domingo, 29 de enero de 2017

Hunky Dory


Después de las densas atmósferas de The Man Who Sold the World, David Bowie retornó a los terrenos en los cuales había incursionado en Space Oddity, es decir, aquellos de las canciones más sencillas, con mayor sentido armónico y melódico.    
  Hunky Dory (1970) es una obra más apegada al pop, sin que ello signifique un sentido negativo. Por el contrario, se trata de una magnífica colección de temas sólo en apariencia sencillos. Si en su segundo disco había caído en ciertas tentaciones metaleras, quizá debido a la presencia de Mick Ronson, esta vez la guitarra del peculiar instrumentista pasó a un plano más discreto y son los teclados de Rick Wakeman los que van marcando la pauta a lo largo de los once cortes del álbum.
  Hay aquí composiciones soberbias, empezando por la contagiosa “Changes” y siguiendo con pequeñas joyas como “Oh! You Pretty Things”, “Song for Bob Dylan”, “Kooks”, “Quicksand” (lejanamente neilyoungiana), “Queen Bitch” (claro homenaje a Lou Reed y The Velvet Underground) y la maravillosa “Life On Mars”.
  Un trabajo lleno de frescura e inventiva, de variedad y colorido, Honky Dory es un gran disco de Bowie.

(Reseña que escribí para el Especial No. 10 de La Mosca en la Pared, dedicado a David Bowie y aparecido en abril de 2004)

