miércoles, 31 de mayo de 2017

Gregg Allman y la sombra del hermano incómodo


Dentro de las muchas discusiones bizantinas que se dan entre los aficionados al rock, una de las más apasionadas (y en momentos hasta apasionantes) es la referida a cuál es el mejor disco en concierto (muchos dicen “en vivo”, pero hasta donde entiendo, los discos en estudio también los graban músicos vivitos y coleando) de todos los tiempos y uno que suele llevarse el primer lugar es el At Fillmore East (Mercury, 1971) de la Allman Brothers Band.
  No les falta razón a sus favorecedores. Se trata de un excelso álbum doble que refleja perfectamente lo que eran las presentaciones de esa agrupación surgida a finales de los años sesenta del siglo pasado.
  En ese trabajo podemos apreciar a plenitud el talento de cada uno de los músicos, pero en especial de la gran guitarra slide de Duane Allman y de la espléndida voz y el inconfundible órgano Hammond de su hermano menor, Gregg, al tiempo que interpretan largas y fabulosas versiones (prácticamente jam sessions) de temas como “Statesboro Blues”, “Stormy Monday”, “You Don’t Love Me”, “In Memory of Elizabeth Reed” y “Whipping Post”, esta compuesta por Gregg Allman y con más de 22 minutos de duración.
  Gregory LeNoir Allman nació el 8 de diciembre de 1947 en Nashville, Tennessee, poco más de un año después que su hermano Duane. Su padre, un militar, fue asesinado en una riña de cantina y la familia se  mudó a Norfolk, Virginia en 1949. Años más tarde, siendo un adolescente, Gregg trabajó para comprarse una guitarra, misma de la que se adueñó su consanguíneo y cuando poco después se mudaron a Daytona Beach, en Florida, se les ocurrió la idea de formar una banda interracial, cosa que escandalizó a su muy racista madre. Aun así, formaron a los House Rockers y ahí nació todo (en 1976, Gregg Allman contó esta historia y otras anécdotas sobre el grupo al muy joven periodista Cameron Crowe, quien las publicó como nota de portada en Rolling Stone y las usó como inspiración para filmar, en el año 2000, su célebre cinta Almost Famous).
  En 1965, el conjunto cambió su nombre a Allman Joys y se mudó a Los Ángeles, poco después de que Gregg se graduara en la Seabreeze High School. Una vez en California y para evitar el servicio militar, el joven músico se dio un tiro en el pie y salvó la posibilidad de ser mandado a Vietnam. Con todo y su extremidad dañada, siguió adelante y en 1969, en Jacksonville, Florida, los hermanos cambiaron de músicos y fundaron The Allman Brothers Band, al lado de Dickey Betts (guitarra), Berry Oakley (bajo), Jai Johanny Johansson (batería) y Butch Trucks (segunda batería y quien falleció apenas en enero pasado, a los 69 años, algo que lamentó con mucho dolor Gregg Allman, sin imaginar que lo alcanzaría apenas cuatro meses después y con la misma edad).
  La de este sexteto sería una carrera corta y fulgurante, ya que en octubre de 1971 Duane se mató en un accidente de motocicleta. Fueron dos años en los que los hermanos alcanzaron a grabar un álbum en estudio (The Allman Brothers, 1969), uno en concierto (el ya mencionado At the Fillmore) y uno doble con partes en estudio y partes “en vivo” (Eat a Peach, que apareció en 1972, meses después de la muerte de Duane Allman, quien en 1970 había formado parte de Derek and the Dominos en su extraordinario álbum, Layla and Other Assorted Love Songs, al lado de Eric Clapton). Sin embargo, a pesar de la brevedad del grupo original, sus integrantes y en especial los dos hermanos lograron dar forma al estilo que hoy se conoce como rock sureño, es decir, un rock fuerte, casi duro, con elementos del blues, el jazz y el country, pero con un sentimiento muy del sur estadounidense, con todo lo que eso implica musical, artística, cultural y hasta socialmente. Otros grupos como Lynyrd Skynyrd, The Marshall Tucker Band o Georgia Satellites seguirían su huella.
  Ya sin su querido y entrañable hermano, Gregg continuó al frente de la banda e hizo una quincena de discos (algunos tan buenos como Brothers and Sisters de 1973 y Shades of Two Worlds de 1993). Allman chico grabó también varios álbumes como solista, entre los que destacan Laid Back de 1973 y Low Country Blues de 2011.
  Largos años de lucha contra la adicción al alcohol, la heroína y otras drogas minaron su salud que se vio complicada con una hepatitis C y un transplante de hígado. Aun así, sería un cáncer de hígado lo que lo llevaría a fallecer el pasado 27 de mayo, en un hospital de Richmond Hill, en Georgia.
  Se fue Gregg Allman. Recordémoslo escuchando “Dreams” o su inmortal “Whipping Post”.

