martes, 24 de junio de 2014

Horace Silver: el jazz está de luto

Se fue una de las pocas leyendas del jazz que aún permanecían entre nosotros, si no es que la única. El padre del hard bop, el heredero de Bud Powell y Thelonius Monk (aunque apenas era once años menor que éste). Un pianista con la misma estatura de Bill Evans, Oscar Peterson y Dave Brubeck y un jazzista con los tamaños de Stan Getz, Lester Young y Coleman Hawkins. Solamente no me atrevería a emparejarlo con Miles Davis, Charlie Parker o John Coltrane.
  Horace Silver falleció el pasado miércoles 18 de junio, a los ochenta y cinco años. No diré que dejó un hueco. Prefiero afirmar que lo que dejó es un legado musical de altísima calidad artística, esa que sólo tienen aquellos capaces de crear un estilo propio.
  Compositor y pianista excepcional, hijo de un portugués que lo inició en la música por medio de las canciones provenientes de Cabo Verde, Silver empezó en las lides jazzísticas en los años cincuenta, como integrante de la banda de Stan Getz y más tarde se asoció con Art Blakey para conformar a los míticos Jazz Messengers, agrupación con la que no sólo realizó su primera grabación, en 1955, sino con la que hizo surgir al hard bop, con composiciones como “The Preacher”, “Doodlin’” o “Room 608”, todas ellas contenidas en ese hoy clásico álbum debut.  Poco después, decidió comenzar su carrera como solista y líder de su propio grupo.
  Grabó para Blue Note a lo largo de varias décadas, hasta que la disquera desapareció en 1980. Entonces formó su propio sello discográfico: Silveto.
  Entre los músicos que pasaron por su banda hay nombres como los de Donald Byrd, Woody Shaw y Joe Henderson. Con ellos y con muchos más, grabó discos imprescindibles entre los que destacan Blowin’ the Blues Away (1959), Song for My Father (1964),  The Hard Bop Grandpop (1996) y Six Pieces of Silver (2000).
  Por momentos sutilmente melódico, por momentos salvaje y deliciosamente funkie, el sonido bopero de Horace Silver permaneció actual hasta sus más recientes grabaciones y jamás perdió el reconocimiento del público de jazz.
  Una gloria.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

martes, 17 de junio de 2014

Chrissie Hynde y el síndrome de Estocolmo

En 1980, apareció el primer disco de un cuarteto inglés que apostaba por el entonces floreciente subgénero del new wave, con algunos tintes de punk y rock clásico. Su estilo era muy peculiar, gracias sobre todo a la característica voz de su cantante, una estadounidense de nombre Chrissie Hynde. La agrupación se llamaba The Pretenders y su álbum, homónimo, es hoy un clásico absoluto, con temas tan buenos como “Precious”, “The Phone Call”,  “Brass in Pocket” y su versión de “Stop Your Sobbing” de los Kinks. Luego vendrían varios trabajos discográficos más, entre los cuales destaca el grandioso Learning to Crawl de 1984 (¿cómo olvidar “Middle of the Road”, “Thin Line Between Love and Hate” o “Back on the Chain Gang”?).
  Tres décadas más tarde y a un sexenio de haber grabado el último álbum de los Pretenders (el muy aceptable Break Up the Concrete de 2008), Hynde acaba de dar a luz su primer opus como solista, una obra extraña y desconcertante, no por su vanguardismo o su afán por la experimentación sino todo lo contrario: por su franca incursión en la música pop.
  Stockholm (Caroline International, 2014) es el título de este plato, cuyo nombre se debe a que la cantante y compositora se puso en manos del productor sueco Björn Yttling, integrante del grupo de pop electrónico Peter Bjorn and John. No obstante esto, la fuerte presencia de Hynde dota de un extraño poder a este que es en definitiva su disco más light. Una contradicción casi dialéctica.
  No se piense sin embargo que estamos frente a una música pop tipo Britney Spears o Katy Perry, ni siquiera se parece a la de Lady Gaga o a la de Madonna. El sello de Chrissie Hynde es tan definitivo y tan definitorio que, a pesar de los arreglos y acompañamientos, se mantiene claro y sin máculas.
  Es cierto que no hay new wave, punk o rock en Stockholm, pero tampoco estamos frente a un acto de alta traición o una tentativa de comercialidad a ultranza. Más bien me parece un intento por hacer algo bueno y diferente y, ¿saben qué?, esta mujer de sesenta y tres años lo consigue.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

