miércoles, 26 de septiembre de 2018

There’s One in Every Crowd


Aunque tal vez no resulte tan brillante como su antecesor, el tercer trabajo en estudio de Eric Clapton es otra delicada pieza de orfebrería musical. Incomprendido en su momento y subvalorado por muchos de los seguidores que gustaban de sus deslumbrantes momentos con Cream, There’s One in Every Crowd (1975) tiene su mayor mérito, paradójicamente, en su bajo perfil, en su discreto acento. Así, por ejemplo, una composición tan sutil como “Better Make It Through Today” (óigase el fantástico órgano de Dick Sims) muestra, en su combinación de blues y reggae lento, que Clapton no había perdido su vena como autor e intérprete. Lo mismo podemos decir de la magníficamente desmayada versión de “The Sky Is Crying” de Elmore James (muy distinta a la que años después haría Stevie Ray Vaughan) o de la acústica y delicada “Pretty Blue Eyes”. Un disco realmente delicioso.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 38, de marzo de 2007).

domingo, 23 de septiembre de 2018

Zuma


Aunque grabado dos años después que su antecesor, el polémico y espléndido Tonight’s the Night, Zuma (1975) apareció el mismo año que éste. Acerca del título del disco, algunas versiones dicen que se debe a que por aquel tiempo Neil Young vivía en una zona de Los Angeles llamada Zuma Beach, mientras que otras aseguran que es un apócope de Moctezuma, el emperador azteca mencionado en el bastante maniqueo aunque excelente tema “Cortez the Killer”. A saber. De lo que sí no queda duda es de la gran calidad del larga duración (a pesar de su fea portada).
  Con Crazy Horse en pleno (aunque con Frank Sampedro en lugar del fallecido Danny Whitten), el buen Neil ya no le canta a la muerte de sus amigos sino a la crisis de pareja, al rompimiento amoroso y al advenimiento de nuevas posibilidades de relacionarse. Canciones como la preciosa “Pardon My Love” hablan de la tristeza de la separación, en tanto la más alegre y country “Lookin’ for a Love” y la inicial “Don’t Cry No Tears” presentan ciertas esperanzas para el amante desolado que va en busca del esperado amor desesperado.
  “Barstool Blues” no deja de recordar a “It’s All Over Now Baby Blue” de Bob Dylan, mientras que “Stupid Girl”, sin tener que ver con la homónima canción de los Rolling Stones, sí tiene un tono stoniano (hay quenes dicen que la letra está dedicada a Joni Mitchell). Por su parte, “Drive Back” es una agresiva y rocanroleral pieza, mientras que la final “Through My Sails” es una maravillosa balada que originalmente iba a aparecer en un álbum de Crosby, Stills, Nash and Young en 1974, álbum que jamás salió.
  Una joya llena de belleza para terminar un gran disco.

(Reseña que escribí originalmente para el "Especial" No. 35 de La Mosca en la Pared, publicado en noviembre de 2006)

jueves, 20 de septiembre de 2018

Speak & Spell


Cuando este disco de Depeche Mode apareció, a princios de esa controvertida década que fue la de los años ochenta, pasó prácticamente inadvertido.
  Con el grupo dominado por la personalidad de Vince Clarke, el sonido es por completo popero, lo cual no va en detrimento alguno de su calidad. Por el contrario, Speak & Spell (1981) es un muy buen primer álbum para una agrupación que en ese entonces no imaginaba la trascendencia que tendría durante los tres decenios por venir. Los sintetizadores reinan de manera absoluta (¿o mejor diríamos absolutista?), tal como dictaban los cánones de la música pop electrónica de esa época, y la influencia de agrupaciones como The Human League y Kraftwerk está ahí, lo mismo que la de solistas como Gary Numan. Ligero, agradable, bailable, sin complicaciones, este trabajo muestra a un Depeche Mode despreocupado, en cuyas letras (un tanto bobaliconas, hay que decirlo) se canta básicamente al amor, a la vida cotidiana y a los clubes de baile.
  Entre las canciones del plato que lograron algún éxito en la radio y las noches británicas se encuentran “I Sometimes Wish I Was Dead” (que en la versión estadounidense del álbum fue reemplazada por la inocua y pegajosa “Dreaming of Me”), “New Life”, “Boys Say Go!”, “Photographic” y la hoy clásica y contagiosamente divertida –cumbre del pop sintetizado– “Just Can't Get Enough”.
  En Speak & Spell hay sólo dos temas escritos por Martin Gore (los casi ocultos “Tora! Tora! Tora!” y “Big Muff”), pero en ambos el músico ya daba muestras –así fuera de un modo más o menos incipiente– de las alturas a las cuales arribaría años después como compositor casi único de Depeche Mode. En resumen, un plato muy de su momento, muy kitsch, uno de esos discos que algunos consideran tan malos, pero tan malos, que terminan por resultar buenos… o cuando menos entrañables.

