además, ya tenía la advertencia del mandamás: “Si grabamos un disco, tu papel como guitarrista va a ser más segundón, más atmosférico y textural”. ¿Quién iba a saber en 2014 que cinco años después esa premisa de “un nuevo disco” no se iba a cumplir? Solamente me hubiera quedado ahí bajo un yugo y un sueldo. No es que yo ganara mal, pero él ganaba diez veces más. Realmente como negocio era muy cruel lo que estábamos vendiendo, porque el negocio lo habíamos hecho entre todos. Había pues que retomar las cosas, revivir la vieja herida pero ya con un poco más de tolerancia hacia lo que es tu historia. Por eso me dije: esto que viví, lo voy a contar.

¿Cuál fue el proceso para hacer el libro?
Paco Reséndiz me dijo que conocía a alguien en Ediciones B, la editora Diana González. Tuve una junta con ella, le expliqué mi idea y le pareció bien. No me pidió credenciales de escritor. Imagino que pensaron: “Si escribe cualquiera mamarrachada, lo juntamos con un escritor fantasma”. Firmamos el contrato y me puse a escribir. Le mandé quince páginas al editor César Gutiérrez y me dijo; “Está fantástico, tiene chispa, tiene buen ritmo, sigue”. Y seguí. Fue un proceso que me tomó más de un año, porque como no soy escritor de oficio, escribía según tenía ganas o inspiración. Pero salió algo que no es visceral, algo que es contenido, sin lágrimas, sin enojo, un relato que cuando tiene que ser periodístico es periodístico. Traté de escribirlo con ligereza pero con profundidad. Como dice Juan Villoro en la cuarta de forros: con una sinceridad kamikaze.

El libro no se limita a tu relación con Caifanes, en realidad narras tu vida desde que eras niño en Argentina.
A eso me refiero cuando hablo de una sinceridad kamikaze: a desnudarme, a hablar de mis problemas psicológicos, de la relación con mis hermanos y mis papás, de mi entorno en Buenos Aires, de mi llegada a México. Cómo una persona se va enfrentando a los embates y a su circunstancia y cómo, a pesar de toda la fragilidad de su persona, va diseñando y apuntalando un proyecto. Esa es la parte que me parece importante. Creo que a muchos artistas les pasa eso. Que por más que eres introvertido, retraído, con handicaps de salud, algo en ti te dice: “Lo voy a sublimar de esta manera, escribiéndolo”. Lo veo como un libro que revela esas cosas que nunca se hablaron porque no había un foro.

Eras joven aún, a tus 54 años, cuando la empezaste, ¿crees que ya era tiempo de escribir tu autobiografía?
Para empezar, tengo un problema en la cabeza; y no me refiero a algo psicológico sino orgánico: células tumorales con un comportamiento errático. No sabemos ni tú ni yo ni el cirujano ni el neurólogo más calificado si esas células se van a reactivar y van a generar un nuevo tumor. Entonces, más vale que la haya escrito ahora a que la escriba un tercero, matizándola…; si es que a alguien se le ocurriera escribirla. ¿Qué tal si a nadie le importa? Y a mí sí me importa que queden asentadas cosas para la posteridad. Que haya una explicación puntual de lo que sucedió. Han pasado tres años desde que se publicó la primera edición del libro y como la otra parte no ha ejercido el derecho de réplica, se da a entender que todo lo que cuento es verdad.

¿Qué crees que digan los seguidores de Saúl Hernandez de lo que revelas en la autobiografía?
Muchos fans recalcitrantes de Caifanes me han dicho que ya deje de hablar “de esas cosas”. “Supéralo, deja de chingar, siéntese señora”, toda esa basura que traen en internet. Vociferan en lugar de pensar que si Alejandro habla de todo esto y va a seguir hablando, es por la misma lógica que seguimos hablando de Ayotzinapa y del 68. El sustento es el mismo. No digo que lo que me pasó sea tan grave como una matanza, pero la golpiza que me dieron en el año 2000, la usurpación de mis derechos vía un juicio que acabó quitándome mis regalías (legalmente, así quedó establecido; pero desde un punto de vista ético, algo no está bien ahí: que una empresa construida por cinco personas quede en manos de una sola). Pero si a los fans no les interesa y van a seguir diciendo: “Alejandro, ya cállate y mejor ponte a tocar la guitarra que es lo que sabes hacer”, pues también lo sigo haciendo. Pero no me voy a callar, porque nací en el año 60 y porque soy un revoltoso, como toda mi generación. Soy contestatario y así como me enfrentaba a mis maestros en la primaria y luego en la secundaria, la preparatoria y la universidad: no me voy a callar. Punto.