jueves, 26 de enero de 2017

Déjà Vu: cuando lo que mal empieza bien acaba


Cuando uno escucha un álbum tan espléndido como este, lejos está de imaginar las condiciones en las cuales fue grabado. La impresión que da Déjà Vu (Atlantic, 1970) es la de ser una obra diáfana, hecha con amoroso cuidado y en plena armonía. Craso error. Porque si vemos las circunstancias en las cuales fue producido, descubrimos que tenía todo para ser un fracaso.
  Luego del magnífico y muy exitoso Crosby, Stills & Nash de 1969, el segundo trabajo discográfico de aquel grupo de solistas era esperado con ansiedad, más aun cuando se sabía que Neil Young se había incorporado a ellos. Young era un músico muy respetado desde sus épocas con Buffalo Springfield, en el cual había sido compañero de Stephen Stills, pero sobre todo como solista. Ya tenía un par de álbumes en su haber, ambos de 1969 –Neil Young y Everybody Knows This Is Nowhere–, y su actitud siempre circunspecta e incluso hosca lo revestía de un halo misterioso y fascinante. No dejaba de extrañar que hubiese aceptado entrar a la agrupación, ya que precisamente desde Buffalo Springfield había tenido serias rencillas con Stills. Sin embargo, ahí estaba, listo para contribuir con un par de composiciones para el nuevo disco.
  Desde el principio las cosas caminaron mal. Apenas unos meses antes de entrar a grabar a los estudios Wally Heider de San Francisco, la novia de David Crosby, Christine Hinton, la mujer que lo inspiró a escribir la bellísima “Guinnevere” del primer álbum, se estrelló de frente contra un autobús escolar, mientras conducía el Volkswagen de su pareja. Murió instantáneamente. Era el 30 de septiembre de 1969 y la gira que estaba efectuando la agrupación se suspendió de inmediato. Las cenizas de Christine fueron arrojadas al agua desde el Golden Gate y Crosby entró en una profunda depresión que lo llevó a consumir alcohol y heroína en cantidades industriales. Temiendo que tratara de suicidarse, Graham Nash no se separó de él un solo instante.
  Cuando algunas semanas después al fin se iniciaron las sesiones, las cosas estaban tensas y complicadas. David Crosby debió hacer un enorme esfuerzo para recobrar cierta serenidad, algo a lo cual no ayudaba demasiado la actitud poco sociable y hasta áspera de Neil Young. Nash, por su parte, había asumido el papel de pacificador y trataba de crear, sin mucho éxito, un ambiente de trabajo agradable, mientras que Stills desesperaba a los ingenieros de sonido con sus obsesiones perfeccionistas.
  Había cocaína por todas partes: en la cabina, en las salas de descanso, en la consola. John Sebastian, uno de los pocos músicos invitados al disco cuenta que “la cocaína me daba miedo. Era una droga que apenas se conocía y que lejos de relajar ponía a todos tensos y agitados. Ciertamente no era una droga que ayudara a socializar”.
  Rara vez hubo más de dos integrantes del grupo al mismo tiempo en la cabina de grabación y prácticamente cada uno grabó sus partes por separado. En ello tuvieron que ver también sus problemas sentimentales. Si Crosby había perdido irreparablemente a su novia y buscaba consolarse llegando cada día al estudio con dos jovencitas diferentes, Nash tenía diferencias con su pareja (la cantautora Joni Mitchell), Stills no lograba conciliar su relación con la suya (la también cantautora Judy Collins) y hasta Young veía tambalear su matrimonio con Susan Acevedo.
  Dallas Taylor, el baterista de Crosby, Stills, Nash & Young, recuerda que “la grabación de Déjà Vu fue como una pesadilla. Tardamos cerca de un año en concluirlo y fue desgastante. Los conflictos entre ellos eran tantos que Neil prefirió llevarse las cintas de sus canciones a otro estudio para trabajarlas solo. Greg Reeves (bajo) y yo teníamos que andar de un lado a otro, según las exigencias de cada uno de ellos. Veía aquel sueño derrumbarse ante mis propios ojos”. Y Nash rememora: “Nos odiábamos. Estábamos todos listos para saltar a la garganta del otro”.
  Neil Young se encontraba grabando al mismo tiempo su álbum After the Gold Rush y no ocultaba la prisa por terminar con su parte en Déjà Vu y largarse cuanto antes. Fue por ello que produjo sus dos canciones (“Helpless” y “Country Girl”) en muy breve tiempo y no volvieron a saber de él. Casi no participó en los temas de sus compañeros (es un decir). El resto del disco puede considerarse como de Crosby, Stills y Nash. Al final, las sesiones de Déjà Vu alcanzaron las setecientas horas de grabación.
  No obstante todo lo aquí mencionado, el álbum es una completa maravilla y refleja una paradójica armonía no sólo musical sino emocional. ¿Cómo fue posible que se alcanzara un resultado tan asombroso? Sólo hay una explicación y la ofrece Dallas Taylor: “No importaba lo que estuviera sucediendo. A final de cuentas éramos una banda. Cuando tienes la combinación correcta de músicos, la magia surge a pesar de los pesares”. Le faltó decir algo más: que las cuatro cabezas del grupo eran (y siguen siendo) verdaderos talentos cercanos al genio.
  Musicalmente, Déjà Vu no presenta una sola fisura, un solo momento de debilidad. Desde la inicial “Carry On” de Stephen Stills, nos topamos con algo diferente. Las guitarras acústicas iniciales, tocadas con un beat hechizante; los celestiales coros (sólo los Beatles y los Beach Boys alcanzaron tan perfectas combinaciones vocales), todo se conjuga para crear un tema aplastante. Y lo que sigue es una serie de joyas que hoy son ya clásicas. Las otras dos composiciones de Stills (la austera “4 + 20” y la final “Everybody I Love You”, a la que muchos consideran como la mejor canción de Buffalo Springfield que este grupo jamás grabó), las dos bellezas melódicas de Graham Nash (la muy inglesa y beatlesca tonada "Our House" –no olvidemos que Nash nació en Gran Bretaña y fue miembro del grupo de Manchester The Hollies– y la preciosa balada de optimista ideología hippie “Teach Your Children”), las intrincadas composiciones del ex-Byrd David Crosby (la increíble “Déjà Vu” –que se llevó cien horas de grabación y revolucionó muchos aspectos de la armonía y el ritmo, debido al manejo muy poco convencional de los mismos– y la dura, potente y paranoica “Almost Cut My Hair”, con sus secos guitarreos eléctricos) más la solitaria pieza ajena “Woodstock”, escrita por Joni Mitchell y el único corte, tal vez junto con “Carry On”, en que Crosby, Stills, Nash & Young realmente suena como un grupo compacto. Claro, sin olvidar los dos temas de Neil Young ya referidos atrás.
  Déjà Vu es no sólo una obra cumbre del rock sesentero de la costa oeste estadounidense, sino un símbolo y un testimonio de lo que fueron capaces de hacer cuatro sensibilidades tan distintas que al chocar con violencia, como aerolitos en el espacio, provocaron una explosión de música que sigue resultando asombrosa y conmovedora a casi cincuenta años de distancia.