(Reseña que escribí para el Especial de La Mosca en la Pared No.21, dedicado a Depeche Mode y publicado en junio de 2005)

martes, 18 de septiembre de 2018

La tierra de las damas eléctricas cumple 50 años


A casi medio siglo de su muerte, acaecida el 18 de septiembre de 1970, hoy hace 48 años, Jimi Hendrix sigue siendo no sólo un mito de la llamada década dorada del rock y la contracultura, sino un músico influyente y avanzado para su época e incluso para el momento presente.
  La obra de Hendrix no ha perdido actualidad y sus discos siguen sonando frescos y se mantienen vigentes. Muchas de sus composiciones –que de 1967 a 1970 revolucionaron el mundo de la música– gozan del estatus de clásicos y el poder de las mismas se ha reflejado en múltiples artistas a lo largo de este medio siglo: desde Prince hasta Living Colour y desde Stevie Ray Vaughan y Lenny Kravitz hasta David Bowie (se dice que el personaje de Ziggy Stardust fue inspirado por Jimi Hendrix) y el mismísimo Frank Zappa. Incluso gente del hip hop como Frank Ocean, A Tribe Called Quest, los Beastie Boys, Fat Joe, Mos Def y Chuck D tienen en sus piezas rasgos de la música del nacido en Seattle en 1942.
  De los tres discos en estudio de Hendrix a los que podemos llamar oficiales, es decir, Are You Experienced?, Axis: Bold as Love y Electric Ladyland, este último cumple 50 años de haber sido grabado y Eddie Kramer, ingeniero de cabecera del creador de “Purple Haze” y “The Wind Cries Mary”, ha anunciado la aparición de una caja conmemorativa de este sensacional álbum doble publicado originalmente en 1968.
  Electric Ladyland es la obra experimental por antonomasia de Jimi Hendrix, con un uso muy amplio y efectivo de las técnicas y efectos de estudio existentes en su tiempo. Sin embargo, lo más notable del disco es el genio imaginativo del músico en su máxima expresión, con momentos asombrosos como guitarrista y composiciones de absoluto esplendor. Se trata de un trabajo lleno de alma y raíz, pero también de visión vanguardista e ideas innovadoras que apostaban hacia un futuro que lucía en extremo prometedor. En él hay blues, soul y psicodelia, pero también largos y vigorosos jams, alucinantes paisajes sonoros, una notable incursión en el acid rock y notables covers. La participación de músicos invitados en algunas de las piezas, entre ellos Steve Windwood en los teclados –con su inigualable manera de tocar el órgano Hammond–, Al Kooper en el piano, Jack Cassidy (Jefferson Airplane) en el bajo, Chris Wood (Traffic) en la flauta, Buddy Miles en la batería y Fredy Smith en el sax, representa un plus.
  La nueva edición conmemorativa –que saldrá a la venta el próximo 9 de noviembre– constará de un box set de lujo, con el álbum remasterizado por el ingeniero Bernie Grundman directamente del vinil original, más un disco de demos y tomas alternas y otro con una grabación en concierto realizada un mes después de la grabación en estudio. Además, contendrá un blu-ray con un documental acerca del contexto en que surgió Electric Ladyland.
  Estarán disponibles dos presentaciones de la caja. La primera constará de tres discos compactos y el blu-ray, mientras que en la segunda vendrán seis discos LP de vinil y el blu-ray.
  Una joya absoluta, no sólo para los seguidores sempiternos de Jimi Hendrix, sino para cualquiera que se diga amante de la buena música.

