jueves, 27 de diciembre de 2018

10 muy buenos discos de rock del 2018


Seamos realistas. 2018 no fue ni por asomo el mejor año para el rock. Opacado mediáticamente por la música pop sobreproducida y por el hip-hop con rasgos de lo que hoy se conoce como soul y rhythm ’n’ blues, el rock se ha refugiado en los discretos traspatios de lo indie y lo alternativo, con algunas leves aunque excelentes incursiones en el blues, el folk y el alt-country. No hubo nuevos álbumes que revolucionaran al género o que posean la calidad de clásicos intemporales. Hubo, eso sí, trabajos excelentes y de ellos hemos elegido una decena que ponemos a la consideración de nuestros lectores. El orden de la lista no es necesariamente jerárquico.

-Black Rebel Motorcycle Club. Wrong Creatures (Vagrant). Un brillante retorno a los orígenes del grupo. Luego de casi cinco años de ausencia discográfica (su larga duración Specter at the Feast data de 2013), B.R.M.C. regresó para reafianzarse en sus raíces, en ese fuego crepitante de su música primigenia, sólo que esta vez revestido por un sonido que algo tiene de ominoso. En una época en la que el rock más puro y auténtico parece perdido en un proceloso océano mercantilista y en un culto por las súper producciones ostentosas pero vacuas, elefantiásicas pero carentes de sustancia y de alma, la música de Black Rebel Motorcycle Club tiene mucho de refrescante, a pesar de su densa oscuridad... o quizá precisamente por ella.

-MGMT. Little Dark Age (Columbia). La propuesta de este proyecto musical originario de Coneccticut, conocido también como The Management, basada en el electro pop de los años ochenta, con el añadido de ciertos elementos de neopsicodelia y letras plenas de humor e inteligencia, volvió a brillar a plenitud con este su sexto opus discográfico. Little Dark Age viene a refrendar la calidad artística de Ben Goldwasser y Andrew Van Wyngarden, quienes hicieron un álbum esplendoroso y lleno de motivos para disfrutar (en especial si se escucha a todo volumen).

-The Decemberists. I’ll Be Your Girl (Capitol). A pesar de no ser una agrupación mainstream o dedicada a complacer los gustos masivos, el sofisticado y fino sonido de The Decemberists ha logrado trascender hasta convertirlo en una agrupación de culto. I’ll Be Your Girl es un álbum ligeramente distinto a los siete anteriores de este quinteto de Portland,  liderado por Colin Meloy, en el sentido de que por primera vez ha añadido en algunas canciones algo antes tan poco usual para ellos como los sintetizadores. Podría parecer una locura, dado el estilo digamos tradicional del grupo, pero gracias a los buenos oficios de su nuevo productor, John Congleton, todo el disco suena de manera espléndida.

-Jack White. Boarding House Reach (Third Man Records). Un álbum desconcertante, una obra que apuesta por la experimentación más ecléctica, con elementos del avant-garde y la electrónica, del hip-hop y el jazz-funk psicodélico, un disco muy distinto a los anteriores de White como solista, en los que lo que predominaba eran los sonidos provenientes del blues, el country, el folk y en general la música estadounidense de raíces. Esta vez, los sintetizadores y las múltiples posibilidades que brinda el estudio de grabación han sustituido en buena parte a las guitarras del músico, a sus pianos retro o a sus baterías clásicas. Una propuesta no sólo osada sino muy interesante y propositiva.

Janelle Monáe. Dirty Computer (Bad Boy). Al lado de sus fieles aliados musicales, The Wondaland, Monáe nos entrega una grabación impecablemente producida, pero alejada de cualquier frialdad tecnológica. Muchas de sus fantasías son transformadas en composiciones de una riqueza fastuosa. Color y calor. Sensibilidad e inteligencia. Pasión y ternura. Todo eso existe en este brillante trabajo que demuestra que el calificativo de genial encaja sin problema con la obra de esta joven cantante y autora de 32 años. No es exactamente rock and roll, pero nos gusta.

-Ry Cooder. Prodigal Son (Fantasy). Un trabajo literalmente prodigioso, la prueba fehaciente de que dentro de una industria tan mediatizada como la discográfica se pueden seguir haciendo grandes trabajos musicales, plenos de autenticidad y emociones reales. Un disco que abreva de las raíces de la música estadounidense y lo hace con pasión, buen gusto y hasta un toque de sentido del humor. Ry Cooder sigue siendo un grande.

-Snow Patrol. Wildness (Republic). Siete años transcurrieron desde que Snow Patrol grabara su anterior disco, Fallen Empires, y este largo periodo se debió a los fuertes problemas de depresión, aislamiento y bloqueo creativo de su líder, el músico escocés Gary Lightbody. Lo que vivió en ese largo septenio, debido a sus padecimientos, se ve reflejado en las letras y en la música de Wildness, una obra llena de intensidad y hondura, de tristeza, pero también de esperanza. El álbum transcurre lleno de emociones, con esa sensibilidad y esa facilidad para las melodías entrañables que caracteriza al rock de Escocia y al melancólico estilo autoral del propio Lightbody. Una joya.

-Boz Scaggs. Out of the Blues (Concord). Tercera parte de la espléndida trilogía iniciada con los álbumes Memphis (2013) y A Fool to Care (2015), Out of the Blues es la revelación de un Boz Scaggs ajeno al blue-eyed soul y entregado plenamente a las raíces negras de la música popular estadounidense, un trabajo en el que se hace acompañar por grandes músicos (como el legendario Jim Keltner en la batería o el enorme guitarrista Charlie Sexton), lo cual le otorga una autenticidad sin mácula que se complementa con una forma de cantar cruda, sincera y sin efectos. A sus 74 años, Scaggs conserva su gran voz casi intacta, lo que podemos comprobar en uno de los mejores discos de su larga carrera.

-Dirty Projectors. Lamp Lit Prose (Domino). Una obra compleja y hermosa que desde la primera canción (la bellísima “Right Now”) habla de cambios. De cambios sobre todo personales, como los que tuvo que obligarse a tener Dave Longstreth (él es, básicamente, Dirty Projectors) luego de pasar por una serie de rompimientos amorosos y depresiones emocionales. Hay temas fantásticos y si bien el estilo de las composiciones de Longstreth no es fácil de asimilar a la primera escucha, quien esté dispuesto a abrirse y asimilar poco a poco su sonido terminará por enamorarse de esta música deliciosamente bizarra.

-La Barranca. Lo eterno. No es por discriminación que haya dejado este disco al final de la lista. Todo lo contrario. Lo hice para destacarlo y porque, a mi modo de ver, La Barranca es el único grupo mexicano capaz de situarse a la altura de cualquier proyecto internacional, incluidos los del rock anglosajón. Lo eterno es un trabajo impactante, con canciones que pueden contarse entre las mejores que ha escrito José Manuel Aguilera, quien como siempre se ha rodeado por un grupo de músicos virtuosos. Esta colección de once temas nos mete de lleno en las atmósferas al mismo tiempo oscuras y luminosas a las que nos tiene acostumbrados Aguilera, pero adentrándonos en territorios que desconocíamos y que nos llevan a viajar por parajes mágicos y misteriosos

(Lista que hice originalmente para "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos, y que se publicó en estos días).

martes, 18 de diciembre de 2018

Aladdin Sane


Aladdin Sane (1973) tuvo la mala fortuna de ser el disco que siguió a Ziggy Stardust. La sombra de la obra monumental y el que muchos lo hayan considerado como un sucedáneo de ésta hizo que viera disminuidas sus posibilidades de ser un clásico. Sin embargo, se trata de un gran disco, un trabajo gozosamente rocanrolero, con temas espléndidos y una libertad y un disfrute por tocar que se nota en cada interpretación.
  Gracias al piano cuasi jazzero de Mick Garson, los arreglos adquieren un toque elegante y en ciertos momentos incluso naïve. Bowie se siente a plenitud lo mismo en las canciones más rítmicas –como la rollingstoniana “Watch That Man”, su versión a “Let’s Spend the Night Together” (precisamente de los Rolling Stones) y la deliciosa y yardbirdiana “The Jean Genie”– que en las de beat más acompasado –notoriamente la fascinante “Aladdin Sane” (con ese piano, con esa guitarra, con esa voz etérea) y la divina y decadente “Time”.
  Pero hay otras igualmente atrapantes, como el hermoso doo wop “Drive-In Saturday”, la festiva “The Prettiest Star”, la multiclimática “Panic in Detroit” o la hipnóticamente glam “Cracked Actor”.
  ¿Qué no es un disco cohesivo? ¿Qué se trata de una mera colección de canciones? Bueno, tal vez sí. ¿Y qué?