(Publicado hoy en "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

martes, 30 de mayo de 2017

Manchester, England


“Manchester, England, England / across the Atlantic Sea”, dice una de las canciones incluidas en la vieja ópera rock Hair (1967) de James Rado, Gerome Ragni y Galt MacDermot.
  Manchester, ciudad mártir debido al reciente atentado terrorista (al término de un concierto de la cantante de pop juvenil Ariana Grande) reivindicado por el Estado islámico y que causó la muerte de una veintena de personas, en su mayor parte niños y adolescentes, y más de cien heridos.
  Manchester, ciudad futbolera y musical por antonomasia, en donde el Manchester City y el Manchester United son tan importantes como la enorme cantidad de estupendas agrupaciones de rock que han surgido de sus entrañas.
  Manchester, la urbe en donde a mediados de los años sesenta de la centuria pasada aparecieron grupos como los Hollies, los Herman’s Hermits, Van der Graaf Generator, los Mindbenders y los Bee Gees. En los setenta se formaron Joy Division, 10cc y los menos conocidos Sad Café, The Smirks, Magazine, Ludus y Sweet Sensation.
  Los ochenta fueron bastante más generosos, al crearse Simple Red, los Smiths, los Stone Roses, New Order, James, Electronic, Swing Out Sister, The Waltons, Big Flame, The Colourfield, 808 State, Northside, The Mock Turtles, Happy Mondays, Inspiral Carpets, The Charlatans, The Future Sound of London (que no, no eran londinenses) y los Chemical Brothers, mientras que de los noventa fueron Take That, Goldblade, Oceansize, Audioweb y por supuesto Oasis.
  Ya en el presente siglo la ciudad no ha sido tan importante en ese sentido y entre los proyectos musicales que podemos contar a partir del año 2001 están LZ7, Hurts, Nine Black Alps, The 1975, The Longcut, The Answering Machine, Everything Everything, Kid British, The Cape Race, Factory Star, Money y los High Flying Birds de Noel Gallagher.
  Música y futbol en la que muchos consideran también la ciudad cuna del marxismo (Marx y Engels estuvieron ahí a mediados del siglo XIX). Música y futbol, sí, pero no terrorismo.

(Publicado el día de hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 29 de mayo de 2017

El primer disco de Santana


El disco que marcó el nacimiento del mal llamado rock latino, es decir, la fusión entre el rock, el blues y la música de raíces caribeñas y africanas.
  Santana es un álbum crudo, áspero, tribal, pero al mismo tiempo provocativo, propositivo y sensual. Se trata de una obra que originó un nuevo sonido. Hasta ese momento y a pesar de algunos intentos por mezclar al rock con los ritmos afrocubanos (ya existía el grupo Malo, por ejemplo), nadie había logrado algo como lo que consiguió Carlos Santana, gracias a su guitarra de estilo absolutamente singular, con raíces musicales que mucho le debían al blues y a la forma de tocar las notas sostenidas, como los viejos blueseros del Mississippi. Temas como “Jingo” o “Soul Sacrifice” dejaban escuchar pasajes guitarrísticos hasta ese entonces inéditos.
  Santana es de algún modo como la continuación en disco de lo que la agrupación logró durante su memorable actuación en Woodstock. Ahí está, en el estudio, todo ese salvajismo cuasi selvático que enloqueció a cientos de miles de asistentes al legendario festival. Habría que recordar a la alineación original de la banda que acompañaba a Carlos Santana (misma que repetiría en los dos álbumes posteriores), con el estupendo Gregg Rolie en el órgano Hammond y la voz, Dave Brown en el bajo, el demencial Mike Shrieve en la batería y dos percusionistas de excepción: Jose “Chepito” Áreas y Mike Carabello.
  Otros temas destacados del plato son “Waiting”, la cachondísima versión a “Evil Ways” y la protobluesera “You Just Don’t Care”. Un gran disco debut.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 42, dedicado a Carlos Santana y publicado en septiembre de 2007).