(Nota que escribí para la revista en línea Sugar & Spice)

domingo, 16 de septiembre de 2018

Sonic Nurse


Kim Gordon había tenido una presencia muy limitada, por no decir que prácticamente nula, en los dos álbumes intermedios entre esta Enfermera sónica y el A Thousand Leaves (es decir, los discos NYC Ghosts & Flowers, de 2000, y Murray Street, de 2002). No obstante, su regreso a plenitud en Sonic Nurse (2004) vino a reforzar al grupo de una manera tan clara que es ella quien más brilla en este larfa duración del cuarteto de Nueva York.
  Con Jim O’Rourke aún en la banda, el plato comienza de manera más que poderosa con “Pattern Recognition”, un tema en el cual Gordon demuestra por qué es una pieza fundamental en el mecanismo de Sonic Youth. La propia bajista y cantante contribuye con otras tres excelentes composiciones: “Kim Gordon and the Arthur Doyle Hand Cream” (muy a la Patti Smith), “Dude Ranch Nurse” y “I Love You Golden Blue” (una absoluta delicia).
  Temas como el inesperadamente exuberante “Unmade Bed” o el exquisitamente rítmico (vaya cachondería de esos beats) “Dripping Dream” parecerían más o menos atípicos en la producción del grupo, mientras que piezas como la elegante “Stones”, la reminiscente “New Hampshire” y la combativa y crítica “Peace Attack” permiten a Thurston Moore desarrollar sus capacidades creativas de una manera admirable. Por supuesto que no falta la composición de rigor de Lee Ranaldo, en este caso la siniestrona e inquietante “Paper Cup Exit”.
  Un disco sin mácula.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 39, publicado en abril de 2007 y dedicado a Sonic Youth)

