miércoles, 12 de febrero de 2020

Smashing Pumpkins: 25 años de melón-colía


¿El álbum blanco de los noventa, como se le llegó a decir? Definirlo de esa manera sería una injusta comparación. Injusta para los Beatles e injusta para los Smashing Pumpkins. Porque quizá lo único que hermana a ambos trabajos es que se trata de álbumes dobles en los cuales se incluye una gran cantidad de canciones que siendo disímbolas entre sí, dan como resultado un conjunto contradictorio pero a la vez congruente y equilibrado. No obstante, Mellon Collie and the Infinite Sadness (Virgin Records, 1995) es una obra que posee características propias y singulares.
  De las bandas llamadas alternativas de principios de los noventa, Smashing Pumpkins se distinguió desde un principio por seguir su propio camino. Su música pronto se alejó del rudo y violento grunge surgido en Seattle, para dirigirse a terrenos en los cuales corrientes como el dream-pop, el dark, el heavy metal, el progresivo y la sicodelia tenían mucho que decir. Y es precisamente en su tercer álbum –luego de Gish (1990) y Siamese Dream (1993)– donde estas influencias confluyen y se sintetizan de un modo más claro. Billy Corgan, líder, cabeza y alma de la agrupación, un verdadero enfant terrible del rock noventero, demostró en Mellon Collie... su genio creativo, al producir una amalgama de composiciones llenas de riqueza armónica y melódica, en medio de un sentido rítmico que iba de los sólidos beats del rock duro a la acompasada suavidad de baladas cargadas de perversa dulzura.

Del amanecer al crepúsculo
Producido por Flood, Alan Moulder y Billy Corgan, el álbum se encuentra dividido en dos partes, cada una contenida en un disco y con la medida proporcional de catorce composiciones por mitad. El disco uno (Dawn to Dusk) es el menos oscuro y más accesible, lo cual no significa que se trate de un segmento fácil de asimilar. Aquí, a los finos arreglos instrumentales de cuerdas y teclados corresponden dosis de guitarras distorsionadas (debidas sobre todo a James Iha), mientras la voz de Corgan puede ir de una ternura un tanto enfermiza a una dureza angustiada y angustiante que arroja al rostro del escucha sus sardónicas letras llenas de desencanto, malestar y agónica congoja. Hay aquí temas tan soberbios como la introducción pianística del corte que da nombre al disco, la belleza orquestal (con ejecutantes pertenecientes a la Sinfónica de Chicago) de “Tonight, Tonight”, las explosiones grungeras de “Jellybelly”, “An Ode to No One” y “Zero” (con un riff que ya es un clásico), la headbangera “Bullet with Butterfly Wings”, la tensa y a la vez relajada (valga la paradoja) “To Forgive”, la luminosa “Galapogos” (sic), la portentosa “Porcelina of the Vast Oceans” y la concluyente “Take me Down”.

Del crepúsculo a la luz estelar
Twilight to Starlight, es decir el segundo disco del álbum, es ciertamente más denso y hermético que la primera parte de Mellon Collie.... Eso no significa que nos encontremos frente a la contraparte de Dawn to Dusk, más bien se trata de un complemento un tanto más nebuloso que abre con “Where Boys Fear to Tread” y culmina con “Farewell and Tonight”. Entre las doce piezas restantes hay temas muy populares como “Thirty-three” y “1979” más otros no por menos conocidos menos buenos, como el cuasi blacksabbathiano “X.Y.U.”, “In the Arms of Sleep”, el pesadísimo “Tales of a Scorched Earth”, el melancólico “Stumbleine”, el graciosamente vampiresco “We Only Come Out at Night” y esa belleza que es “Lily (My One and Only)”.
  Mellon Collie and the Infinite Sadness, el ambicioso proyecto artístico de Billy Corgan grabado en Chicago y Los Angeles, con la mitad de las canciones compuesta con guitarra y la otra mitad con piano, es de algún modo el testamento musical de la primera época de Smashing Pumpkins con su formación original (el propio Corgan, James Iha, la bajista D’Arcy Wretzky y el baterista Jimmy Chamberlin). Un testamento que perdura un cuarto de siglo después y que trascenderá a lo largo del tiempo.