jueves, 18 de mayo de 2017

Superunknown


Para Chris Cornell, In Memoriam.

Como alguien dijo por ahí, el verano de 1994 no fue uno de los más cálidos para el rock. Por el contrario, la muerte del líder de Nirvana, Kurt Cobain, acaecida en la ciudad de Seattle en abril de ese mismo año, ensombreció el panorama de esta música, en especial de la corriente que conocemos como grunge, y vino a recordarnos que lo que se creía un movimiento lleno de fuerza y vitalidad también escondía en su seno la simiente del dolor y la tragedia. Fue en medio de ese contexto que uno de los grupos más representativos de la capital del noroccidental estado de Washington, el cuarteto Soundgarden, puso en circulación su cuarto trabajo discográfico, el fenomenal Superunknown.
  Superunknown es por mucho la obra más fina de este grupo, una mezcla sabia y emotivamente lograda que combina el rock duro característico de la banda, ese que puede escucharse a la perfección en sus tres álbumes anteriores -Ultramega OK (1988), Louder Than Love (1990) y el impresionante Badmotorfinger (1991)-, con elementos tomados del rock clásico y la psicodelia sesentera (el muy conocido tema “Black Hole Sun” es el ejemplo más palpable en este sentido). A lo largo de aproximadamente una hora y diez minutos, Soundgarden nos conduce por senderos y paisajes musicales impensados hasta poco antes en una agrupación que parecía más bien destinada a transitar del grunge al heavy metal.

Deja que me ahogue
Con la voz de Chris Cornell como eje de todas las canciones (en su mayoría espléndidas), Superunknown es un disco lleno de colores musicales y de variedad melódica, armónica y rítmica. La monotonía no existe en sus dieciséis cortes, a pesar de que tampoco pierde la esencia del clásico estilo de Soundgarden. Esto resulta evidente desde el track inicial, el poderoso “Let Me Drown” que arranca con la fuerza de un vendaval, gracias al filoso y provocativo riff de la guitarra de Kim Thayil y que no deja de recordar a Rage Against the Machine (¿premonición de lo que sería Audioslave cerca de una década después?). La batería de Matt Cameron es igualmente impresionante. En seguida, “My Wave” disminuye el vértigo mas no la intensidad. Con un beat acompasado de tres cuartos, el tema tiene una lejana, casi imperceptible, pero real influencia de los primeros Kinks y al final hay ciertos ecos vagos de The Who. “Fell On Black Days” es una composición bastante más tranquila y melodiosa y -ésta sí- totalmente premonitoria de Audioslave. Una pieza en verdad exquisita. En cuanto a la extraordinaria “Mailman”, con un riff inicial muy a la Black Sabbath (o a la Alice in Chains, si se quiere), se trata de un corte por demás oscuro y denso, con Thayil y Cornell a su máxima intensidad introspectiva. “Superunknown” en cambio, el tema que da título al disco, revienta de pesadez cuasi metalera (aunque la instrumentación también remite a algunas canciones posteriores de Pearl Jam, tal vez por la presencia de Cameron en los tambores y los platillos), con un solo de guitarra de franco furor. El mood cambia en forma dramática con “Head Down”, un corte un tanto ominoso en su lento caminar por el lodo de un arreglo inusual con reminiscencias guitarreras del Mississippi.