De hecho, en el libro no te callas y dices cosas que mucha gente consideraría osadas o hasta poco apropiadas.
No soy un acomodaticio que va a decir: “mejor me callo porque me conviene”. Las cosas se dicen. Mi papá era periodista, escribía en La Opinión, con los riesgos que eso implicaba en la Argentina de los años setenta; también en La Jornada, cuando ésta empezó y era un diario contestatario y de izquierda. Él era un crítico de las políticas urbanísticas y siempre metía el dedo en la llaga. Traigo ese espíritu. Así que de alguna manera mi libro tiene entre líneas esa ideología. Lo que ahí digo es: “Sí, te saliste con la tuya, pero obraste mal”. Y que lo sepa quien quiera saberlo.

El personaje principal del libro obviamente eres tú, pero hay un segundo personaje que, querámoslo o no, también flota en muchas páginas. ¿Qué es, qué representa, qué significa para ti Saúl Hernández?
Pues significa una contraparte. Cuando lo conocí –y lo cuento en el libro–, lo vi en un par de conciertos y francamente no me gustó cómo cantaba. Mucha gente que lo veía quedaba hechizada. Como que había algo en esos alaridos que lanzaba, medio desafinados y medio amorfos. Llámalo presencia escénica, llámalo arrojo, que son las cualidades que un front man debe tener y que yo no tengo ni tendré. Y luego esas letras totalmente disparatadas…

En el libro cuentas los detalles de cómo se conocieron y se juntaron para tocar, así como de la fiesta que organizó tu hermano Carlos, donde se presentaron por primera vez en público Saúl Hernandez, Alfonso André y tú.
Después de esa histórica fiesta, fui yo y no Saúl Hernández quien armó a Las Insólitas Imágenes de Aurora. Si no le hubiera hablado a Saúl y a Alfonso al día siguiente, con la propuesta de armar un grupo, no hubiera habido nada. Alfonso estaba medio estudiando la carrera de Agronomía y Saúl tenía un grupo que se llamaba Frac. Al primero le hablé y como no tenía algo mejor que hacer, aceptó. Saúl sí se lo tuvo que pensar, pero algo se le movió que le hizo descubrir que la propuesta era interesante. Fui a su casa y me empezó a mostrar demos. Yo sabía mucho más de música que él y encontré una veta que podía funcionar. Le dije: “Entre las cosas que haces, más la música que sé hacer yo, lo podemos amalgamar y potenciarlo”. Eso fue Las Insólitas. Muchos no lo saben, pero ese grupo no sólo fue una gestión mía, sino que el 80 por ciento del material fue hecho en conjunto. No eran canciones de Saúl. Él sólo tenía “Rosa” y “El señor de los mil cerebros”. Canciones mías eran “Sobreviviendo” y “La vieja”. Pero nos metíamos al cuarto de ensayo, empezábamos a palomear y salían canciones. Incluso salían canciones en el soundcheck y las estrenábamos esa misma noche. Había mucha valentía y mucha alegría, mucho desparpajo. Nos valía madres. Era 1984 o 1985, ese momento del rock mexicano en el que había un underground en el que no existían paradigmas, porque todo el rock anterior nos importaba tres pepinos y no nos interesaba la comercialización, porque además no había espacios, empresarios ni nadie interesado. Lo único que nos importaba era salir a hacer lo que nos gustaba y hay una lista muy larga de grupos que tú conoces y que estaban haciendo lo mismo.

Entonces en esa época si había un buen entendimiento entre Saúl y tú.

Saúl para mí fue una mancuerna y llegó el momento en que le dije: “Están muy bien tus canciones, pero juntos podemos potenciarlas. Podríamos ser como Lennon y McCartney”. Él me lanzó una mirada socarrona y me respondió: “No, yo como Lennon y tú como Harrison”. Siempre fue una persona que de alguna manera me utilizaba para sus intereses. Sobre todo ya en Caifanes. Pero a la vez siempre fue una persona muy críptica. Creo que hasta la fecha. Es muy poco sincero y muchas de las anécdotas que están en el libro lo demuestran desde mi punto de vista. Una de sus novias una vez me dijo: “Es que yo con él nunca podía saber realmente qué había adentro”. Ese es el drama de su vida. Todo ese parapeto que tiene, el personaje que construyó… Quizá sea la manera de no mostrar lo que verdaderamente es. No lo sé. Lo que sí podría decirte es que, a estas alturas, nunca he podido tener una plática coherente y sincera con él. Sin embargo, siempre hubo un clic musical entre nosotros. Así creamos “Aquí no es así”, una de las canciones más potentes, en disco y en vivo.