(Reseña que escribí para el Especial No. 10 de La Mosca en la Pared, publicado en abril de 2004)

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Revolver


Si bien Rubber Soul había apuntado un cambio en el desarrollo de los Beatles como compositores e intérpretes, fue con Revolver (1966) que dieron el paso definitivo hacia su transformación en un grupo eminentemente de estudio. Todavía no abandonaban las giras y los conciertos masivos, pero estaban a punto de hacerlo y este disco les dijo que tenían que pasar a un nuevo estadio cualitativo.
  En pleno descubrimiento idealizado de las drogas psicodélicas, especialmente el LSD, el grupo se metió de lleno en la experimentación musical y letrística, sobre todo en canciones como la viajada “I’m Only Sleeping” y la extraordinaria “Tomorrow Never Knows” (ambas de John Lennon), pero también incursionó en la composición de temas que casi podríamos llamar académicos por su perfección melódica, armónica e instrumental. Desde el extraordinario arreglo de cuerdas de la maravillosamente pesimista y dramática “Eleanor Rigby” y la dulce sencillez melancólica de la bachiana “For No One”, hasta el delicado compás amoroso de “Here, There and Everywhere” y el entusiasta y restallante optimismo de “Good Day Sunshine” (las cuatro de Paul McCartney).
  George Martin jugó un papel esencial como productor y arreglista de Revolver y mostró como siempre su apertura y disposición para materializar todas las ideas que surgían de las cabezas de los de Liverpool. Gracias a ello, el álbum muestra una notable variedad de estilos no sólo en la escritura de las canciones sino en la forma como fueron vestidas instrumentalmente. Así, el escucha pasa de un corte con sitars y percusiones hindúes (“Love You To”) a uno en el cual los metales brillan en toda su potencia soulera (“Got to Get You into My Life”) o va de una tonada festiva y casi infantil (“Yellow Submarine”) a una ácida, ambigua y filosa referencia a los distribuidores de drogas (“Dr. Robert”). 
   Pero hay otras piezas que resaltan por su singularidad. Ahí está la inicial “Taxman”, escrita por George Harrison, con su agria protesta contra los recaudadores de impuestos, o la preciosamente extraña y hermética “And Your Bird Can Sing” de la cual Lennon juraba no recordar cómo la compuso. Y qué decir de la psicodélica “She Said She Said” y la hipnóticamente harrisoniana “I Want to Tell You”, dos melodías sin macula.
  La perfección de Revolver es impresionante y no sorprende que para muchos críticos sea el mejor trabajo en la historia de los Beatles. Tal vez no estén del todo equivocados.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial No. 8 de La Mosca en la Pared, publicado en febrero de 2004)

domingo, 9 de diciembre de 2018

Apuntes para una historia crítica del rockcito (IV)


1963 y sobre todo 1964 fueron años muy importantes. A nivel internacional, por el surgimiento de los Beatles y la llamada Ola Inglesa. A nivel nacional, por el surgimiento de los grupos de la frontera norte, en especial de la ciudad de Tijuana, cuyo nivel musical superaba con amplitud al de los conjuntos defeños. Agrupaciones como Los Tijuana Five o la banda de Javier Bátiz realmente sabían tocar y lo demostraban sin problemas.
  Los gustos masivos cambiaban y la beatlemanía hizo que “los grandes años del rocanrol” nacional quedaran petrificados en la nostalgia, de golpe, por los siglos de los siglos. Los jóvenes de mediados de los sesenta ya no gustaban del rock primigenio nacido en Norteamérica. Se requería una mayor sofisticación, una mayor musicalidad (eso y no burdas y pésimas imitaciones de los Beatles con grupillos mexicanos como Los Liverpools o Los American Beatles (¡?).
  Claro que había nuevos conjuntos: Los Apson Boys (“Atrás de la raya”), Los Yaki (“Diablo con vestido azul”), Los Belmonts (“Amarrado”), Los Rocking Devils (“Hey Lupe”, “Perro lanudo”, “Chicharos dulces”), Los Hitters (“Un hombre respetable”) Los Johnny Jets (“La minifalda de Reynalda”) y un sinfín más, en su mayoría intelectualmente limitados, musicalmente patéticos y letrísticamente analfabetos. Desde entonces, los roqueritos mexicanos mostraban su infantilismo, su deseo de no abandonar la adolescencia (aunque algunos de ellos ya se acercaran a la treintena de años), su afán por permanecer “siempre jóvenes”, aunque por ser joven entendieran que debían pasársela jugando, echando relajo y declarando tonterías.
  Así fueron transcurriendo los años. 1964, 1965, 1966, 1967. Era el México de Gustavo Díaz Ordaz, un país que vivía la estabilidad económica del llamado desarrollo estabilizador (hoy rescatado por el nuevo presidente de México), un país aislado de los grandes cambios culturales que se daban en muchas otras partes del mundo. Éramos como una isla, ajena a las influencias “extranjerizantes” (Díaz Ordaz dixit) que podían afectar, contaminar, a las sagradas tradiciones de La Gran Familia Mexicana (así, con mayúsculas). El régimen de la Revolución Mexicana (así, también con mayúsculas) era uno de los más contrarrevolucionarios del orbe. Se vivía una paz ficticia, muy por el estilo de la paz porfiriana: la paz priista, basada en buena parte en la represión selectiva de todo aquel elemento que tratara de transformar al establishment. Esto se reflejó durante largo tiempo en el rock que padecíamos y que era socialmente aceptado.
  Sin embargo, muy por debajo del agua la corriente del cambio se filtraba y llegaba a muchos jóvenes. Por el lado político estaba la influencia de la revolución cubana, la guerra de Vietnam y los movimientos contraculturales y de protesta en los Estados Unidos. Por el lado de la cultura y el arte y más específicamente del rock, la gran revolución había llegado a nuestro continente desde Inglaterra, había germinado en nuestro vecino país del norte y sus influjos arribaban de una u otras manera a territorio azteca. Los Beatles, los Rolling Stones, los Kinks, los Who, los Doors, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jefferson Airplane, Bob Dylan, Frank Zappa. El rock mundial llegaba a una madurez inusitada que nada tenía que ver con los años inocuos del pasado reciente. ¿Cómo se reflejó esto en el rock que se hacía en México?
  Lo veremos en nuestra próxima entrega.

(Publicado el día de hoy en mi columna "Plumas de caballo" del sitio Juguete Rabioso)

jueves, 29 de noviembre de 2018

La radio mexicana en 1968


Hoy día, la radio musical que existía en México hace 50 años, en un año axial como lo fue 1968, resulta inimaginable. Cuando vivimos un presente en el que plataformas para escuchar y/o ver música en streaming como Spotify, iTunes, Apple Music, Tidal, SoundCloud o YouTube son parte de nuestra cotidianidad, ¿cómo podríamos concebir un tiempo en el que no existían no sólo internet sino ni siquiera la frecuencia modulada (FM) y todo se limitaba a una treintena de estaciones de amplitud modulada (AM), de las que apenas tres se dedicaban a tocar rock (o “música moderna”, como se acostumbraba llamarlo en ese entonces)?
  En 1968, yo tenía trece años y cursaba el segundo año de secundaria en una escuela de gobierno, a una cuadra del centro de Tlalpan (que no era ni por asomo el Coyoacancito que es en la actualidad, sino una plaza casi pueblerina, con su pintoresco kiosko, sus verdes bancas de hierro forjado, sus viejos portales, su colonial iglesia y su vetusto palacio de gobierno). Por la influencia de mi hermano mayor, yo amaba el rock que ese año se encontraba en pleno apogeo, con extraordinarios discos de intérpretes a quienes hoy consideramos clásicos, pero que en aquel momento eran jóvenes veinteañeros que producían música asombrosa, especialmente en Gran Bretaña y los Estados Unidos (en México, el panorama musical era –al igual que hoy– de infinita tristeza).
  A falta de medios que difundieran el género y a lo caros y difíciles de conseguir que eran muchos de los mejores discos, la radio en AM constituía nuestra única opción, nuestro pequeño oasis, a pesar de lo mala que era. Tres eran básicamente las estaciones que difundían rock en inglés: Radio 590 (que aún no se llamaba “La pantera de la juventud” (sic), Radio Éxitos y Radio Capital. A lo largo del día, las tres eran prácticamente idénticas y se dedicaban a tocar las canciones más exitosas del hit parade estadounidense, es decir, lo que hoy llamamos “sencillos”. Esto iba desde grupos y cantantes fresísimas (lo sé, ese término ya no se usa), como los Union Gap, Lulu, Barry Ryan, los Ohio Express, La Compañía 1910 (en realidad, The 1910 Fruitgum Company) o Los Monkees, hasta algunos más “pesados”, como Strawberry Alarm Clock, The Turtles, The Association, los Box Tops, Donovan, los Kinks, los Animals, los Rolling Stones y, por supuesto, los Beatles.
  Había diferentes locutores, en su gran mayoría de edad adulta, que se dirigían a nosotros, los jóvenes, como si fuésemos retrasados mentales. Creían que alzando la voz (de hecho, gritando) y haciendo chistes malísimos, se ganaban la simpatía de los radioescuchas. No es que en esos días uno fuera muy crítico, pero algunos de aquellos loros resultaban francamente intragables. La estructura era casi siempre igual: comentarios del locutor, de pronto con alguna noticia sobre los grupos y solistas que ponía, luego una canción que no solía rebasar los tres minutos de duración y en seguida una sarta de seis o siete anuncios comerciales sobre los más diversos y superfluos productos.
  A determinadas horas había programas específicos, algunos pésimos (en especial los de concurso, en los que ponían a competir a dos grupos: Monkees contra Beatles, Rolling contra Beatles, Creedence contra Beatles, etcétera –era la época de la beatlemanía, así que todos los otros grupos debían “enfrentarse” a los de Liverpool–, para que uno llamara por teléfono a la estación respectiva y diera un voto por su favorito) y otros bastante aceptables, sobre todo en horas de la noche.
  De aquel tiempo, recuerdo muy especialmente Vibraciones, una emisión extrañísima pero fascinante (fascinante, vista con la perspectiva de aquella época; hoy resultaría ridícula y pretensiosa). El programa era transmitido de lunes a viernes, de 9:30 a 11 de la noche, por Radio Capital, casi al final del cuadrante, y era conducido por Manuel Camacho, un locutor de hablar muuuuuy pausado, casi pacheco, que decía cosas “trascendentes” (a veces verdaderos galimatías que nadie entendía). Pero lo que en verdad importaba y por lo que Vibraciones era tan seguido por quienes queríamos saber de rock más allá de las malhadadas listas de éxitos, era por la música que ahí se programaba.
  Gracias a Vibraciones, muchos conocimos a Janis Joplin and the Holding Company, a Jefferson Airplane, a Bob Dylan, a Canned Heat, a Jimi Hendrix, a los Doors, a Pink Floyd, a It’s a Beautiful Day, a The Corporation y un largo etcétera. Incluso un grupo que en los años siguientes se haría popularísimo en México, al grado de que algunos que nos sentíamos exquisitos lo llegamos a despreciar, sonó por primera vez en aquel programa. ¿Su nombre? Creedence Clearwater Revival, los famosos Cridens.
  Ese era pues el panorama radiofónico que gozábamos o sufríamos (según se vea) los adolescentes mexicanos (o al menos los defeños) de la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado. Inimaginable para las generaciones actuales, pero en el fondo era una radio que tenía su encanto. O no.