Bajo el sol del agujero negro
La primera mitad del álbum se cierra con los dos temas literalmente centrales del Superunknown. En primer lugar, ese clásico que es hoy día “Black Hole Sun” (¿quién no recuerda el alucinante video que transmitía MTV, cuando aún era una emisora con algunas intenciones roqueras y no la máquina de estupideces que es en la actualidad?). Este sol del hoyo negro es una composición completamente sicodélica que pudo ser tranquilamente grabada por Spirit en 1968, un corte tan maleable que existen algunos covers verdaderamente insólitos del mismo, sobre todo el de Steve Lawrence y Eydie Gorme (dueto mixto compañero de aventuras de Frank Sinatra en Las Vegas), contenido en el álbum Lounge-A-Palooza y el muy reciente (y muy similar al de Steve & Eydie) que viene en el flamante Rock Swings de nada menos que Paul Anka (sí, aún sigue con vida). Una letra hermética, interpretada por un irónico Chris Cornell, más una guitarra con efectos tan inquietantes como una pesadilla de Tim Burton musicalizada por Danny Elfman.
  Por su parte, “Spoonman” tiene todos los elementos para convertirse en un éxito sempiterno (no en vano fue el primer sencillo del disco). Con una letra referida a un personaje callejero de Seattle (Artis “The Spoonman”), quien producía complicados sonidos con diversas cucharas y a quien podemos escuchar a la mitad de la pieza, musicalmente se trata de un corte impecable, un rock duro de ritmo perfectamente contagioso. Otro clásico de Soundgarden (curiosamente, una versión acústica de “Spoonman”, cantada por el propio Chris Cornell, aparece en la cinta Singles de Cameron Crowe y de ahí fue rescatada por el grupo para revestirla de electricidad y convertirla en una canción memorable.

Mareado y confundido
Lo que podríamos llamar el lado B de Superunknown comienza con la densa, oscura y pesadísima “Limo Wreck” (¿cómo no pensar en “Dazed and Confused” de Led Zeppelin?) y prosigue con la hermosa y emotiva “The Day I Tried to Live” (una pequeña maravilla). “Kickstand” es otro tema que sin duda influyó al Pearl Jam posterior a Ten. He aquí un corte tan breve como contundente, un minuto y medio de descarado y jocoso sarcasmo heavymetalero. Por lo que toca a “Fresh Tendrils”, se trata posiblemente del track más discreto del plato, lo cual no significa, bajo circunstancia alguna, que sea un tema débil, como nada tiene de débil sino todo lo contrario el lento pero contundente “4th of July”. “Half” parecería ser un corte tan extravagante como fuera del contexto del disco, pero esta composición del bajista Ben Shepherd termina por asimilarse a la perfección y luego de algunas escuchas ya no resulta tan extraño.
  Superunknown culmina con otra gran canción, la inconmensurable “Like Suicide”, muy ad hoc con las circunstancias que rodeaban al rock en aquel momento, sobre todo luego de la muerte por presunto suicidio del ya mencionado Kurt Cobain. Una verdadera joya.

(Reseña que publiqué originalmente en la sección "La nueva música clásica" de la revista La Mosca en la Pared No. 99, publicada en 2005)