(Publicado hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

domingo, 2 de febrero de 2020

El "Odelay" de Beck


Si con su disco debut (Mellow Gold, 1994) Beck consiguió crear una sorprendente y afortunada, aunque un tanto dispersa, mezcla de diversos géneros musicales (folk, hip-hop, rock puro, country, blues, bluegrass, pop y cierto art noise a la Sonic Youth), con su segundo álbum para Geffen, el genial Odelay (1996) –entre ambos hay dos trabajos discográficos independientes, ambos de 1994: Stereopathetic Soul Manure y One Foot in the Grave– logró dar una cohesión a la variedad temática y estilística de la que el Mellow Gold en cierto modo carecía.
  Odelay es una de las obras maestras del rock de los años noventa. Profundo y al mismo tiempo juguetón, divertidamente denso y oscuramenmte ligero, el disco es un juego de paradojas y yuxtaposiones, una colección de melodías con cambios bruscos e inesperados, una muestra de lo que el arte de la edición musical y la técnica del sampleo lograron durante aquella década, como si siguieran las propuestas literarias –el cut up– de William Burroughs. En Odelay no sólo están presentes los géneros que aparecen en su antecesor, sino que Beck abordó también el jazz, el surf, el lo-fi, el lounge y hasta la música norteña mexicana, en un elaborado collage de brillantísima factura y un sentido del humor que campea del primero al último cortes.
  ¿Se puede encasillar el estilo de Beck Hansen como compositor? ¿Es posible clasificar su música y colocarla en un estanco definido? La respuesta es no. Si una virtud tiene este joven músico nacido en Los Angeles, California, en1970, es su afortunado eclecticismo. Las catorce canciones que constituyen este álbum son muy diferentes entre sí y las variaciones rítmicas y armónicas permiten que cada escucha de la grabación nos depare sorpresas y hallazgos novedosos. Es como una caja de sorpresas que no se agota luego de muchas veces de oírla.
  Los temas están sin embargo basados en formas musicales sencillas y hasta elementales. Y este es uno de los principales méritos de Beck: su capacidad para derivar múltiples variantes a estructuras simples. Así, Odelay va del garage rock sesentero de "Devil's Haircut" al soul-funk de "Hotwax" y del country-blues muy a la Ray Davies de "Lord Only Knows" a la balada irónica de "Jack-ass", pasando por el folk de "Ramshackle", el rap de "High 5 (Rock the Catskills)", el punk de "Minus", las experimentaciones art noise de "Novocane" y las incursiones beatleras (de una y mil maneras nos recuerda a "Taxman" de George Harrison) en la extraordinaria "Where It's At" (una pieza que en sí misma y por sí sola resume todo el sentido heterodoxo del álbum).
  Resulta claro que para lograr que toda esa combinación de ingredientes concluyera en un platillo de alta repostería sonora se necesitaba de la mano maestra de cocineros especializados, de productores de primer orden. De ahí que junto con Beck mismo trabajaran en la producción del disco los espléndidos Dust Brothers, además de la participación en algunos cortes de Mario Caldato, Brian Paulson, Tom Rothrock, Rob Schnapf y Jon Spencer. La labor de los Dust Brothers fue fundamental para darle al disco ese aire a la vez inquietante y lleno de gracia, ese fluido movimiento perpetuo que parece proseguir después de finalizado el compacto.
  En Odelay, Beck interpretó prácticamente todos los instrumentos: guitarras acústicas y eléctricas; órgano, piano y teclados en general; bajo, armónica, percusiones y, por supuesto, voces. No obstante, algunos músicos también pusieron su granito de arena, empezando por el gran jazzista Charlie Haden (bajo), Mike Botio (órgano y trompeta), Greg Leisz (guitarra de acero), Joey Waronker (batería), Dave Brown (saxofón) y hasta Mike Millius (gritos).
  Por lo que toca a la temática literaria, las letras de las canciones poseen un sentido poético muy dylaniano, con textos acerca de la alienación social, la necesidad (¿la urgencia?) de evadirse de la gris realidad imperante e historias de personajes inadaptados. En una palabra, temas clásicos que muchos compositores han tocado a lo largo de la historia del rock.
  Odelay fue la demostración palpable de que Beck no era el clásico creador de un éxito y que después de "Loser" existían muchas cosas por llegar. Sus álbumes posteriores –Mutations (1998) y sobre todo Midnite Vultures (1999)– no hicieron más que confirmar la especie y enseñar que el talentoso californiano es un feliz y polifacético subvertidor de toda clase de géneros musicales, con la inventiva, la inteligencia, la temeridad y el talento suficientes para sorprendernos con las obras que emprenda en el futuro.

(Reseña que publiqué originalmente en la sección "La nueva música clásica" de La Mosca en la Pared No. 44, en febrero de 2001)