martes, 3 de junio de 2014

Discos póstumos

Luego de las reacciones que ha despertado Xscape, el flamante álbum póstumo de Michael Jackson, sería bueno recordar que no se trata de un fenómeno nuevo y que muchos han sido los músicos que después de muertos nos legaron uno o más discos.
  Janis Joplin, por ejemplo, falleció antes de terminar esa joya que es Pearl (1971), el cual apareció después de su trágico deceso y con una canción de título premonitorio, “Buried Alive in the Blues”, de la cual sólo se escucha la pista instrumental, ya que la legendaria tejana no alcanzó a grabar la parte cantada.
  Otro caso es el de Queen. Su disco Made in Heaven (1995) salió a la venta meses después de la muerte de Freddy Mercury y el guitarrista Brian May declaró, con fines claramente mercantiles, que se trataba del mejor trabajo del cuarteto (el tiempo lo ha desmentido de manera terminante).
  Jimi Hendrix y Frank Zappa nunca imaginaron la cantidad de álbumes póstumos que surgirían después de su partida, todos ellos con las muchas grabaciones inéditas, en estudio y en concierto, que dejaron como herencia. Lo mismo puede decirse de Johnny Cash, cuya excepcional serie American Recordings lo acercó a las nuevas generaciones de una manera que él hubiera querido presenciar en vida.
  Otros casos semejantes son los de Ian Curtis (el álbum Closer de Joy Division salió dos meses después de que el vocalista se arrancara la existencia, en 1980) y Jeff Buckley (su Sketches for my Sweetheart the Drunk fue dado a la luz un año después de su muerte, en 1998).
  Muy singular es el caso de Eva Cassidy, una intérprete extraordinaria a quien casi nadie hizo caso en vida y que no pudo ver la aparición de varios discos que lograron un enorme éxito tiempo después de su fallecimiento.
  Por último, habría que mencionar el MTV Unplugged (1995) de Nirvana, disco que con el paso del tiempo se volvió mítico y volvió más mítico aún al líder del  grupo, Kurt Cobain.
  En pocas palabras y para decirlo en un enunciado de Don Juan Tenorio: “Los muertos que vos matasteis gozan de cabal salud”.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario).