lunes, 8 de mayo de 2017

Electric Ladyland


Un disco tan extraordinario como irregular. Quizá debido a su ambiciosa extensión, este álbum doble de The Jimi Hendrix Experience –tercero y último trabajo oficial no sólo del trío sino del propio Hendrix– peca de cierta inconsistencia, aunque a final de cuentas el balance sea muy positivo.
  Se trata de la obra más experimental del músico, con un uso muy amplio y efectivo de las técnicas y efectos de estudio existentes en su tiempo. Sin embargo, lo más notable de Electric Ladyland (1968) es el genio imaginativo de Jimi Hendrix en su máxima expresión, con momentos asombrosos como guitarrista y composiciones de absoluto esplendor.
  Estamos ante un disco lleno de alma y raíz, pero también de visión vanguardista e ideas innovadoras que apostaban hacia un futuro que lucía en extremo prometedor. De nueva cuenta hay blues y soul, de nuevo se encuentra presente la psicodelia, pero también largos y vigorosos jams, alucinantes paisajes sonoros, una mayor incursión en el acid rock y notables covers. La participación de músicos invitados en algunas de las piezas, entre ellos Steve Windwood en los teclados –con su inigualable manera de tocar el órgano Hammond–, Al Kooper en el piano, Jack Cassidy (Jefferson Airplane) en el bajo, Chris Wood (Traffic) en la flauta, Buddy Miles en la batería y Fredy Smith en el sax, representa un plus en el doble plato.  
  Electric Ladyland (cuya portada original causara tanta polémica) inicia con una breve introducción llena de efectos (“… And the Gods Made Love”) que bien podemos pasar por alto y realmente da comienzo con lo que ya era un género hendrixiano, el soul psicodélico. “Have You Ever Been (to Electric Ladyland)” es una pieza lenta y ensoñadora, con un claro mood etéreo marcado por el juego de guitarras sobrepuestas y la voz en falsetto de Hendrix (parece un antecedente de la música de Prince), tema dedicado a las mujeres que rodeaban a Jimi y que le otorgaban todo el vigor sexual que necesitaba; una bella y sentida oda a sus groupies, pues. La calma se rompe en seguida con la rotunda “Crosstown Traffic” y su sensacional riff. La batería de Mitch Mitchell desempeña un papel clave, apoyada por los bajeos de Noel Redding. Un gran tema que antecede a esa larga y libérrima jam session de quince minutos que es “Voodoo Chile”, una improvisación en blues a la Muddy Waters (pero en ácido) en la cual la guitarra de Hendrix y el Hammond de Windwood establecen un diálogo celestial e infernalmente  virtuoso. Una absoluta maravilla con la cual concluye el lado A del disco uno. En cambio, “Little Miss Strange” representa tal vez el punto más flojo del álbum. Se trata de un popcito sesentero debido a Noel Redding, quien lo canta con mucho entusiasmo…, pero nada más. “Long Hot Summer Night”, con Al Kooper al piano, es otra de esas canciones tranquilas y sugerentes en las cuales Jimi evidentemente se divertía. Nada del otro mundo, sin embargo. En cambio, su cover de “Come On” de Earl King posee toda la fuerza de una interpretación en vivo, mientras que “Gypsy Eyes” es una verdadera joya en la cual voz y guitarra suenan al unísono, arropadas por un compás irresistible y una ambientación instrumental extrañamente fascinante. Suena como un viejo blues con un arreglo futurista, lo cual contrasta con los teclados a manera de clavicordio con los que inicia la peculiar “The Burning of the Midnight Lamp”, una gran composición (“balada experimental” la han llamado) enriquecida por discretos coros femeninos y una espectacular pared de sonido.
  El lado A del segundo disco abre con la fabulosa “Rainy Day, Dream Away”, precedida por un estupendo jam. El tema se desliza de pronto por un feedback que lo hace desaparecer para dar lugar a “1983… (A Merman I Should Turn to Be)”, larga suite que inicia con un tema calmo que de pronto deriva en una serie de instrumentaciones barrocas, cambios drásticos de ritmo, largos y complejos solos de guitarra y batería, pasajes que prefiguran la música ambient, ruidos incidentales, efectos sonoros, todo un viaje que incluye el pre-pinkfloydiano puente “Moon Turn The Tides… Gently Gently Away”, para retornar de súbito a “Rainy Day, Dream Away”, aunque ahora con el título “Still Raining, Still Dreaming”, con el órgano de Mike Finnigan como un muro de contención en el cual el wah wah de la increíble guitarra rebota una y mil veces. Otro de los puntos altos (altísimos) de Electric Ladyland. Por su lado, “House Burning Down” es una de esas composiciones oscuras de las que muy pocos suelen acordarse… y tal vez se lo merezca.
  El álbum concluye de la mejor manera, en su lado cuatro, con dos cortes fundamentales en la trayectoria de Jimi Hendrix. Primeramente, ese cover fuera de serie a una canción de Bob Dylan que es “All Along the Watchtower”. Si el tema original es muy bueno, el arreglo de Hendrix lo inmortalizó al volverlo épico y convertirlo en un clásico de la historia del rock (el solo de guitarra sigue dejando atónito a cualquiera), tan clásico como “Voodoo Child (Slight Return)”, ese monumental blues a la Hendrix de impactante construcción guitarrística, una de las mejores obras del músico, la cual, en sus escasos cinco minutos de duración, parece resumir toda la fuerza, el talento y la sensibilidad que lo imbuía (la letra contiene una frase que parecería premonitoria, si tomamos en cuenta que es el último corte del último disco en estudio del de Seattle que apareció cuando él aún vivía: “If I don’t meet you no more in this world/  I’ll meet you in the next one and don’t be too late”). “Voodoo Child” es una conclusión perfecta para un álbum imperfecto… pero grandioso.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No, 19, dedicado a Jimi Hendrix, publicado en abril de 2005).