(Primera entrega para mi columna "Memorias de una mosca", publicada el día de hoy en Noisey, el sitio de música de la revista Vice)

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Sandinista!


¿Qué le sucedió a The Clash entre 1979 y 1980? O para mejor decirlo: ¿qué les pasó a las cabezas del cuarteto como para concebir un pretencioso e hipercorrectamente politizado álbum triple?
  Sandinista! (1980) es una absoluta locura, a la vez fascinante y hartante; un trabajo tan desproporcionado que uno no puedo sino estigmatizarlo y al mismo tiempo disfrutarlo en su ambición globalizadora. Si en London Calling había blues, jazz, reggae, ska y rockabilly, en Sandinista! no sólo están presentes esos géneros sino que se añaden otros muchos, desde música disco hasta gospel, world music, funk, dub, vals (de verdad), psicodelia y hasta tonadas infantiles (un crítico en su momento comentó irónico: “incluso incluyen un par de cortes de The Clash”).
  Todo es excesivo en este trabajo en el cual la banda parecía querer demostrar, de manera un tanto arrogante, que podía tocar de todo, aunque no siempre lo hiciera bien. Debido a ello, muchos de los seguidores del grupo, incluidos aquellos más fanatizados, rechazaron el álbum o sólo aceptaron algunos pocos de sus treinta y seis temas (básicamente seis: “The Magnificent Seven”, “Hitsville UK”, “Somebody Got Murdered”, “Lightning Strikes (Not Once But Twice)”, “Police on My Back” y “The Call Up”, aunque algunos agregaron otros ocho, a saber: “Junco Partner”, “Ivan Meets G.I. Joe”, “Leader”, “One More Time”, “If Music Could Talk”, “Sound of Sinners”, “Washington Bullets” y “Charlie Don't Surf”; de hecho, ha sido usual entre muchos seguidores del grupo tomar estos catorce temas para grabarlos aparte y tener su propia versión “purificada” de Sandinista!).
  Confuso y en buena parte fallido, el cuarto álbum de The Clash resultó a final de cuentas un desastre, aunque para algunos se trate de un desastre muy divertido.

(Reseña que escribí para el Especial de La Mosca en la Pared No. 20, dedicado a The Clash y publicado en mayo de 2005)

lunes, 26 de noviembre de 2018

The Rise & Fall of Ziggy Stardust and the Spiders From Mars


El disco por antonomasia de David Bowie, su obra mayor. ¿O es que se le ha sobrevalorado durante cuarenta y siete años? Si en The Man Who Sold the World hubo intentos de hacer uin disco conceptual, con The Rise & Fall of Ziggy Stardust and the Spiders From Mars (1972 ) esos intentos se cristalizaron de manera genial y prácticamente perfecta.
  La historia de una estrella de rock andrógina y de origen extraterrestre es el pretexto para llevarnos a lo largo de un viaje por las obsesiones, las fobias, las visiones y la posición crítica de Bowie acerca del mundo real extrapolado a la fantasía. Así, los diversos temas van narrando una historia pero también una falacia: la del ambiente del rock a principios de los setenta, un rock que comenzaba a padecer de gigantismo e hipertrofia. Y si las letras son duras y ácidas, la música las viste de una exacta envoltura instrumental, cosa que resalta en todos y cada uno de los once temas que componen el álbum.
  Con un Mick Ronson en plenitud de forma y un Bowie inspirado y apasionado-apasionante, cortes como “Five Years”, “Lady Stardust”, “Rock ‘n’ Roll Suicide”, “Moonage Dream”, “Soul Love”, “Suffragette City” o “Ziggy Stardust” mueven, remueven y conmueven al escucha con una fuerza que lejos de disminuir se hace más fuerte con el paso del tiempo.
  Un disco futurista que aún tiene un enorme y largo futuro. ¿Un disco pretensioso? Sí, pero que supera sus pretensiones. ¿Un disco sobrevalorado? No lo sé, pero definitivamente vale su peso en arte.

(Reseña que escribí para el Especial No. 10 de La Mosca en la Pared, publicado en abril de 2004)

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Espléndido homenaje al Mississippi


Allen Toussaint permanece como uno de los músicos emblemáticos de Nueva Orleans y de la región del sur profundo estadounidense, ese deep south presidido por la majestuosidad del delta del río Mississippi. Delta del Mississippi: fuente de leyendas mágicas, de historias extraordinarias, de novelas que narran aventuras de épico humorismo y delirante romanticismo; la zona donde Mark Twain dio vida a Huckleberry Finn, a Tom Sawyer y a Pudd’nhead Wilson. Delta del Mississippi: sinónimo de riqueza y miseria, de señores feudales blancos y de humillados esclavos negros. La cuna de la música afroestadounidense, del blues como género primigenio y manantial de mucho de lo que sobrevino después.
  The Bright Mississippi es un disco que hace un perfecto homenaje musical a ese río y a todo lo que representa y ha representado a lo largo de más de tres siglos. Ecléctico y variado, el más reciente trabajo de Toussaint presenta una docena de temas que tocan al jazz, al blues y a la música criolla (creole). El énfasis está dado en la sensibilidad neoorleansina (si se me permite el término) y su muy particular manera de tratar a la música, con ese mestizaje que relaciona a lo negro (el blues) con lo blanco (el country), más ese toque francés propio de la Louisiana. Es por ello que los doce temas que recorren a este trabajo nos iluminan, nos llenan de gozo y de nostalgia, pero también nos enseñan lo que es una verdadera fusión racial traducida en notas musicales. 
  Producido por Joe Henry, el mismo que trabajó con Allen Toussaint en su fantástico álbum a dueto con Elvis Costello (The River in Reverse, 2006), The Bright Mississippi es una obra de sonido limpio, impecable, pero que no pierde un ápice del fuego propio de la música del sur de los Estados Unidos y conserva su alma, esa alma ardorosa, desafiante, provocativa. Para lograr un disco tan poderoso y a la vez tan conmovedor, Toussaint supo rodearse de una pléyade de instrumentistas de primer orden. Ahí están el clarinetista Don Byron, el saxofonista Joshua Redman, el trompetista Nicholas Payton, el guitarrista Marc Ribot y el pianista Brad Mehldau, es decir, músicos de primerísimo orden y de la primerísima división del jazz actual… y qué decir del material reunido, de las melodías que conforman el plato.
  Temas de Duke Ellington (“Day Dream”, “Solitude”), Django Reinhardt (“Blue Drag”), Sidney Bechet (“Egyptian Fantasy”), Jelly Roll Morton (“Winin’ Boy Blues”), Thelonius Monk (“Bright Mississippi”), Leonard Feather (“Long, Long Journey”, un blues maravilloso, la única pieza cantada del álbum) y composiciones tradicionales (“St. James Infirmary”, “Just a Closer Walk with Thee”) son parte de esta obra espléndida, en la cual el piano de Allen Toussaint brilla también por méritos propios y demuestra que a sus 71 años, el hombre sigue siendo tan buen director y arreglista como intérprete de su instrumento (lo que demuestra en el tema “Dear Old Southland” de Raymond Bloch, una especie de medley con referencias a grandes clásicas como “St. Louis Blues”, “Summertime” y otras varias).
  The Bright Mississippi, un disco tan brillante y luminoso como su propio título. Una maravilla jazzística de primer orden. Sobra decir que resulta perfectamente recomendable.