lunes, 2 de junio de 2014

Aguas de março

Al contrario de mucha gente, mi primer contacto consciente con la música brasileña no se dio con Roberto Carlos o con Nelson Ned (a Dios gracias), sino con Nadia Milton y Nacho Méndez, quienes a mediados de los años sesenta pusieron una obra de teatro musical llamada H3O, en la que incluían el tema “Você”, con todo el estilo de Antonio Carlos Jobim, aunque según me parece recordar el tema era del propio Méndez. Nunca vi la obra, pero sí escuché el LP que sacaron con la música de la misma (hoy una joya dificilísima de conseguir) y que obraba en poder de mi hermano mayor.
  Luego descubrí que junto con la samba, el bossa nova era uno de los géneros más representativos de la música brasileña y que tenía mucha relación con el jazz, por lo que los grandes compositores del bossa, como el ya mencionado Jobim, Vinicius de Moraes o Joao Gilberto, entre muchos otros, solían grabar al lado de las mayores figuras jazzísticas estadounidenses (desde Charly Bird hasta Stan Getz) y que incluso Frank Sinatra había grabado un disco con canciones de Jobim y orquestaciones de Claus Ogerman.
  Desde un principio, me di cuenta de algo: la música del Brasil no se parecía a ninguna otra en el mundo. Era un universo aparte. El equivalente musical a lo que es la fauna en Madagascar, es decir, esa fauna extraña y peculiar, en ocasiones extravagante (es la tierra de los lémures), que sólo existe en aquella gigantesca isla africana del océano Índico. Así es la música brasileña: singular, única y elegantemente extravagante e insular; insular, sí, porque el país carioca es como una gran isla, integrada físicamente al continente sudamericano, pero aislada, de una y mil maneras, de los muchos vecinos que la rodean: en lo social, lo racial, lo idiomático, lo cultural y, por supuesto, lo musical.
  Para enfocarnos en este último punto, el factor de la música, habrá que señalar que las diferencias entre la sensibilidad artística brasileña y la de cualquier otra parte del mundo se dan tanto en las melodías como en las armonías y los ritmos. Estos, a pesar de provenir en su mayor parte de África, poseen en Brasil otros matices. Las melodías, por su parte, suelen ser de una gran dulzura y de una alegre melancolía (valga la paradoja). Pero es en las armonías donde se dan las distinciones más marcadas, en especial en el bossa nova. Aquí lo que reina son los más peculiares acordes, dominados por una serie infinita de complicados semitonos que dan a esta música su sonido tan particular y su belleza sin par. Por eso, canciones como “La chica de Ipanema”, “Insensatez”, “Chega de saudade”, “Desafinado” y la inconmensurable “Aguas de marzo”, entre miles más, poseen ese toque tan distintivo y singular.
  La música brasileña es a la vez universal y local. Universal, porque su belleza ha conquistado al mundo desde hace medio siglo, pero local porque está tan enraizada a la geografía de Brasil que no se le puede imaginar lejos de Río de Janeiro, de Bahía, de Sao Paulo, de Minas Gerais, de Porto Alegre.
  Sus grandes compositores e intérpretes también tienen esa dualidad entre ser ciudadanos del mundo pero brasileiros de cepa. Tom Jobin, Badem Powell, Toquinho, Elis Regina, Milton Nascimento, Gilberto, Gil,  María Bethânia, Tom Zé, Caetano Veloso, Astrud Gilberto, Bebel Gilberto, Gal Costa y tantos más así lo demuestran.
  Respecto al rock brasileño, este no ha brillado tanto y quizá Os Mutantes ha sido su máxima expresión (junto con la gran Rita Lee). Sepultura no cuenta tanto, porque su heavy metal tiene más que ver con el que se hace en el mundo anglosajón y la raíz brasileña se diluye fatalmente.
  Brasil tiene en el futbol, la literatura y la música a sus tres grandes distintivos culturales. Los tres absolutamente gozosos, absolutamente vibrantes, absolutamente vivificantes.
  Ojalá que su selección gane el Mundial de 2014.

(Publicado este mes en mi columna "Bajo presupuesto" de la revista Marvin)