miércoles, 3 de mayo de 2017

Definitely Maybe


El álbum que fundó al brit pop. El primer disco de Oasis es para muchos especialistas y seguidores del grupo su obra cumbre, la más importante, aquella que sintetiza no sólo lo que sería el estilo del grupo a lo largo de los años, sino también buena parte de lo que había sido hasta ese momento (y de hecho lo que sigue siendo, poco más de dos década después) el rock británico, especialmente el que nació en Inglaterra.
  Como si hicieran un recorrido desde los días de la primera Ola Inglesa hasta los del reinado de estilo madchesteriano de finales de los ochenta, las canciones escritas por Noel Gallagher conforman un mosaico no sólo interesante sino muy propositivo, un colorido mural sonoro en el cual encontramos sonidos que nos remiten lo mismo a los Beatles y a los Small Faces que a los Happy Mondays y los Stone Roses. Once son los temas contenidos en Definitely Maybe (1994), once composiciones en las cuales el grupo recupera uno de los aspectos más importantes del rock como género: el uso de la guitarra como instrumento básico y primordial.
  Cuando apareció este álbum, el Reino Unido aún era dominado por la fusión de pop y dance que caracterizaba a los grupos de Manchester. Tuvo que ser precisamente una banda de esa ciudad del norte inglés la que rompiera esquemas y propusiera uno de esos clásicos regresos en espiral que han caracterizado a la historia del rock a lo largo de cinco decenios. Oasis irrumpió con un estilo que sonaba a algo ya escuchado, pero con un sello nuevo y característico. Las canciones de Noel Gallagher no eran novedosas desde un punto de vista armónico, como tampoco lo eran por el lado melódico. No obstante, había en ellas la frescura de lo recuperado, de un pasado dorado que se rescataba y era puesto al día, sobre todo después de tantos años de glam, de new wave y de música disco, de tantos artificios que habían alejado al rock de sus características más orgánicas. El quinteto, en cambio, hacía un rock básico, concreto, ruidoso, provocador, pero diferente a lo que en esos mismos días sucedía en los Estados Unidos, concretamente en la ciudad de Seattle, y que se empezaba a conocer como grunge. No, la música de Oasis era otra cosa. Era le resurrección de lo que treinta años atrás habían propuesto los Kinks, los Who, incluso los Rolling Stones, pero sobre todo el cuarteto insignia de Liverpool: los Beatles.
  Gallagher y sus cuatro compañeros no negaban la cruz de su parroquia; al revés: la asumían y presumían de ella de la mejor manera: haciendo estupendas canciones. Todo esto no quiere decir que Oasis sonara a mil cosas y careciera de un estilo propio. Todo lo contrario. Al escuchar al grupo en Definitely Maybe, uno de inmediato podía identificarlo. Era tal vez la voz gangosa de su vocalista, Liam Gallagher. Eran quizá los acordes del ataque de sus dos guitarras o las perfectas estructuras de cada una de las piezas. El caso es que existía un toque especial que caracterizó a la agrupación desde este su primer opus en todas y cada una de las once piezas, pero sobre todo en maravillas como la entusiasta “Rock ‘n’ Roll Star”, la conmovedora e impactante “Live Forever”, la celebratoria y festiva “Supersonic” y la intensa, melancólica y prodigiosamente épica “Slide Away” (con esa línea apasionada que clama: “Don’t know, don’t care / All I know is you can take me there!”. Uno de los grandes álbumes debut de la historia del rock.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial No. 27 de La Mosca en la Pared, publicado en enero de 2006)