(Reseña que escribí hace diez años para la revista Nexos)

lunes, 19 de noviembre de 2018

Apuntes para una historia crítica del rockcito (III)


Puede decirse que fue en 1960 cuando se inició en nuestro país lo que podríamos llamar el periodismo rocanrolero. El primer signo fue la aparición en la portada de la revista Notitas Musicales, como “estrellas del mes”, de Los Rebeldes del Rock. El segundo signo fue el nacimiento, en septiembre de ese año y en la misma publicación, de la columna especializada “Rock en español” del inefable, vacuo, oportunista, reaccionarísimo y pésimo redactor Víctor Blanco Labra, quien años después fundaría y dirigiría la revista Pop.
  Podemos decir que los tres grupos “grandes” del rock nacional a finales de los sesenta, aunque por supuesto no los únicos, fueron Los Teen Tops, Los Locos del Ritmo y Los Rebeldes del Rock. Canciones como “Buen rock esta noche”, “Quiero ser libre” y “Muchacho triste y solitario” (de Los Teen Tops”, en la voz de Enrique Guzmán); “Aviéntense todos”, “Haciéndote el amor” y “Pólvora” (de Los Locos del Ritmo, en la voz de Antonio de La Villa) o “Melodía de amor”, “Rock del angelito” y “Siluetas” (de Los Rebeldes del Rock, en la voz de Johnny Laboriel), entre otras, se volvieron no sólo famosas en su momento, sino que por extraños azares del destino trascendieron el tiempo y hoy, en pleno siglo veintiuno y a casi sesenta años de haber sido grabadas, siguen siendo clásicos del rock hecho en México, a pesar de tratarse de covers.
  Sin embargo, para 1961 la oleada de conjuntos rocanroleros se dejó venir en desbandada. Agrupaciones como Los Loud Jets, Los Hermanos Carrión, Los Rogers, Los Sparks o Los Hooligans, entre muchos otros, fueron contratados por las casas disqueras y programados en la radio. La industria musical descubrió que ahí había un negocio de enorme potencial y se dio a la tarea de explotarlo. Pero 1961 fue asimismo el año en el cual los frontmen de las bandas más importantes escucharon el canto de las sirenas, se dejaron seducir por éste y se convirtieron en cantantes solistas.
  Primero fue el tapatío Manolo Muñoz, quien abandonó a su grupo, Los Gibson Boys, para incursionar en el canto en solitario. Lo siguieron Enrique Guzmán de Los Teen Tops, César Costa de Los Camisas Negras, Paco Cañedo de Los Boppers, Luis “Vivi” Hernández de los Crazy Boys, Johnny Laboriel de Los Rebeldes del Rock y Ricardo Roca de Los Hooligans, entre varios más. Toño de la Villa, el magnífico vocalista de Los Locos del Ritmo, no pudo seguirlos –y quién sabe si lo hubiera hecho, aunque cantaba mejor que todos los demás–, porque falleció víctima de cáncer a la temprana edad de 21 años. Fue el primer mártir del rock nacional y de algún modo se convirtió en un mito.
  También surgieron varias cantantes rocanroleras (es un decir) del sexo femenino. Nada que ver con Etta James o Big Mamma Thornton, pero sí con Doris Day o Sue Thompson. Ahí estaban Julissa, María Eugenia Rubio, Mayté Gaos, Leda Moreno, Emily Cranz y Angélica María.
  Para 1962, los y las cantantes solistas empezaron a eclipsar a los grupos, cuando menos a nivel de los medios masivos de comunicación. Enrique Guzmán, César Costa y Angélica María eran los nuevos “ídolos de la juventud”, los que más aparecían en las portadas de las revistas musicales, los que más se escuchaban en la radio, los que más discos vendían, los que acaparaban los programas musicales de televisión, como al cada vez más visto e influyente Premier Orfeón (aunque quien esto escribe tenía apenas siete añitos de edad, recuerda perfectamente la noche en la cual César Costa debutó en la tele en blanco y negro para cantar “Mi pueblo”, enfundado en uno de sus famosos y coloridos suéteres llenos de grecas y garigoles). El rock vivía una crisis a nivel mundial (era la época de los baladistas también en los Estados Unidos y Europa) y eso se reflejaba en México.

(Continuará)

(Publicado el día de hoy en mi columna "Plumas de caballo" del sitio Juguete Rabioso)

martes, 13 de noviembre de 2018

The Beatles


Una joya absoluta. O mejor dicho: una doble joya. El mejor conocido como Álbum Blanco de los Beatles (1968) representó en su momento un regreso a lo básico, una renuncia a la sobreproducción y a las grandes instrumentaciones orquestales y fue también la obra que marcó los límites dentro de los cuales se movía cada uno de los miembros del cuarteto. Aquí está muy claro quién es quién y quién compone qué.
  Las tensiones eran muchas dentro del grupo y la omnipresencia de Yoko Ono a lo largo de las sesiones hacía todo más difícil. Aún así, estamos ante una pieza de trabajo fuera de serie, una colección de treinta canciones de calidad casi uniformemente espléndida. Hay grandes temas. Los hay también muy buenos. Pero no hay uno sólo que pudiéramos considerar como de relleno.
  John Lennon contribuyó con maravillas como “Happiness Is a Warm Gun”, “Dear Prudence”, “Yer Blues”, “Sexie Sadie”, “I’m So Tired”, “Cry Baby Cry” y “Julia”, además de “Glass Onion”, “The Continuing Story of Bungalow Bill”, “Good Night” y  “Revolution 9”.
  De Paul McCartney son joyas como “Blackbird”, “Helter Skelter”, “Back in the U.S.S.R.”,  “Why Don't We Do It in the Road?” y “Mother’s Nature Son”, así como melodías tan buenas como “Martha My Dear”, “I Will”, “Ob-La-Di, Ob-La-Da”, “Honey Pie” y “Rocky Raccoon”.
  George Harrison colaboró con cuatro enormes composiciones: “While My Guitar Gently Weeps”, “Piggies”, “Savoy Truffle” y “Long, Long, Long”. Y hasta Ringo puso su grano de arena con la divertida “Don’t Pass Me By”, su primera canción original grabada con los Beatles.
  La profusión de estilos en el Álbum Blanco es apabullante. La cantidad de reflexiones críticas y satíricas de las letras asombra. Incluso el arte del disco, con esa singular portada blanca, habla de inquietudes gráficas de vanguardia y de una respuesta al exceso de colores del arte pop de finales de los sesenta.
  ¿El mejor álbum de los Beatles? Imposible decirlo. Lo será para unos y otros preferirán alguno más. Sin embargo, su trascendencia es clara e indiscutible.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca No. 9, segunda parte de la historia de los Beatles)

