martes, 28 de junio de 2016

Garbage y la devastadora belleza


Seis discos en 21 años, un promedio de un álbum cada tres años y medio parece algo razonable. Sobre todo si en todos ellos se mantiene un grado de calidad más que aceptable y en algunos casos de excelencia. Hablo de Garbage, el proyecto de pop electrónico del productor Butch Big, engalanado con la presencia y la voz de la estupenda cantante escocesa Shirley Manson, el cual grabara su homónimo disco debut en 1995 y que acaba de dar a luz su opus No. 6: el impecable Strange Little Birds (Vagrant, 2016).
  Estamos ante un trabajo elegante, suntuoso, con una producción perfecta. Big, al igual que sus compañeros Duke Erikson y Steve Marker, son músicos de estudio (de estudio de grabación, quiero decir) y es en ese ambiente que se sienten a sus anchas y lo saben explotar hasta sus últimas consecuencias, para dar como resultado un rock que sigue en deuda con el movimiento noise de los años noventa (permanecen los ecos de Sonic Youth y My Bloody Valentine), pero suavizados –por decirlo de algún modo– por  la sabia utilización de ganchos del más fino rock pop.
  El sentido melódico de Garbage es notable y la voz de Manson juega un papel esencial en ello. Las canciones atrapan gracias a sus riffs y sus estribillos, pero también a las atmósferas que se van creando, en las que la sensualidad y la cachondería forman parte principalísima de un estilo más que reconocible.
  Once son los cortes que conforman a este Extraños pajaritos, un disco sin desperdicio, con temas que destacan entre lo mejor de Garbage en sus poco más de dos décadas de intermitente existencia. Composiciones como la misteriosa “Sometimes” que abre el plato, las contundentes “Empty”, “Blackout” y “We Never Tell”, las envolventes y fascinantes “If I Lost You” y “Night Drive Loneliness”, las electrizantes “Magnetized” y “So We Can Stay Alive” o la concluyente y emotiva “Amends” hacen de este larga duración una obra tan imperdible como irresistible.
  Alguien por ahí calificó a Strange Little Birds como un álbum de devastadora belleza. Concuerdo a plenitud con tan precisa definición.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 27 de junio de 2016

Quadrophenia


Este nuevo intento de Pete Townshend por escribir una ópera rock no resultó tan afortunado, desde el punto de vista de la popularidad, como Tommy. Musicalmente, Quadrophenia (1973) es un excelente álbum doble, con canciones magníficas, un homenaje a los orîgenes mods de los Who y con una historia más realista y mucho menos fantasiosa que la de Tommy Walker. 
  El disco fue escrito en su totalidad por Townshend, en un momento en el cual las tensiones dentro del grupo eran fuertes y amenazaban con una ruptura. No hay, por ejemplo, un solo tema de John Entwistle, quien además se quejaría (al igual que Roger Daltrey) de haber sido menospreciado, incluso a la hora de mezclar las cintas de grabación (no se entiende por qué: hay partes en las cuales su bajo suena de manera asombrosa, como en “The Real Me”). 
  Menospreciado por buena parte de la crítica, Quadrophenia debe ser revalorado como un trabajo de estupenda factura, con composiciones de un nivel tan alto como la ya mencionada “The Real Me”, la bellísima y conmovedora “I’m One”, la sardónica “Bell Boy” (cantada por Keith Moon), “I’ve Had Enough”, “5:15” y la esplendorosa “Love, Reign o’er Me”. Una producción limpia e impecable, con un uso de los sintetizadores tan bueno como en Who’s Next.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial No. 11 de La Mosca en la Pared, dedicado a The Who y publicado en marzo de 2008)