(Publicado el día de hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

jueves, 19 de enero de 2017

La oscura calma de The xx


La música de The xx podría parecer demasiado millenial. En especial la de sus dos primeros discos, los excelentes The xx (2009) y Coexist (2012). El grupo británico liderado por Jamie xx y en el que siempre han destacado las voces de Romy Madley Croft y Oliver Sim abre el nuevo año con su tercer larga duración, el sorprendente I See You (Young Turks, 2017). Digo sorprendente porque en este su opus No. 3, la agrupación se arriesga a ser más experimental e incluso más rítmica, con guiños musicales que nos recuerdan a proyectos como Lamb, Autour de Lucie e incluso Morcheeba. Por supuesto, sin olvidar su clásico estilo sosegado, sensual y pleno de angst.
  I See You es una obra sosegadamente apasionada y calladamente intensa. Sólo que a diferencia de los dos álbumes anteriores, la producción ha dejado de ser austera y juega más con la producción y las instrumentaciones; tanto así que se atreven incluso a introducir impensables referencias a Hall & Oats en el tema “On Hold”.
  Esta vez no todas las canciones apuestan por la melancolía y las atmósferas neblinosas. Hay, sí, canciones alegres. Tan alegres como pueden ser proviniendo de The xx, claro. Pero ahí están preciosos cortes como “Say Something Loving” o “I Dare You” para demostrarlo, como hay composiciones en las que la voz de Croft luce en toda su plenitud (escúchense “Lips” y “Performance”). Otras piezas imperdibles son “A Violent Noise”, “Replica” y “Brave for You”.
  I See You no será dentro de doce meses el disco del año, pero no cabe duda de que es una muy buena forma de iniciarlo.

(Reseña que escribí hoy para "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

lunes, 16 de enero de 2017

Magical Mystery Tour


Más que un álbum en sí, este Viaje Mágico y Misterioso (1967) es en realidad, en su primera parte –o lado A del vinil original–, la banda sonora de la película homónima para la televisión, mientras que en su segunda mitad –o lado B– es una recopilación de los tres más recientes y exitosos sencillos, con dos nuevos temas añadidos.
  Lo que salva a este disco es la gran calidad de la mayoría de sus cortes, algunos de ellos sin duda entre los mejores de los Beatles, sobre todo –entre los que conforman el soundtrack– la lennoniana “I Am the Walrus” y la mccartiana “The Fool on the Hill”. La primera es una de las composiciones más bizarras de John Lennon, cumbre del surrealismo letrístico y con uno de los más arriesgados arreglos instrumentales que haya tenido cualquier canción del cuarteto. Sin las pretenciones avant garde que pudiera tener por ejemplo “Revolution 9” del Álbum Blanco, “Soy la morsa” posee la cualidad de inquietar al escucha con su sardónico y provocativo sonido y sus casi lewiscarrollescos juegos de palabras, extraordinariamente logrados (empezando por su ya clásica frase “I am he/  As you are he / As you are me / And we are all together”). En contraparte, “The Fool on the Hill” es una canción dulcísima, típica del estilo melódico de Paul McCartney, aunque con una letra más propositiva que las de algunas composiciones anteriores del propio Paul.
  Los otros temas del lado A del Magical Mystery Tour son interesantes si bien menores, como el que da nombre al disco (pieza introductoria que sirve para presentar el periplo supuestamente lleno de magia y misterio), la nostálgica “Your Mother Should Know”, la vaporosa “Blue Jay Way” de George Harrison y la curiosa instrumental “Flying”, única canción de los Beatles firmada por sus cuatro integrantes.
  En cuanto al segundo lado del disco, al menos en la versión estadounidense que luego se extendió por el mundo, contiene una tercia de temas fuera de serie aparecidos anteriormente en EP: “Strawberry Fields Forever”, “Penny Lane” y “All You Need Is Love”, así como las novedosas y encantadoras “Hello Goodbye” y “Baby You’re a Rich Man”.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial No. 8 de La Mosca en la Pared, publicado en febrero de 2004)