¿Cuál fue el papel que jugo en su relación la manager Marusa Reyes?

Siempre existió esa pugna de Saúl por querer estar en el centro de todo y cuando entró en la jugada Marusa Reyes, ella secretamente empezó a favorecer los intereses de él, aunque su sueldo lo pagábamos entre los tres. Esto es anti ético. Me pagan entre tres, pero juego para uno. Imagínate para mí estar metido entre todo eso y aún así querer seguir haciendo música con alguien con quien tú sabes que, si creas un riff de guitarra, esa persona va a poder inspirarse y crear una canción que va a ser un bombazo. Pero llegado un momento de la historia, resulta que ya no quiere. Hay una frase pública posterior suya, cuando Sabo Romo y Diego Herrera salieron de Caifanes y volvimos a estar solos los tres: “Caifanes no es las Insólitas, no se equivoquen”. Él se sintió acorralado y posiblemente pensó: “Tengo esta misma formación, pero no es: soy yo”. Conforme pasaron los años, se dio cuenta del poder que tenía como cabeza del proyecto, como compositor; quiso crear un patrimonio para sí mismo y empezó a ver a los demás como subsidiarios. La triste historia para mí, con él, es la de una promesa incumplida y un potencial artístico desperdiciado. Después de El nervio del volcán venía un territorio internacional. Pero lo abortaron de la manera más mezquina. Yo metí mucho en ese disco, para conformar una arquitectura sonora que fuera única. Mucha gente me dice: “Es que tú eres el sonido de Caifanes”. ¡Sí, pero el millonario es él! Y no estamos hablando de millones de pesos, sino de millones de dólares. Muchos. Nada más que le gusta hacerse el panda, ¡ja ja! Aunque haya quienes digan que El silencio es el mejor disco de Caifanes, el sonido de El Nervio del volcán es único en el panorama del rock hispanoamericano. En aquel momento, el medio anglosajón empezaba a reconocer que era algo que no se había oído en el rock. ¿Y qué siguió? Nada.

Saúl Hernández es muy dado, al igual que otros vocalistas del rock nacional, a lanzar ante su público “mensajes” supuestamente políticos, sociales, existenciales y hasta seudo religiosos, de la manera más mesiánica, o a llamar “raza” a la gente que lo vitorea. ¿Cómo vivías esos momentos en los conciertos?
La gente es muy inocente. El otro día puse en Twitter: “Basta de raza. No existen las razas”. Razas, los doberman que fueron creados. Nosotros somos una especie. Somos Sapiens Sapiens. Si yo soy blanco y no negro es por una cuestión de latitud geográfica. Pero todos somos lo mismo. No-hay-razas. ¡Dejen de chingar con las razas, ja ja! No sabes la vergüenza que era para mí estar esperando la siguiente canción y escuchar a Saúl con sus peroratas demagógicas. Es la verdad. El público no se imagina esas cosas ni se imagina la millonada que se mete este hombre por año. ¿Que si hay un dejo de recelo de mi parte? Sí, sí lo hay. No lo voy a superar nunca.

Después de todo lo que has abundado, te vuelvo a hacer la pregunta que te hice hace unos minutos: ¿qué es para ti Saúl Hernández?
Es un cómplice. Pero también el cabrón que se quedó con el negocio. La persona críptica con la que nunca pude tener una plática franca. Así las cosas.

A manera de coda: ¿qué representa para ti a estas alturas el rock que se hace en México?
El rock mexicano ya no me interesa. Ahí viví durante un tiempo. Me expulsaron del paraíso, pero ya no me importa. Porque fuera de esa burbuja está todo lo demás. Soy un aventurero. Ese niño que fui y que quería ser arqueólogo y descubrir cosas, ese adolescente que quería ser científico e inventar cosas, pues esas cosas las he metido en la música. Ese espíritu primigenio sigue vigente, pero en otro terreno que es el de la música. No puedo ser más feliz. ¿Cómo pagas estar pleno haciendo lo que te gusta?