domingo, 11 de noviembre de 2018

Rubber Soul


He aquí la primera obra maestra total de la discografía beatleana. Aunque muchos críticos aboguen por los dos álbumes que le seguirían, Rubber Soul (1965) es un disco con una perfección, una sutileza y un genio que lo hacen único y sin igual. La carrera del grupo dio aquí una vuelta de tuerca, un giro radical, un cambio lleno de trascendencia.
  Mucho tuvo que ver en ello el descubrimiento por parte de los Beatles de las drogas psicodélicas, muy especialmente el LSD, mismo que por entonces no estaba prohibido. Aunque años más tarde algunos de ellos abominarían de ese químico, lo cierto es que la novedad que representaba los hizo descubrir nuevas posibilidades creativas y su música y sus letras se volvieron más elaboradas e intrincadas.
  El título del vinil al parecer es una ironía de McCartney, quien habría escuchado a un viejo bluesero hablar pestes de Mick Jagger y calificarlo como un tipo que interpretaba música soul de plástico (plastic soul), por lo que Paul simplemente cambió la expresión a rubber soul (soul de hule).
  Respecto al material musical, otra vez son catorce los temas incluidos, pero todos ellos originales. Aparte de las dos composiciones firmada por George Harrison, las otras aparecen como de Lennon y McCartney, pero aquí ya es más que evidente cuando un corte es de uno o de otro (aunque aún había mucha colaboración mutua). Así, por ejemplo, la huella de Paul es notable en piezas como la irónica y sensacional “Drive My Car”, la agridulce “You Won’t See Me” (que duraba tres minutos con veintidós segundos, ¡muchísimo tiempo para una melodía en esa época!), la afrancesadamente jazzeada “Michelle” y la ingeniosa y divertida (y mucho más profunda de lo que parece en primera instancia) “I’m Looking Through You”.
  Por su lado, muy a la Lennon son canciones como la dylaniana y bellísima “Norwegian Wood” (fue la primera ocasión en que se empleó un sitar en la historia del rock, idea –por supuesto– de Harrison), la honda y desoladora “Nowhere Man”, la seca y precisa “The Word”, la dulce y triste “Girl” y la elegantemente melancólica “In My Life”.
  Por lo que respecta a la contribución de George Harrison, “Think for Yourself” y sobre todo “If I Needed Someone” lo muestran ya como un compositor maduro y pleno, de grandes recursos, que empezaba a ponerse a la altura de sus otros dos compañeros.
  Rubber Soul es un álbum fundamental en la historia del cuarteto de Liverpool, un gigantesco paso adelante que daría pie a otras obras mayores.

(Reseña que publiqué originalmente en el Especial de La Mosca No. 8, primer volumen dedicado a los Beatles, editado en febrero de 2004)

jueves, 8 de noviembre de 2018

Help!


Este disco de 1965 puede dividirse claramente en dos mitades de siete cortes cada una. La primera mitad corresponde a las canciones que aparecen en la película homónima de Richard Lester, mientras que la segunda es una bastante irregular colección de temas de Lennon y McCartney, una melodía de Harrison y un par de covers.
  Las siete melodías iniciales tienen un gran nivel y la mayoría son hoy clásicos de los Beatles. Desde la inicial “Help!”, con su letra a manera de plegaria cuasi dylaniana llena de angustia (“ayúdame si puedes, siento que me hundo”), hasta “Ticket to Ride”, la cual, con la guitarra de doce cuerdas de George Harrison, inauguró de uno y muchos modos el folk rock (cuando menos el que prevaleció en California; el estilo de los Byrds está claramente inspirado en esta pieza). Las otras cinco composiciones son la excelente “The Night Before”, la sencilla y a la vez majestuosamente folk “You’ve Got to Hide Your Love Away”, la preciosa “I Need You” (escrita por Harrison para su novia Pattie Boyd) y dos piezas quizá no tan brillantes pero de gran calidad: “Another Girl” y “You’re Going to Lose That Girl”.
  La segunda parte del álbum (el lado B del vinil) contiene una de las obras máximas no sólo del grupo, sino de la música popular del siglo veinte: “Yesterday”, compuesta y grabada en solitario por Paul McCartney. También está otra belleza intitulada “It’s Only Love”, con el claro sello lennoniano (muy marcado asimismo en “Help!”), y la singular “I’ve Just Seen a Face”. Las canciones ajenas son bastante simpáticas: “Act Naturally”, balada country cantada divertidamente por Ringo, y “Dizzy Miss Lizzy”, gran y potente rocanrol gritado por John.
  Quiso el destino que en Help! estuviesen las que tal vez sean las dos canciones más grises y olvidables de todo el repertorio beatle. Me refiero a “You Like Me Too Much” de Harrison y a “Tell Me What You See” de Lennon y McCartney, un par de temas cuyas respectivas melodías sólo los más aferrados fanáticos del grupo podrían recordar… y quizá ni ellos.
  Junto con Beatles for Sale, Help! es una especie de trabajo de transición (aunque un muy buen trabajo de transición), previo al gran salto que comenzaría a darse con el siguiente disco, a fines del mismo año.

(Reseña publicada originalmente en el Especial de La Mosca No. 8, primer volumen dedicado a los Beatles, editado en febrero de 2004)

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Them Crooked Vultures


¿Qué se podía esperar de la tan anunciada reunión musical de tres figuras casi míticas del rock? ¿Qué podría surgir de las mentes y los talentos de un Josh Homme y su locura creativa, como parte de bandas del tamaño de Queens of the Stone Age o Eagles of Death Metal; de un Dave Grohl y su capacidad instrumental, suficientemente demostrada en Nirvana y los Foo Fighters; de un John Paul Jones, verdadero mito viviente y quien como bajista y tecladista de Led Zeppelin formó parte de una de las grandes leyendas musicales del siglo pasado?
  Se podía esperar un proyecto bombástico, elefantiásico, grandilocuente, exagerado a más no poder, que privilegiara la forma y tratara de asombrar a propios y extraños con una propuesta estruendosa y excesiva, casi teatral. Pero se podía esperar asimismo la conformación de un trio que sin aspavientos hiciera un rock duro, de raíces, inteligente y terrenal. Para fortuna de todos (de ellos y de nosotros), fue esto último lo que Homme, Grohl y Jones hicieron al formar a Them Crooked Vultures y entregarnos su primer trabajo discográfico, un album homónimo que supera nuestras expectativas gracias a la deliciosa combinación de estos tres grandes músicos de rocanrol.
  En Them Crooked Vultures (2009), el disco, la huella de Led Zeppelin y sobre todo de Jimmy Page está más que marcada y sus integrantes no sólo no lo niegan, sino que parecen honrados en hacerlo notar. Esto no quiere decir que se trate de una mera derivación o, peor aún, de una copia del Zepp. Al contrario, el grupo suena fresco y con toques de originalidad. La voz de Josh Homme remite más a Queens of the Stone Age que a Robert Plant y la batería de Grohl es la que escuchábamos con Nirvana y no una emulación imposible de John Bonham. Hay temas absolutamente zeppelinianos (“Elephants”, “Reptiles”), pero el resto del material transcurre por un sonido diferente que de repente se acerca incluso al viejo Cream de Eric Clapton, Jack Bruce y Ginger Baker (sobre todo en “Scumbag Blues”), transita por la psicodelia (“Interlude with Ludes”) o incluso se acerca al David Bowie del periodo berliniano (“Spinning in Daffodils”).
  A final de cuentas, Them Crookes Vultures es un disco gozoso por una razón muy simple: se trata de la celebración de dos músicos relativamente jóvenes que se dan el gusto de tocar con uno de sus héroes y ello se refleja en cada uno de los cortes de este magnífico álbum.

martes, 6 de noviembre de 2018

Be Here Now


Aunque quizá –sólo quizá– de menor nivel que sus dos grandes discos predecesores, Be Here Now (1997) es de cualquier manera un trabajo notable, sobre todo por la producción, con amplias influencias beatlescas (obvio) pero también de las viejas producciones de Phil Spector y Brian Wilson. De hecho, podríamos denominarlo como el álbum de las paredes de sonido.
  Es una obra pretensiosa, sin duda, pero todo lo que ha hecho Oasis desde sus inicios es precisamente así: pretensioso. Se trata de un disco grandilocuente, bombástico, incluso exagerado, pero al final sale airoso y al escucharlo con la distancia que dan los años, es posible valorarlo de una mejor y más justa manera. Fue en este plato donde Noel Gallagher alcanzó la perfección como compositor de temas que al mismo tiempo que fundían una gran cantidad de influencias –las cuales además eran notorias, no se ocultaban–, conseguía hacerlo de tal manera que el resultado final eran canciones que sonaban, vaya paradoja, originales.
  El ejemplo más claro de ello es el tema que abre el álbum, la poderosa “D’You Know What I Mean?”, algo más que una simple canción, aunque sea una canción. En sus más de siete minutos de duración, la pieza sintetiza una gran cantidad de elementos, desde efectos de estudio hasta una pared de guitarras, desde un sonido “sucio” y viciado hasta una batería a la John Bonham, desde solos con wah-wah hasta las vocalizaciones que a fuerza de repetirse terminan siendo una especie de mantra minimalista. Sin duda, una composición sorprendente y de enorme riqueza.
  Las cosas no cambian demasiado con el segundo corte, “My Big Mouth”, igualmente ruidoso pero con un ritmo más acelerado y un mood más rocanrolero. Otra desconcertante maravilla es “Magic Pie” (¿cuántas guitarras sobregrabadas habrá para crear esa impresionante muralla de cuerdas tan a la Jimmy Page?). “Stand by Me” bien pudo formar parte de (What's the Story) Morning Glory?, pues se trata de una melodía con una producción mucho más limpia y transparente, un gran tema en lo musical (en lo letrístico, de hecho, es difícil encontrar una composición en toda la discografía de Oasis que se aleje de los clichés y las frases hechas; Noel Gallagher nunca ha sido algo cercano a un poeta). Por su parte, “I Hope, I Think, I Know” es otro buen rockcito, mientras que “The Girl in the Dirty Shirt” cierra la primera mitad del álbum con ciertos acordes a la “I Am the Walrus” de los Beatles, para derivar en una canción que logra grandes alturas gracias a sus variantes y sus coros sesenteramente poperos.
  Con la excelente “Fade In-Out”, Be Here Now cambia de talante y de atmósfera para volverse más agresivo, más desafiante, hasta un tanto bluesero gracias al estupendo uso de la guitarra slide. “Don’t Go Away” es otra de las cumbres del plato. Una pieza al mismo tiempo tierna y escalofriante, conmovedora y retadora, con la voz de Liam Gallagher en uno de sus mejores momentos interpretativos. La homónima “Be Here Now” es un nuevo y rítmico rocanrolito, en tanto “All Around the World” es otro himno de tintes beatlescos, con un arreglo de cuerdas que bien pudo construir George Martin y que nos remite de pronto a la “Hey Jude” de Paul McCartney; gran corte que da pie a la canción final (bueno, al final final hay un reprise de “All Around the World”), la explosiva “It’s Getting Better (Man!!)”, misma en la cual se recupera la pared de sonido de la primera parte del álbum, aunque dentro de un ritmo menos pausado y más contundente.
  Be Here Now podrá no ser el mejor disco de Oasis..., pero podría serlo.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial No. 27 de La Mosca en la Pared, publicado en enero de 2006)