martes, 11 de septiembre de 2018

Alicia a través del espejo


Miro al espejo y miro al que era yo en la década de los noventa. No un jovencito, aunque así me sintiera. Acababa de divorciarme y los aires de mi liberación me hacían mirar todo con nuevos ojos. Era como salir de un oscuro castillo en el que hubiera permanecido encadenado dentro de un calabozo. A mis treintaitantos cercanos a los cuarenta, con dos hijos pequeños a mi entero cargo, sentía que aún estaba en mis años veinte y con toda la vida por delante.
  1994 fue un año definitivo y axial. Lo fue para México, lo fue para mí. Ese año inicié un proyecto editorial tan incierto como aventurado. La Mosca en la Pared se llamaba. Era una revista de rock y cultura que en un principio amenazaba con ser una más, pero que gracias a la conjunción de varios factores y de varios talentos se convirtió desde el principio en algo por completo novedoso y que, a pesar de un accidentado inicio, duraría catorce años exactos y se convertiría, quizás involuntariamente, en un hito del periodismo rockero en México. La Mosca fue un cuerpo incómodo dentro del ambiente en que se desarrolló y aunque muchos trataron de extinguirla, nació, creció, se desarrolló y se transformó en un mito que persiste y que, como el Cid Campeador, sigue ganando batallas después de muerta. Aunque más que muerta, siempre la he considerado como un ser que duerme y que puede desplegar sus breves alas, abrir sus múltiples ojos y despertar en cualquier momento.
  Pero volvamos a aquellos años noventa en los que este que escribe redescubría la libertad. Era una época también en la que la vieja fuerza y la antigua rebeldía del rock primigenio regresaban, después de unos años ochenta tan complacientes, tan artificiosos, tan sobrevalorados y tan faltos de estamina. La ciudad de Seattle, Washington, en la costa del Pacífico norte estadounidense, se convertía en el núcleo central de un nuevo movimiento que tomaba elementos del rock clásico, el punk, el folk, el noise y hasta la vertiente más dura y más ruidosa de la obra de Neil Young. Con antecedentes como Mother Love Bone y The Melvins, agrupaciones como Soundgarden, Nirvana, Pearl Jam y Screaming Trees, entre varios otros, estaban creando no sólo un sonido y un estilo, sino un movimiento que habría de trascender desde la ciudad natal de Jimi Hendrix hasta el mundo entero.
  En lo personal, recibí la llegada del grunge con gran entusiasmo y aunque casi todos sus exponentes eran cuando menos diez años menores que yo, me sentí profundamente identificado con ellos.
  De entre esa pléyade de agrupaciones, surgidas al calor del grunge, una de las que más me atrajo desde un principio, por su música extraña, enfermiza, mórbida e incluso un tanto demoniaca, fue Alice in Chains. Su disco Dirt, de 1992, me impactó con fuerza y canciones como “Them Bones”, “Rooster” o “Would?”, con sus escalofriantes armonías vocales, fueron para mí toda una revelación.
  Vendrían otros excelentes álbumes de esta Alicia encadenada, como el homónimo Alice in Chains de 1995 o el MTV Unplugged de 1996. Luego la tragedia se cebaría con el grupo, tras la lamentable muerte de su vocalista, Layne Staley, y vino la disolución que parecía final. Su líder, el guitarrista Jerry Cantrell, no parecía con ánimos de seguir adelante con el grupo y no fue sino hasta trece años después que lo retomó, al lado de sus fieles Mike Inez (bajo) y Sean Kinney (batería), y con la voz principal del desconocido William DuVall, produjo un nuevo y estupendo disco: Black Gives Way to Blues (2009). En 2013 saldría el no tan bueno y un tanto repetitivo The Devil Put Dinosaurs Here y es ahora que Alice in Chains reaparece, con nuevos ímpetus, para ofrecernos Rainier Fog (BMG, 2018).
  El disco es, literalmente, un regreso a Seattle, donde fue grabado (el título hace referencia a la eterna neblina del monte Rainier, cercano a la ciudad). La formación es la misma de sus dos álbumes anteriores, con William DuVall en la voz principal y el viejo Alice en los controles instrumentales, con Cantrell al mando del buque. Buque que vuelve a adentrarse en aguas procelosas, en un retorno al origen que guarda aquel sonido avernal de los inicios, pero con una actitud menos sombría y pesimista. Es como si el paso del tiempo y el llegar a ciertas edades hubieran hecho del cuarteto una agrupación más sabia y con una perspectiva más serena de la vida. La música sigue siendo densa, fuerte, llameante, pero hay en en el fondo vientos que soplan las velas hacia puertos más amables y menos inhóspitos que los que Alicia visitaba en el pasado.
  Canciones como la inicial “The One You Know”, la homónima “Rainier Fog”, la intensa “Red Giant”, la desgarrada “Drone”, la oscurísima “So Far Under” y la concluyente y esplendorosa “All I Am”, tienen todo el sonido promigenio del Alice in Chains de los noventa. El fantasma de Layne Staley está ahí, más que presente. Hay otros temas más amables pero que no pierden la esencia del sonido clásico del grupo. “Fly” y “Maybe” son claros ejemplos de ello.
  Un gran disco que nos retrotrae a una época que ya es clásica, a un cuarto de siglo de distancia: la del grunge.

(Primera entrega de mi columna "Plumas de caballo" para el sitio Juguete Rabioso que dirige Mixar López)

domingo, 9 de septiembre de 2018

Interpol y el merodeador


Como siempre, Interpol divide opiniones. Con su flamante álbum, Marauder (Matador, 2018), el cuarteto liderado por Paul Banks ha causado nuevas controversias, pues mientras algunos reseñistas lo consideran una obra de gran nivel, otros –como el afamado videocrítico Anthony Fontana– se muestran abiertamente decepcionados por la nueva producción. Es posible que la realidad se encuentre, como casi siempre, en el justo medio.
  Al escuchar Marauder, sexto opus de Interpol, lo primero que resalta es que el sonido del grupo neoyorquino es el mismo de siempre. Su estilo oscuro, frío, tenso, seco no varía con respecto a sus álbumes anteriores. Sin embargo, se nota un cambio sutil en la manera de acometer su música con lo que podríamos llamar una mayor energía rocanrolera. Esto quizá se deba a que mientras estaban grabando el disco, al mismo tiempo se encontraban realizando la gira conmemorativa de los quince años de su álbum debut, el mítico Turn on the Bright Lights (2002). Algo debió influir el espectro de ese trabajo en el nuevo plato y ello se nota en las canciones del mismo.
  También fue determinante la elección como productor de Dave Friedman (que ha trabajado con Mercury Rev y los Flaming Lips, entre otros), quien a primera vista parecería poco afín a Interpol, Marauder ganó en autenticidad, crudeza y hasta cierta paradójica y catártica frescura, debido a que Friedman hizo que el grupo grabara de un modo más orgánico y menos digital, trabajando directamente en cintas. El resultado se nota al escucharlo y aunque eso es precisamente lo que algunos le critican, al considerarlo casi una traición al sonido característico del cuarteto, a mi modo de ver es una virtud y una forma distinta de ofrecer sus composiciones, sin dejar de sonar a lo que siempre ha sido Interpol.
  Entre los cortes a destacar del disco, me inclino por temas como “If You Really Love Nothing”, “The Rover”, “Stay in Touch”, “It Probably Matters” y “Number 10”, los cuales demuestran que la agrupación no se ha dormido en los laureles de la autocomplacencia y, por el contrario, conserva el afán por la aventura.