martes, 21 de junio de 2016

RHCP: picosos pero sofisticados


Caracterizados en sus inicios por un sonido salvaje, estruendoso, hiperquinético y delirante y por su imagen sarcásticamente agresiva y divertidamente provocadora, los Red Hot Chili Peppers llevan más de 30 años (32 para ser exactos, desde la grabación de su primer disco en 1984) como una de las agrupaciones más importantes del planeta, a pesar de que siempre han mantenido una presencia pública paradójicamente discreta.
  Con sus tres integrantes básicos de toda la vida (el vocalista Anthony Kiedis, el baterista Chad Smith y el demencial bajista Flea) y sus talentosísimos guitarristas intercambiables (por ahí han pasado Hillel Slovak, Dave Navarro, John Frusciante y ahora Josh Klinghoffer), los RHCP son creadores de un estilo propio y más que reconocible a lo largo de su más o menos extensa discografía que llega a los once álbumes en estudio con su flamante The Getaway (Warner Music, 2016), una obra que presenta una serie de afortunadas singularidades.
  Desde que el cuarteto empezó a grabar para Warner en 1992, con el sensacional Blood Sugar Sex Magik, todos sus discos habían sido producidos por el legendario Rick Rubin y es hasta ahora que optaron por prescindir de él y contratar los servicios de Brian Burton, mejor conocido como Danger Mouse. El cambio se nota a lo largo de los trece cortes que conforman el plato, con un sonido menos áspero, menos crudo, más aterciopelado y melodioso, más sofisticado y fino. Tan novedoso es The Getaway que se da el lujo de presentar la insólita e impensable colaboración ni más ni menos que de Elton John, como co-compositor y pianista en el delicioso tema “Sick Love”.
  Difícil resulta resaltar alguna de las canciones, dada la alta calidad de todas ellas, pero no está por demás mencionar joyas como la homónima e inicial “The Getaway”, “Dark Necessities”, “Go Robot” y “Dreams of a Samurai”.
  Los Red Hot Chili Peppers han regresado, maduros como buenos cincuentones (curiosamente, Kiedis, Smith y Flea nacieron, los tres, en 1962), para entregarnos un álbum más que disfrutable y sin traicionar su esencia. Grande cosa.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 20 de junio de 2016

Fiona Apple a 20 años de Tidal


Para Paulina

“I tell you how I feel but you don’t care
I say tell me the truth but you don’t dare
You say love is a hell you cannot bear
And I say gimme mine back and then go there 
- for all I care”

 “Sleep to Dream”
Fiona Apple 


Fiona Apple grabó Tidal (Columbia, 1996) a los dieciocho años de edad y muchos críticos la calificaron de pretenciosa. Otros dijeron que era un buen trabajo, pero que había aún demasiada inmadurez en la cantante, pianista y compositora oriunda de Nueva York. “Su voz es sorprendentemente rica para una jovencita y su piano, sofisticado y jazzero, logra disimular su edad”, decía un comentario que quería ser benigno con ella, aunque luego agregaba: “Fiona demuestra un talento considerable, pero su disco carece de uniformidad y termina por ser difuso”.
  A veinte años de haber visto la luz y con la perspectiva que da el tiempo, quizás haya llegado la hora de revalorar a éste, el álbum debut de una artista en todos los sentidos del término. Porque Tidal es una obra intensa, profunda, visceral, desafiante, que muestra a una joven mujer a la vez vulnerable y dura, tierna y provocativa, a la defensiva y a la ofensiva. “Soy una persona tan estúpida e increíblemente sensible que todo lo que me sucede lo experimento con demasiada intensidad”, dijo Apple en los días en que grabó este disco. “Todo lo siento de manera muy honda y cuando sientes las cosas de ese modo y piensas mucho en eso que sientes, aprendes tanto de ti misma que logras conocerte y al hacerlo conoces lo que es la vida”.