lunes, 5 de noviembre de 2018

Apuntes para una historia crítica del rockcito (II)


Para fines de los años cincuenta del siglo pasado, estaba claro que el rock and roll en México era mucho más que un ritmo y no iba a desaparecer por más que una punta de viejitos y viejitas histéricos quisieran borrarlo del mapa.
  Lo mejor fue que el género comenzó a permear fuera de las grandes orquestas adultas y que algunos jóvenes, espontáneamente, empezaron a buscar la manera de conformar bandas rocanroleras para ejecutar aquella música con sus propios medios. Se trataba de jóvenes citadinos, principalmente de las ciudades grandes del país, aunque los casos más notorios surgieron inicialmente del Distrito Federal. Los casi adolescentes hicieron hasta lo imposible por adquirir algunos instrumentos, en especial guitarras y bajos eléctricos que, además de caros, eran escasos.
  Entre los primeros conjuntos (que así se les llamaba) que se formaron por allá de 1958 y 1959 estaban los que la mercadotecnia posterior denominaría como “Los pioneros del rocanrol” (del rocanrol hecho en México, se entiende)  y de quienes Federico Arana, “pionero” él mismo, afirma en Guaraches de ante azul que “si algo pudiera definir a los pioneros del roc –sic– nacional, es que la falta de instrucción y talento musical nos unificaría a casi todos”). 
  Grupos como los Teen Tops, Los Locos del Ritmo, Los Rebeldes del Rock, Los Camisas Negras, Los Crazy Boys o Los Sinners comenzaron a adoptar y adaptar los éxitos rocanroleros provenientes de los Estados Unidos, a los que les inventaban letras más o menos relacionadas con la realidad y la idiosincracia mexicanas.
  Así, por ejemplo, “Tallahassee Lassie” de Freddy Cannon se convirtió en “La chica alborotada” de Los Locos del Ritmo, quienes en su letra decían cosas como “Es mi chica alborotada, / es un poquito alocada / y si acaso tú la buscas, / te dirá que tú le gustas. / Es mi chica alborotada / y nunca cambiará”. “Good Golly Miss Molly” de Little Richard pasó por el ingenioso filtro traductor de Enrique Guzmán, el cantante de los Teen Tops, para transformarse en “La Plaga” y exclamar: “Mis jefes me dijeron: ‘Ya no bailes rocanrol, / si te vemos con La Plaga, tu domingo se acabó’”. Mientras tanto, “Jailhouse Rock” (que cantaba Elvis Presley) con los propios Teen Tops decía en mexicano: “Un día hubo una fiesta aquí en la prisión. / La orquesta de los presos empezó a tocar. / Tocaron rocanrol y todo se animó / y un cuate se paró y empezó a cantar el rock”. Por su parte, Los Crazy Boys (en voz de Luis “Vivi” Hernández), para seguir con el tema carcelario, decían en su versión hecha en México de “Leroy”: “Era una vez un muchacho así, / era un rebelde hecho de verdad. / Cuando la redada lo atacó, / él gritó: ‘caramba qué haré yo’”.
  Sin embargo, hubo algunas (pocas) canciones originales. Las más notables fueron “Yo no soy rebelde” de Chucho González y “Tus ojos” de Rafael Acosta, grabadas por Los Locos del Ritmo (aunque también eran originales “Morelia”, “Blues Tempo”, “El mongol” y “Un vasito de agua”); “Vuelve primavera” de Armando Trejo, interpretada por los efímeros Blue Caps; “Pecosita” de Oscar Cossío, cantada por los Silver Rockets; “No está aquí”, de Los Hooligans, “Acapulco rock”, de Eddie Medina, y algunas otras más.

La primera canción radiada
A decir del ya referido Federico Arana, la primera canción de un grupo mexicano de rock que se transmitió por la radio fue el cover de Los Rebeldes del Rock a “Poison Ivy” de los Coasters, llamada en español “La hiedra venenosa”. Ello sucedió en 1958. El tema fue un éxito inmediato y destapó la cañería que tenía detenida a una buena cantidad de grupos ansiosos de grabar rocanrolitos y sacarlos por medio de los ondas hertzianas.
  La oleada del rock en nuestro idioma era incontenible en México, a pesar de las resistencias que seguía habiendo, como la de un tal Enrique Reyes Spíndola, columnista musical que decía: “No cabe duda, amigos, la fiebre del rock and roll cantado en español está en plena efervescencia en nuestra capital, pero creemos que con la misma rapidez con que se popularizó, así se va a desplomar”.
  Incluso en la radio, no todas las estaciones estaban contentas con el arribo de esta nueva música y por ahí se afirmaba que “pronto desaparecerá la fiebre del rock and roll en español, según cómputos realizados por Radio 6.20”.
  ¿Desaparecería el rock, como vaticinaban aquellos malos y malintencionados augures?

(Continuará)

(Publicada en mi columna "Plumas de caballo", en el sitio Juguete Rabioso)

martes, 30 de octubre de 2018

Catch a Fire


Aunque durante varios años los Wailers habían grabado una buena cantidad de discos de bajo presupuesto, ya fuese como trío o como banda completa, Catch a Fire (1973) es de hecho su primer álbum en forma, la primera producción realmente profesional de Bob Marley y la primera con la que habría de ser su casa discográfica, la británica Island Records de Chris Blackwell. Y representó todo un éxito, al combinar el reggae puro con elementos de blues, soul, funk y rock.
  Se dice que todo en este álbum es seminal, ya que del mismo parte lo que sería el reggae en el futuro y su influencia en la escena rocanrolera de los años setenta en adelante, con grupos como The Clash y The Police, entre varios otros.
  Aún con Peter Tosh en la alineación de los Wailers, Catch a Fire debe mucha de su aceptación al trabajo de Blackwell como productor (los arreglos “roqueros” de los temas se deben a él y sin duda ayudaron a hacer el disco más accesible para el público anglosajón). Otro punto que ayudó fue que la canción “Stir It Up” de Bob Marley ya había sido un éxito de popularidad con Johnny Cash y su inclusión hizo que mucha gente se acercara al LP. Pero aunque estupenda, no es la única pieza digna de mención. Otras como “Concrete Jungle” y “Slave Driver” o las dos composiciones de Tosh, “Stop That Train” y “400 Years”, son igualmente buenas.
  Temáticamente, las letras de los nueve cortes contienen en su mayoría una posición crítica en contra del colonialismo en Jamaica. Catch a Fire convirtió a Bob Marley, de un solo golpe, en superestrella de la música, algo que sus compañeros Peter Tosh y Bunny Wailer no aceptarían y los llevaría a abandonar al grupo casi de inmediato. No obstante, la grandeza de este álbum permanece incólume a más de treinta años de distancia. Todo un clásico.