(Entrevista publicada el día de hoy en "Acordes y desacordes" y que realicé para el sitio de música de la revista Nexos)

lunes, 11 de febrero de 2019

Grandes discos de 1969: "Happy Trails" de Quicksilver Messenger Service


Un gran álbum que cumple 50 años, uno de los mejores discos "en vivo" de la historia del rock con la legendaria, espectacular y espléndida versión de "Who Do You Love?", original de Bo Diddley, que ocupa todo el lado A del acetato. Un LP orgullo de mi colección.

domingo, 10 de febrero de 2019

Grandes discos de 1969: "The Turning Point" de John Mayall


Una maravilla del blues británico de fines de los sesenta. Una grabación finísima con una insólita formación en la que no había baterista. Una joya. Un gran disco.

jueves, 7 de febrero de 2019

Reality


Después de Heathen, resultó claro que David Bowie estaba haciendo música más que nada por el simple placer de hacerla y ello quedó comprobado con Reality (2003).
  De nuevo con Tony Visconti como socio creativo en el estudio, Bowie retomó elementos de su época setentera (hay referencias musicales a álbumes como Hunky Dory, Heroes y por supuesto Scary Monsters), aunques perfectamente actualizados.
  Reality es un disco muy luminoso que nos habla sobre la situación individual por la que en 2003 pasaba el músico. Madurez, la llaman algunos. Hay en él canciones realmente memorables. La estupenda “New Killer Star” con la que arranca el disco es tan buena como “Pablo Picasso” (con su evocativa guitarra española en el solo) y lo mismo puede decirse de la melancólica “The Loneliest Guy”, la rocanrolera “Never Get Old”, la suplicante “Looking for Water”, la bella y sencilla “Days”, la deliciosamente pop-roquera “Fall Dog Bombs the Moon”, la explosiva “Reality” (muy Scary Monsters) y, sobre todo, un cover muy emotivo y respetuoso de la preciosa “Try Some, Buy Some” de George Harrison y la que a mi juicio es la mejor pieza del álbum, la extraña y fascinante “Bring Me the Disco King”.
  Alguien ha dicho que algunos rocanroleros veteranos mantienen la capacidad para seguir haciendo discos cómoda y satisfactoriamente clasisistas, sin que resulten necesariamente nostálgicos o anticuados. Sin duda alguna, David Bowie fue uno de ellos.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 10, dedicado a David Bowie y publicado en abril de 2004)

miércoles, 6 de febrero de 2019

Heathen


El primer álbum de David Bowie en el siglo veintiuno es un dignísimo y muy prometedor trabajo. De una y muchas maneras representó un renacimiento para el de Brixton, no sólo porque cambió de disquera (de Virgin a Columbia), no sólo porque era el primero de su propio sello (ISO), sino porque en lo meramente artístico también significó un cambio y un paso tan grande que podríamos considerar a Heathen (2002), sin exageración alguna, como una obra a la altura de los grandes clásicos bowieianos.
  Con Tony Visconti como su co-productor de nueva cuenta, después del enorme Scary Monsters de veintidós años atrás, Bowie realizó un gran trabajo, haciendo un uso exhaustivo y preciso de todos los recursos del estudio, tocando casi todos los instrumentos menos el bajo (incluso ejecuta la batería en el segundo corte) y con invitados de primer orden en las guitarras, como Pete Townshend y Dave Grohl.
  Todos los temas son espléndidos, desde el subyugante e inicial “Sunday” y el seductor “5:15 the Angels Have Gone” hasta los dos covers que se incluyen: uno de Pixies (“Cactus”) y otro de Neil Young (“I've Been Waiting for You”).
  Un álbum consistente y deliciosamente calmo.

martes, 5 de febrero de 2019

Hours


Un disco refrescante, una obra que es como una bocanada de aire limpio. Después de los intrincados intentos de Outside y Earthling, un álbum como Hours (1999) representó un regreso a la sencillez rocanrolera.
  Último disco de Bowie en los noventa, último disco de Bowie en el siglo veinte, este Horas no se parece en realidad a una sola de sus grabaciones anteriores… y hablamos de todas sus grabaciones. Esto no significa por supuesto que se trate del mejor trabajo del músico ni mucho menos, aunque sí puede considerarse el mejor de los cuatro que hizo durante la última década de la pasada centuria.
  En general estamos ante una obra relajada, fina, gozosa, plena, una especie de síntesis de lo que el músico había hecho durante treinta años de carrera pero transmutado al penúltimo año del milenio que terminaba. Ahí están piezas tan buenas como “Thursday Child”, “Something in the Air”, “Seven”, “Survive” y la estupenda “The Pretty Things Are Going to Hell”.
  Hours es un disco muy valioso, no sólo por lo que representa o significa, sino por su calidad musical y letrística. Una pequeña joya que anunciaba el advenimiento de espléndidos trabajos para el nuevo siglo.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 10, dedicado a David Bowie y publicado en abril de 2004)