domingo, 1 de junio de 2014

Huele a (buen) espíritu adolescente


Dicen muchos especialistas que la etapa más difícil de la vida es la adolescencia. No están tan equivocados. Si uno recuerda lo que fue su existencia entre los trece y los dieciocho o diecinueve años, no puede sino rememorar el cúmulo de dificultades que había para integrarse a la vida social, para congeniar con la gente, para tener buenos amigos o –last but not least– para conquistar a los congéneres del sexo opuesto. También puede ser que la opinión que uno tenga de lo que en inglés es la edad de los teenagers se encuentre determinada por cómo le fue en la feria. Pero en fin.
  Otros especialistas piensan que las actuales nuevas generaciones y sobre todo las más jóvenes están condenadas a adoptar los gustos que les imponen las grandes corporaciones trasnacionales, lo cual incluye desde la alimentación y la forma de vestir hasta el modo de entretenerse y de escuchar música. Hay mucho de cierto en esto, aunque no se trata de algo nuevo: las generaciones anteriores también sufrieron –sufrimos– lo mismo. El hecho es que quienes en este momento padecen o gozan de su adolescencia son más o menos vulnerables a todo eso y por tanto se muestran muy proclives a ser manipulados y enajenados y a consumir la música que se les dicta y se les impone desde las oficinas de las grandes empresas del espectáculo.
  ¿Cómo se refleja esto en los jóvenes mexicanos, en especial los que se hacen llamar roqueros? Las dos más recientes ediciones del festival Vive Latino demuestran esa manipulación y esa enajenación, por la forma tan pasiva y hasta gustosa como el público joven y no tan joven recibió a expresiones tan alejadas del rock como la cumbia y la música norteña (muy respetables como géneros, eso sí, pero que nada tienen que ver con el rock n’ roll). Las triunfales actuaciones de Los Ángeles Azules, Calle 13, Pablito Mix y Los Tigres del Norte hacen pensar que, como diría Hamlet, algo está podrido en Dinamarca.
  Por fortuna, hay jóvenes en el mundo –y quiero pensar que en México también– que gustan del rock más esencial y no lo dejan morir, aunque para algunos hoy eso resulte un tanto anticuado. Un gran ejemplo de ello es el grupo irlandés The Strypes, conformado por cuatro peculiares jovenzuelos cuyas edades fluctúan entre los dieciséis y los diecisiete años y cuyo estilo hace recordar de inmediato lo mismo a Dr. Feelgood y The Sex Pistols que a Chuck Berry, The Sonics, Cream y los mismísimos Yardbirds.
  Originarios de The Cavan, Irlanda,  Ross Farrely (voz y armónica), Josh McClorey (guitarra extraordinaire), Evan Walsh (batería) y Pete Ohanton (bajo)  hacen un rock directo, enérgico, entusiasta y de muy alta calidad y tienen entre sus seguidores confesos a músicos del calibre de Jeff Beck, Roger Daltrey, Elton John, Noel Gallagher y Dave Grohl, quienes no han dudado en darles la bendición.
  Su disco debut Snapshot (Virgin EMI, 2013) es una maravilla absolutamente rocanrolera, con todo el espíritu del género y un gran ejemplo de que no todo está perdido en el reino de la adolescencia actual.
  Algo semejante puede decirse de una cantautora igualmente joven, quien a sus escasos diecisiete años ha logrado escribir una serie de canciones impresionantes. Me refiero a Ella Yelish-O’Connor, mejor conocida como Lorde, nacida en Nueva Zelanda en 1996 y quien grabó en 2012 el EP The Love Club, en el cual venía su composición “Royals” que de inmediato se convirtió en un éxito nacional e internacional. “Royals” es una gran canción, con una letra irónica y desgarrada que expresa el sentir de grandes sectores adolescentes de la clase trabajadora y que conectó con cientos de miles que se identificaron con ella y su soberbia musicalidad, para convertirse en un himno.
  Era claro que Lorde tenía todo para sobresalir y que necesitaba grabar un primer álbum. El resultado fue Pure Heroin (Virgin EMI, 2013), una obra discográfica impecable, una colección de temas cuasi minimalistas, a la vez sensuales y enérgicos, oscuros e inquietantes, a los que podríamos clasificar como art-pop con un toque de rock gótico.
  Hay algo misterioso e hipnotizante en canciones como “Tenis Court”, “Team”, “Still Sane”, “Glory and Gore” y la propia “Royals”, algo que va más allá de las críticas de algunos que acusan a Lorde de artificialidad y de ser un producto diseñado al estilo de Lana del Rey. No comparto esa idea. Pure Heroin me parece un disco espléndido, una gran obra del rock pop adolescente.

(Publicado este mes en la revista Nexos No. 438)