(Reseña que escribí para el Especial No. 15 de La Mosca en la Pared, publicado en octubre de 2004)

domingo, 28 de octubre de 2018

(What’s the Story) Morning Glory


El segundo gran disco de Oasis. Al contrario de Definitely Maybe que era un álbum más rocanrolero, (What's the Story) Morning Glory? (1995) tiende a los temas en los cuales la melodía es lo primordial, algo de lo que dio al brit pop una de sus características más notorias. Se trata además de una obra más trabajada, producida con mucho mayor detalle y con composiciones que juegan de mejor manera con el rango estilístico y que, por tanto, abarcan una gran cantidad de variaciones. Los arreglos son más finos y elaborados. Es, digamos, un disco más Sgt. Pepper que Rubber Soul. También es una colección de canciones que tiende hacia una mayor introspección letrística. Hay más emociones íntimas y emocionales en juego y hasta algunas metáforas bien logradas (se sabe que el fuerte de Noel Gallagher nunca han sido las letras). Asimismo, el grupo suena mejor desde un punto de vista instrumental y la voz de Liam Gallagher se permite más matices y colores, lo cual la hace sonar menos plana y más intencionada.
  (What's the Story) Morning Glory? arranca a la perfección con “Hello”, una pieza al mismo tiempo agresiva y melódica, ruidosa y armónica. La sigue la conocida “Roll with It”, un rocanrolito irresistible (debo confesar que ésta fue la primera canción que escuché de Oasia y que su sonido me capturó de inmediato). Curiosamente, se trata de uno de los temas con menos huellas del estilo de Noel Gallagher. Aquí hay algo de crudeza y hasta cierto sonido rasposo, es como una canción atípica y tal vez en ello se encuentre su mayor mérito.
  “Wonderwall”, en cambio, es y representa muy otra cosa. Posiblemente se trate de la composición sine qua non de Oasis, la que mejor lo define como grupo y como proyecto. Construida a la perfección, con una melodía inconfundible, armonías en sutil progresión y una interpretación vocal excelente por parte de Liam Gallagher, estamos ante una mera canción de amor (escrita por Noel Gallagher a su novia Meg Matthews), pero vaya nivel de canción. Es la canción.
  Otra joya es la inmediata “Don't Look Back in Anger” (cuyo piano empieza –sólo empieza– como el de “Imagine” de John Lennon), una melodía de gran belleza musical, en verdad conmovedora. “Hey Now!”, por su parte, es una enérgica e interesante tonada que da pie (después del breve puente instrumental de la primera “Swampsong”) a la peculiar “Some Might Say” que sin dejar de ser claramente britpopera, mucho abreva del noise rock y de las paredes de sonido a la Phil Spector. “Cast No Shadow”, en cambio, es un retorno a la calma, en un suave tema dedicado –se dice– a Richard Ashcroft de The Verve. Mientras tanto, “She’s Electric” es uno de los cortes más divertidos del álbum, una composición que puede remitir a T. Rex, pero que representa, definitivamente, otra de las piedras fundacionales del brit pop.
  La homónima “Morning Glory” nos prepara para la cenital culminación del disco (ahí están otra vez el noise rock y la pared de sonido), no sin antes pasar por una segunda “Swampsong” igualmente instrumental y brevísima. “Champagne Supernova”, el último tema de (What's the Story) Morning Glory?, es casi un himno, una composición in crescendo, una escalera al cielo llena de triunfal imaginería sesentera, la mejor manera de culminar –con Paul Weller como guitarrista invitado y Neil Young como presencia fantasmal– un álbum así de bueno.
  Nunca pudo Oasis encontrarse en una cumbre artística y creativa más alta y a más de veinte años de distancia, la sigue extrañando.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial No. 27 de La Mosca en la Pared, publicado en enero de 2006)

miércoles, 24 de octubre de 2018

Arthur


Arthur (Or the Decline and Fall of the British Empire) (1969) es la reafirmación de lo que Ray Davies quería hacer a finales de los años sesenta: obras conceptuales que incluso se acercaran a la idea de la ópera rock.
  De hecho, en Arthur se cuenta una historia completa, la de un londinense que decide mudarse a Australia durante la Segunda Guerra Mundial, con todas sus peripecias amorosas y existenciales en el marco del gran conflicto bélico. La idea funciona y el disco también, ya que jamás cae en lo pretencioso o lo grandilocuente. Por el contrario, sus canciones son tan finas y entrañables como las de The Village Green Preservation Society y en conjunto funcionan a la perfección.
  Desde el arranque el álbum regala maravillas, como la inicial y muy célebre (y estupenda) “Victoria” (una clásica del repertorio de la banda), pero también con otras composiciones menos conocidas pero de muy alto nivel, como la antiautoritaria “Yes Sir, No Sir”, la antibélica “Some Mother’s Son”, la muy rocanrolera “Brainwashed”, la deliciosa “Australia” (jam final incluido), la curiosa “Mr. Churchill Says”, la dulcísimamente sarcástica “She’s Bought a Hat Like Princess Marina”, la verdaderamente hermosa y melancólica “Young and Innocent Days”, la sensacional “Nothin to Say” y la concluyentemente eufórica “Arthur”. Sin embargo, desde mi perspectiva, las dos mejores canciones son –junto con “Victoria”–  “Drivin’” y la excepcional “Shangri-La”.
  Arthur es una perfecta combinación entre música y letra, ya que la una está siempre al servicio de la otra, en una conjunción dialéctica pocas veces vista y escuchada. Un gran disco.

(Reseña que escribí para el Especial de La Mosca en la Pared No. 43, publicado en octubre de 2007)

martes, 23 de octubre de 2018

Apuntes para una historia crítica del rockcito (I)


En el principio fue el cover. Es decir, la imitación. Es decir, la copia. Fue una marca, un sello de origen. Mientras en los Estados Unidos el rock and roll ponía a temblar a las buenas conciencias y a todo un mundo establecido sobre bases que tenían que ver con la decencia, la pureza, la virginidad, la lozanía, la pulcritud y el miedo al comunismo, en México algunos jóvenes urbanos de las clases alta y media se entusiasmaron no tanto con lo que representaba aquella música desde un punto de vista social y hasta político, sino simple y sencillamente por cómo sonaba y cómo provocaba mover los pies y bailar. ¿A quién le importaba, en el lado sur de la frontera que marcaba el río Bravo, que Chuck Berry o Little Richard escribieran letras provocativas, grasosas, de doble sentido, en las cuales las intenciones sexuales eran a veces bastante explícitas? No, no. Si allá se hacía eso, en un país como los Estados Unidos Mexicanos, tanto o más conservador y decente que el país blanco (en el sentido WASP: White Anglo-Saxon Protestant) de los Estados Unidos de Norteamérica, muchas de las adaptaciones de aquellas mismas canciones hablaban de “un helado de frambuesa, un helado de limón” (“Tutti Fruti”), “vamos por el cura que ya me quiero casar, no es que seas muy bonita sino que sabes bailar” (“La Plaga”) o “si tu confidente soy y en secundaria voy, soy tu confidente, voy en secundaria, vamos a bailar el rock” (”Confidente de secundaria”). Todo simple, todo bobalicón y sin malicia. Nada de leer entre líneas alguna sugerencia de tipo –¡horror!– sicalíptico. Ese sello inocentón, adolescente y hasta un tanto oligofrénico habría de convertirse en la marca de casi todo el rock que se haría en nuestro país a lo largo de las siguientes décadas… y hasta la fecha.
  De hecho, los primeros rocanroles que se hicieron en nuestro país no fueron producidos por jóvenes músicos en la edad de la punzada, sino por filarmónicos adultos ultra  convencionales, en especial por directores de orquesta que lo mismo le entraban a la guaracha y el chachachá que al swing y el bolero. La cosa era interpretar los siempre efímeros “ritmos” de moda, algunos con nombres tan excéntricos como el bolero-tango, el nuba-americano y el kaicongo (sic). Por eso, cuando el rocanrol irrumpió en la Norteamérica anglosajona, en la otra Norteamérica, la mexicana, el explosivo género fue tomado como un simple ritmillo más que, según se creía, no tardaría en llegar a su punto máximo de efervescencia para luego desinflarse, disolverse y quedar en el total olvido.

Mexican Rock and Roll
El primer rock (es un decir) que se grabó en México fue “Mexican Rock and Roll”, un tema instrumental compuesto por Pablo Beltrán Ruiz e interpretado por su orquesta. Por supuesto que de rocanrol tenía sólo el título, mas era la señal de que aquella música iba penetrando lenta pero firmemente en el sacrosanto territorio patrio. A decir de Federico Arana, en su imprescindible libro Guaraches de ante azul, el primer disco de rock cantado por un connacional apareció en septiembre de 1957. Se trataba del un EP con las canciones “Príncipe azul” y “Meciéndose todo el día”. La intérprete: la hoy universalmente olvidada Aurora Román. Pocas semanas después, otra cantante más conocida, la chicana Gloria Ríos –quien se presentaba como vedette en diversos antros del Distrito Federal– grabó su propio disquito seudorocanrolero con los temas “El relojito” y “La mecedora”.  El rocanrol empezaba a ser negocio en el país y pegó más fuerte cuando se exhibió en los cines nacionales la película Al compás del reloj, un churrazo gringo, sí, pero en el cual aparecían Bill Haley y sus Cometas, los Platters y otros exponentes del flamante género. Muchos jóvenes mexicanos vieron y escucharon al fin aquella música contagiosa y… se contagiaron. Los productores cinematográficos de este lado de la frontera olieron el dinero fácil que podían sacar con filmes similares y como en cascada se dejaron venir cintas infectas como Locos peligrosos, La locura del rock’n roll o Los chiflados del rock’n roll (esta última ¡con Agustín Lara, Pedro Vargas y Luis Aguilar!), entre otras.