domingo, 15 de enero de 2017

¡Aguas con las cucarachas!


Con obvias influencias de los Red Hot Chili Peppers (en ocasiones demasiado obvias), el cuarteto tapatío Cuca acaba de publicar su primera grabación, una obra irreverente y divertida que sorprende desde la primera impresión por su frescura y antisolemnidad rampantes.
  Con un sonido compacto y más que aceptable, Jorge Fors (excelente vocalista; sobre todo en un medio donde los buenos cantantes brillan por su ausencia), Galileo Ochoa (guitarra), Carlos Avilez (bajo) y Nacho González (batería) presentan un disco con pocos altibajos, con un nivel musical que combina ritmos desaforados en una mezcla de funk, punk y rock pesado con algunos ligeros elementos mexicanistas (esto resulta particularmente claro en piezas como “El son del dolor” y “Qué chingaos”). Si bien sus melodías son elementales y sus armonías poco cambiantes, la fuerza del grupo estriba en su manera de interpretar y en sus letras jocosamente léperas e ingeniosamente provocadoras.
  Lejos de pretender dar "mensajes", los integrantes de la Cuca se burlan de todo y de todos, incluso de ellos mismos, en una actitud antisolemne altamente saludable y agradecible.
  Sus letras sin duda pondrían de punta los cabellos de la senadora Gore, esposa del vicepresidente electo de los Estados Unidos, y quien se ha distinguido por su persecución implacable de los rocanroleros gringos a los que ha tratado de censurar y callar sin demasiado éxito. Tan sólo los títulos son más que explícitos: “El mamón de la pistola”, “Me vale madre”, “Hijo del lechero”, la sensacional “La pucha asesina” ("se te ve divina / pero quién adivina / si tú tienes la pucha asesina") y otras.
  Entre las canciones más destacables se encuentran  “Don Goyo", la ya mencionada “El mamón de la pistola” (ambas muy redhotchilipepperas o como se diga), la demencial “Necesito cirugía”, la muy chistosa “Hijo del lechero” ("Ay mamá, ¿qué es lo que pasa? / ¿Por qué me siento como un invitado en esta casa / Ay mamá, papá me maltrata / Dime por qué me trata como rata / Ay mamá, no siento el parentesco / en esta casa a nadie me parezco / Ay mamá, soy el único güero / ¿Por qué es tan bueno conmigo el lechero?”) y la divertidísima “Cara de pizza”. Quizá la pieza menos afortunada sea “El moralizador”, con una letra demasiado plana y superficialmente crítica y una música que desmerece al lado de otras mucho mejores.
  La Cuca tiene una mega ventaja frente a otros grupos nacionales: gracias a sus letras y su actitud, jamás va a ser invitada de Raúl Velasco, Paco Stanley y la Vero. Eso ya habla muy bien de la agrupación y la honra sobremanera.
  Descendientes indirectos de Frank Zappa, estos guadalajareños suenan como hubiera sonado La Maldita Vecindad si se hubiese dedicado a tocar rock en lugar de música  tropical y con eso queda dicho todo.

Cuca, La invasión de los blátidos. Discos Culebra, BMG, 1992.