  Al contrario de lo que afirmaban los críticos de hace dos décadas, lo que a mi modo de ver demuestra Fiona Apple en Tidal es una gran madurez como creadora y como persona. Las diez canciones que conforman el álbum poseen una fuerza que ha ido creciendo con el tiempo y si bien ella es hoy una autora e intérprete más hecha y sofisticada (como lo demuestran sus apenas tres discos posteriores a éste, los fabulosos When the Pawn Hits..., de 1999, Extraordinary Machine, de 2005 y The Idler Wheel, de 2012), lo que hace de Tidal un clásico es esa visceralidad, esa crudeza y ese austero minimalismo que lo recorren de principio a fin.
  Desde “Sleep To Dream”, el estremecedor tema con el cual abre el disco, entendemos que no estamos frente a una cantante más. Hay ahí una rebeldía, una fuerza volcánica que hace que la tierra se mueva bajo nuestros pies y que nos obliga a estar atentos y a no permanecer indiferentes ante esta música. La impresión se confirma, aunque en otro sentido, con el segundo corte. “Sullen Girl” es una canción tan bella como ominosa, ya que en medio de la hermosa melancolía de la música se narra con estremecedora poesía la terrible experiencia de Fiona cuando era adolescente y fue violada (“They don’t know I used to sail the deep and tranquil sea / but he washed me shore and he took my pearl / and left an empty shell of me”). El álbum crece aún más con la extraordinaria “Shadowboxer”, posiblemente uno de los dos puntos más altos de Tidal (“Once my lover/ now my friend”). Apple canta con una intensidad impresionante y su piano la acompaña con el beat exacto y la precisión necesaria para expresar lo que ella quiere. Un gran tema, al igual que el sensacional “Criminal”, al cual algunos han definido como una de las canciones que mejor reflejan la angustia juvenil de los años noventa. Una absoluta maravilla que da paso al track con que virtualmente termina la primera parte del plato, “Slow Like Honey”, otro portento, una composición que coquetea cachondamente con un jazz blueseado mientras Fiona dice cosas como “So I stretch myself across, like a bridge / and I pull you to the edge / and stand there waiting / trying to attain / the end to satisfy the story”. Sensualidad pura.
  “The First Taste” es una canción que musicalmente se sale un poco del espíritu del disco, pero sólo en apariencia. Con un ritmo que de algún modo se aproxima al reggae, la melodía transcurre con una materialidad acuosa y un aire que hace recordar algunas interpretaciones de la nigeriana Sade. Por su lado, “Never Is a Promise” es otra de las joyas de Tidal, una pieza conmovedora de principio a fin que se habla de tú con la belleza. La dialéctica que se produce entre la voz de la cantante, su piano, los coros y las cuerdas la convierten en una verdadera escalera al cielo.
  Los tres cortes que cierran el disco mantienen el alto nivel del mismo. Desde el majestuoso mood de “The Child Is Gone” al poético transcurrir minimal de “Pale September”, para culminar con la sorpresa  de “Carrion” y su inesperado arreglo sin piano, en una melodía que Fiona Apple interpreta en forma susurrante, acompañada por una guitarra, un bajo, cuerdas, xilófono y batería. Una manera tan extraña como suntuosa de terminar este espléndido trabajo.