Todos odiaban a Elvis
Cuando el rocanrol empezaba a ser más y más aceptado por los jóvenes mexicanos, sobrevino aquella infecta campaña contra Elvis Presley promovida por lo más oscuro e híper conservador de nuestra sociedad ultramontana. Un seudoperiodista de nombre Federico de León se sacó de la manga una supuesta declaración de Presley, según la cual el de Tupelo, Mississippi, habría dicho que prefería besar a tres negras antes que a una mexicana.
  Nadie se molestó en averiguar si Elvis había dicho aquello y se dio por hecho que sí, lo cual derivó en una de las campañas periodísticas más idiotas en la historia de este país. En diversos medios de comunicación, se atacó alegremente al cantante por haber osado mancillar el honor de la impoluta mujer mexicana. La hipocresía y el chauvinismo salieron a relucir con total impunidad a la hora de darle con todo al intérprete de “Jailhouse Rock”. Columnistas, editorialistas y demás “líderes de opinión” se rasgaron las vestiduras y clamaron llenos de indignación porque se vetara a Elvis Presley, se quemaran sus discos y se hiciera todo para que la juventud nacional no lo escuchara más y retornara a oír la tradicional y muy bonita música mexicana que tantos valores tenía, etcétera. Ya después se supo que lo de la famosa declaración había sido un invento del tal De León, pero nadie se ocupó de aclararlo.

(Continuará)

(Publicado el día de hoy en mi columna "Plumas de caballo" del sitio Juguete Rabioso)

domingo, 21 de octubre de 2018

Three Imaginary Boys


Un disco debut que para muchos seguidores de The Cure es el primero y último gran disco del grupo. La banda se encontraba en sus inicios y su inmadurez creativa funcionó de manera paradójica, produciendo un álbum lleno de energía restallante, a pesar de que el estilo del grupo en esos momentos resultaba quizá demasiado popero, demasiado ajustado a la música que se hacía a finales de los setenta.
  No hay aquí composiciones que inviten a lo que podríamos llamar la introspección oscura. Todo es simple, demasiado simple tal vez, pero funciona, incluso el muy bizarro cover de la “Foxy Lady” de Jimi Hendrix. Hay quienes dicen que Three Imaginary Boys (Fiction, 1979) es un trabajo inclasificable dentro de la discografía de Robert Smith y sus amigos.
  El propio líder de La Cura ha confesado más de una vez los sentimientos encontrados que le provoca todavía este disco un tanto kitsch que no anunciaba lo que vendría después. De hecho, más que un trabajo conceptual, es esta de una colección de sencillos aislados y con escasos vasos comunicantes, algo muy similar a lo que sería Boys Don’t Cry (1980), álbum que recogía varios de los cortes del Three Imaginary Boys y añadía algunos sencillos, destacablemente el propio “Boys Don’t Cry” y el conocido y polémico “Killing an Arab”.
  Entre los temas más destacables de este Tres muchachos imaginarios se encuentran la inicial “10:15 Saturday Night” (una canción muy poco relacionada con el posterior sello letrístico y musical de The Cure), “Accuracy”, “Meathook” y la muy singular “Fire in Cairo”, cuya autoría bien pudo ser signada por los miembros de R.E.M. y cuyos tonos orientales y pretendidamente exóticos sirven de marco perfecto a una letra que habla de la noche egipcia y de cómo “tus ojos brillan luminosos/ y arden como fuego/ arden como fuego en El Cairo”.

(Publicado originalmente en el No. 5 de los Especiales de la Mosca, en noviembre de 2003).

martes, 16 de octubre de 2018

Meddle


He aquí un álbum verdaderamente espléndido que puede ser dividido en dos partes que se diferencian con claridad (lo cual por supuesto resultaba más evidente en el disco original en vinil, con sus caras A y B).
  La primera parte está compuesta por cinco composiciones de muy variados estilos, iniciando con “One of These Days”, tema instrumental de aires épicos que consigue un muy interesante y poderoso clima que va creciendo conforme transcurre, hasta lograr un final apoteósico. “A Pillow of Winds” es una tonada de reiterativos acordes guitarrísticos en contrapunto (a la manera de "Dear Prudence" de los Beatles) y hermosas y nostálgicas vocalizaciones susurrantes. Le sigue “Fearless”, una tranquila melodía cuyo arreglo instrumental recuerda al Jimmy Page de los primeros años ledzeppelinianos y que culmina con los clásicos cánticos de los aficionados al futbol británico. También está “San Tropez”, una divertida y muy placentera tonada que bien podría haber sido escrita por Donovan o por Ray Davies; la pieza incluye un jazzero solo de piano cortesía de Rick Wright.
  El lado A concluye con “Seamus”, curioso y no por ello menos delicioso blues acústico que se ve acompañado por un sardónico coro de perros que ladra y aúlla a lo largo del corte.
  La segunda parte de Meddle (1971), en cambio, está conformada por una sola y larga composición a manera de suite, una especie de jam session de atmósferas cósmicas, rica en variaciones y cambios estructurales, con prolongados bloques sonoros. Se trata de la espléndida "Echoes", la cual prefiguraba ya lo que habría de ser el estilo de Pink Floyd a partir de sus siguientes trabajos discográficos. 

(Reseña que escribí para el Especial No. 7 de La Mosca en la Pared, dedicado a Pink Floyd y publicado en enero de 2004)

jueves, 11 de octubre de 2018

In Through the Out Door


En pleno periodo punk-new wave, para algunos Led Zeppelin sonaba absolutamente anticuado y demodé. Su música era considerada por más de uno como grandilocuente, exagerada, pretenciosa y vacua, como una monstruosidad que había crecido demasiado y a la que urgía poner un alto.
  Por supuesto muchos otros no estaban de acuerdo, entre ellos Jimmy Page y amigos que lo habían acompañado durante más de diez largos e intensos años. Es en ese contexto un tanto adverso que apareció In Through the Out Door (Atlantic, 1979), muy posiblemente el álbum más flojo –o el menos brillante si se quiere– de la discografía ledzeppeliniana.
  Sin embargo, no es ni por asomo un mal trabajo. Aunque quizá se haya recurrido en demasía al uso de sintetizadores, la mayoría de los cortes son afortunados y algunos (el inicial y poderoso “In the Evening”, el genial rocanrolito “Hot Dog” o los concluyentes “All My Love” y “I’m Gonna Crawl”) resultan excelentes. Posiblemente no se pueda decir lo mismo de temitas más bien intrascendentes como “Fool in the Rain” (del cual Maná –en serio– haría un cover espantoso, mariachi incluido), “South Bound Saurez” y “Carouselambra”.
  In Through the Out Door no fue el mejor disco final para Led Zeppelin. Sus integrantes, por supuesto, no sabían al grabarlo que sería su obra póstuma. Pero la muerte absurda de John Bonham al año siguiente acabó con la leyenda y no hubo más.

(Reseña que escribí para el especial de La Mosca No. 6, dedicado a Led Zeppelin y aparecido en noviembre de 2003)

martes, 9 de octubre de 2018

Sheer Heart Attack


Grabado el mismo año que Queen II, Sheer Heart Attack (1974) se diferencia de aquel por el rompimiento musical que consigue y que se dirige hacia el más puro y característico estilo que haría de Queen una banda única e inconfundible.
  Ese rock a la vez duro y melódico que distinguió al cuarteto es mostrado en ciernes en este disco, producido apenas ocho meses después que su antecesor, debido a que Brian May se vio aquejado por una hepatitis y el grupo debió olvidar cualquier posibilidad de realizar giras y conciertos. Para no quedarse inmóvil, Queen optó por aprovechar el involuntario intermedio para trabajar en su tercera obra y lo hizo de manera estupenda.
  Sheer Heart Attack es por donde se le escuche un gran disco. He aquí una colección de espléndidos temas que incluye composiciones tan notables como la juguetona “Killer Queen” y las hoy clásicas “Stone Cold Crazy”, “Brighton Rock” y “Now I’m Here”. Hay en el álbum la típica combinación de piezas sólidas y rocanroleras (“Tenement Funster” y “Flick of the Wrist”) con baladas dulces y llenas de melodía y armonía (“Lily of the Valley” y “Dear Friends”), pero también algunos experimentos novedosos. Así, en “Misfire” se encuentra una rítmica caribeña, mientras que el jazz (o más precisamente el ragtime a la Scott Joplin) está presente en la sensacional “Bring Back That Leroy Brown”.
  Un discazo.

(Reseña publicada en el No. 13 de los especiales de La Mosca en la Pared, en diciembre de 2004)