(Publicado el día de hoy en el sitio Colibrí Magenta que dirige Trilce Acosta)

martes, 4 de septiembre de 2018

A Saucerful of Secrets


Aunque para algunos críticos se trata de un álbum de mera transición, A Saucerful of Secrets (1968) es mucho más que eso. Syd Barrett –quien sólo contribuyó con el tema final, “Jugband Blues”– había dejado al grupo y su lugar fue ocupado por David Gilmour, cuya presencia se dejó sentir de manera inmediata gracias a su talento y su capacidad creativa como guitarrista y compositor.
  A partir de este disco, Pink Floyd comenzó a dejar de lado las piezas cortas de orientación y estructura más relacionadas con el pop psicodélico sesentero y aunque ciertamente en algunos cortes se conserva la influencia de Barrett –algo que resulta evidente al escuchar la tranquila “Remember a Day”, la cuando menos curiosa "Corporal Clegg" y la bella "See Saw"–, el cuarteto comenzó a virar hacia terrenos más experimentales y atmosféricos.
  Había aquí ya algunos de los prolongados pasajes instrumentales que se perfeccionarían en Ummaguma, vocalizaciones que tendían a cierto dramatismo y fragmentos sonoros francamente inquietantes y oscuros (en ese sentido, “Set the Controls for the Heart of the Sun” y “A Saucerful of Secrets” son la mejor muestra de la nueva orientación que tomaba el grupo).
  Con Roger Waters al comando, Pink Floyd se despedía de las pequeñas tentaciones poperas y se disponía a sumergirse de lleno en las procelosas aguas de mares que no por desconocidos e imprevisibles resultaban menos atrayentes.

(Reseña que escribí para el Especial No. 7 de La Mosca en la Pared, dedicado a Pink Floyd y publicado en enero de 2004)

lunes, 3 de septiembre de 2018

Santana III


Después de la aparición del impecable y extraordinario Abraxas (1970), era difícil lograr un disco con el mismo nivel de perfección. Sin embargo, Santana casi lo logró con este homónimo, al cual simplemente se le agregó el número tres romano.
  Santana III (1971) es otra cumbre del grupo, apenas un poco por debajo de su antecesor y un poco arriba del álbum debut de dos años atrás. Prácticamente con la misma alineación, aunque con el añadido del talentoso guitarrista Neal Schon, de escasos diecisiete años, el combo ofrecía otra impresionante colección de temas llenos de pasión, fuego y talento artístico. Habrá que decir que en algunos temas, José “Chepito” Áreas tuvo que ser reemplazado por el percusinista Thomas Escovedo, debido a que el nicaragüense sufrió un aneurisma cerebral del que afortunada y milagrosamente salió bien librado.
  Los cortes de este álbum son tan poderosos y hechizantes como los de Abraxas y desde el inicial “Batuka” nos damos cuenta de ello. El uso de dos guitarras dio un nuevo aire a la banda, pues Carlos Santana y Neal Schon se complementaban de un modo mágico y misterioso, ya que a la finura interpretativa del primero se añadía la fuerza rocanrolera del segundo, algo muy claro en la genial “No One to Depend On”. Otros cortes notables son “Toussaint l’Overture” (toda una jam session), “Everybody’s Everything”, la final “Para los rumberos” (original de Tito Puente, al igual que “Oye cómo va”) y la muy conocida y cubanísima “Guajira” (con el piano de Mario Ochoa).
  Santana III es –qué duda cabe– otro álbum que no puede faltar en una colección discográfica que se respete.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 42, dedicado a Carlos Santana y publicado en septiembre de 2007).