(Reseña que publiqué en mi columna "Bajo presupuesto" de la sección cultural del diario El Financiero, el 10 de diciembre de 1992)

martes, 10 de enero de 2017

Bowie: de Ziggy a Lazarus


David Bowie fue ante todo un creador de ficciones, de realidades paralelas. Para los jóvenes que empezaron a seguirlo desde principios de los años setenta de la centuria pasada, sobre todo en la Gran Bretaña, significó una alternativa a la triste y gris existencia que llevaban y por ello lo convirtieron en una especie de semi dios, tal como lo refiere el escritor y pensador Simon Critchley en su libro Bowie (Sexto Piso, 2016).
  Para crear esa realidad paralela, en la primera parte de su carrera el músico se valió de la invención de variados personajes, empezando por el propio David Bowie, ya que su nombre original, en la década de los sesenta, era David Jones, el cual tuvo que cambiar para diferenciarse de uno de los integrantes del entonces muy famoso (aunque falsísimo) grupo estadounidense The Monkees.
  El apellido Bowie fue en sí mismo una identidad que le permitió moverse a sus anchas y crear otras identidades, como la del Major Tom de Space Oddity (1969) o el Ziggy Stardust del álbum homónimo de 1972. Luego vendrían personajes como Aladdin Sane, el Duque Blanco, Nathan Adler y los finales Button Eyes y Lazarus, ambos de su disco póstumo Blackstar (2016).
  Me interesa recalcar a este último, porque se trata de una clara referencia a Lázaro, el personaje del Nuevo Testamento a quien Jesucristo logra resucitar (por cierto, sin que el propio Lázaro así lo pidiera).
  Lázaro significa resurrección y quizá lo que Bowie nos quiso decir por medio de él y a sabiendas de que padecía un cáncer terminal es que a pesar de que moriría físicamente, tal como sucedió hoy hace justamente un año: el 10 de enero de 2016, a pesar de ello reviviría con su música que es inmortal y que continúa viviendo gracias a quienes la seguimos escuchando.
  Quiero pensar que ese es el mensaje final de David Bowie: que el creador muere, mas su obra perdura. Y vaya que en su caso es cierto.
  David Lazarus.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

martes, 3 de enero de 2017

Leon Bridges, un joven viejo soulman


Dicen que su música suena tal como él se ve. Porque Leon Bridges, a pesar de tener tan sólo 27 años, se viste con el elegante estilo que lo hacían legendarias estrellas del soul y el rhythm n’ blues de los pasados años sesenta, como Otis Redding y Sam Cooke y, sí, su música es muy parecida a la que interpretaban ellos.
  No se trata sin embargo de algo impostado o de una burda imitación. Este compositor y cantante nacido en Fort Worth, Texas, en junio de 1989, suena auténtico y desde sus inicios no ha hecho sino escribir canciones con ese viejo sonido tan entrañable que tenían los intérpretes de casas disqueras como Stax y Atlantic (nada que ver en cambio con el pasteurizado sonido Motown). De hecho, su álbum debut y hasta ahora único (Coming Home, 2015), fue grabado de manera análoga en un viejo estudio de su terruño y al escucharlo, uno no puede sino remontarse a la época en que aparecieron discos como Night Beat de Sam Cooke, Otis Blue de Otis Redding y The Wicked Picket de Wilson Pickett, todos ellos de mediados de los sesenta.
  Bridges posee una voz aterciopelada que no requiere de los múltiples trucos de estudio que utilizan quienes hoy dicen interpretar soul y r&b. Nada de vocoder, codificadores de voz y efectos de ese tipo que suelen disfrazar las deficiencias vocales. En Coming Home todo está grabado en crudo y suena de maravilla, como podemos escuchar en composiciones como “Better Man”, “Twistin’ and Groovin’”, “Lisa Sawyer”, “River” o su mayor éxito, la homónima “Coming Home”.
  ¿Es válido que los músicos jóvenes recurran al pasado en busca de inspiración? ¿No se trata acaso de un retroceso? Jack White, por ejemplo, ha demostrado con creces que no es así y que en la llamada roots music se puede encontrar la fuente de la renovación y conseguir algo tan necesario como lo es refrescar a la artificiosa música actual.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)