(Publicado hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

domingo, 19 de junio de 2016

Are You Experienced?


Pocos discos concitan tan unánime acuerdo como éste. Para la abrumadora mayoría de los críticos e historiadores del rock, se trata del mejor álbum debut de todos los tiempos. Con Are You Experienced? (1967), Jimi Hendrix entró a los terrenos de la música grabada como un vendaval de creatividad, inventiva, talento, fuerza y arte que asombró al mundo. A casi cuarenta años de distancia, la obra sigue sonando fresca y vanguardista, con elementos que no dejan de sorprender cada vez que se les escucha.
  El virtuosismo guitarrístico de Hendrix ya está aquí presente a plenitud. Se trata de un trabajo atemporal que sigue asombrando tanto a quien lo oye hoy por primera vez, como lo hizo con quienes lo conocieron en su momento. Are You Experienced? es un disco clásico porque cumple con todos los requerimientos para serlo. Mientras los álbumes iniciáticos de gente como Bob Dylan, los Beatles, los Rolling Stones o The Who fueron irregulares y no mantenían un mismo nivel de calidad en todos sus cortes, en el caso de este genio de Seattle las cosas fueron muy distintas, ya que en el vinil aparecido en 1967 prácticamente todos los temas son impecables. Algunos son mejores que otros, claro está, pero ninguno desmerece o puede considerarse como mediocre o de simple relleno.
  Aunque con el advenimiento del disco compacto y las remasterizaciones el álbum original sufrió algunos cambios en el orden de las canciones e incluso en la cantidad de las mismas (de hecho, existen diferentes versiones en CD), cuando salió a la venta por vez primera, en Gran Bretaña, únicamente contenía once temas. Sólo por cuestiones mercadotécnicas se le añadieron varios de los sencillos más célebres de Hendrix, mismos que nunca aparecieron en los discos de larga duración tal como el músico los concibió. Así, composiciones como “Purple Haze”, “Hey Joe”, “Stone Free” o “The Wind Cries Mary” fueron agregadas en las versiones en compacto, la menos infiel de las cuales es la que sacó MCA en 1997, ya que respeta el orden de las primeras once piezas y los sencillos (con sus lados B) son situados al final.
  Como cumbre de la psicodelia sesentera, el original Are You Experienced? inicia con “Foxy Lady”, una pieza cargada de sensualidad y provocación, una especie de soul psicodélico lleno de fuerza con el cual Jimi Hendrix abre sin contemplaciones y atrapa al escucha desde el primer acorde. “Manic Depression” se adentra un poco en el jazz, sobre todo por la batería de Mitch Mitchell, para crear uno de los temas más explosivos e irónicos del álbum, con una guitarra que inaugura territorios hasta entonces inéditos. “Red House”, en cambio, es un blues tradicional. Pero qué blues. Jimi demuestra sus raíces más profundas y lo hace con una guitarra limpia, exacta, y una voz que rinde tributo a sus ancestros blueseros, desde Robert Johnson y Sun House hasta Muddy Waters y BB King. “Can You See Me” es quizás el tema menos brillante del disco, aunque su mezcla de psicodelia con rhythm and blues hace que no desmerezca y varias escuchas la vuelvan cada vez más interesante. En cambio, “Love or Confusion” es una compleja composición en la cual las armonías se sobreponen unas a otras, mientras “I Don’t Live Today”, con su ritmo que rememora la raigambre piel roja de Hendrix, es un rock duro pleno de inventiva. Punto y aparte merece “May This Be Love”, una de las más bellas composiciones jamás escritas por el músico. Sutil, delicada, conmovedora, con ecos de Curtis Mayfield, una joya extraordinariamente pulida e injustamente olvidada. Un dramático rompimiento sobreviene con “Fire” y su irresistible arreglo, en el cual vuelve a brillar la batería de Mitchell y resuena a la perfección el bajo de Noel Redding. “Third Stone from the Sun” es todo un viaje, una larga incursión instrumental, un trayecto plenamente psicodélico en el que Jimi Hendrix explota todas las posibilidades de su instrumento con impactante fuerza creativa. Por su lado, “Remember” es una preciosa tonada soul, optimista y contagiosa que sirve como preámbulo al corte final, “Are You Esperienced?”, un breve tema que reafirma que hemos pasado a lo largo de un álbum que se asume como psicodélico, con todo lo que esto implica. La conclusión perfecta para un disco impresionante.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No, 19, dedicado a Jimi Hendrix, publicado en abril de 2005).

viernes, 17 de junio de 2016

Paul Simon y el ritmo que no cesa


Las percusiones son básicas. La vena rítmica que atrapó a Paul Simon, desde que en 1986 grabara aquel fantástico Graceland, no lo ha abandonado. Tambores sudafricanos, caribeños y sudamericanos, platillos, tarolas, congas, bongós, tumbadoras, claves, birimbaos, maracas, marimbas, xilófonos y una larga lista que incluye hasta percusiones programadas pasaron a formar parte de su arsenal musical. El ritmo prevaleció muchas veces a costa de las melodías y las armonías.
  Ahora, a sus casi 75 años de edad, el nativo de Newark, Nueva Jersey, regresa con un nuevo álbum, Stranger to Stranger (Concord, 2016), en el que otra vez predominan los arreglos con percusiones, incluso en las composiciones más tranquilas y melódicas. Sin embargo, los ritmos no son exactamente africanos, como en Graceland (al menos no en todo el plato). Simon apuesta por una variedad percusiva que salva a la grabación de lo repetitivo y le permite explorar diversas y coloridas atmósferas.
  Que los ritmos siguen siendo básicos lo podemos escuchar en cortes como el abridor “The Werewolf”, en “Wristband”, “Street Angel”, “In a Parade”, “The Riverbank” y en el divertido y –ese sí– muy sudafricano “Cool Papa Bell”. En cambio, hay canciones como la homónima “Stranger to Stranger”, “Proof of Love”, la instrumental “In the Garden of Edie” o la bellísima y concluyente “Insomniac’s Lullaby” que de algún modo recuerdan al viejo Paul Simon que hacía pareja con Art Garfunkel o al que realizó extraordinarios álbumes solistas como There Goes Rhymin’ Simon (1972), Still Crazy After All These Years (1975), One Trick Pony (1980) o Hearts and Bones (1983).
  Stranger to Stranger es una obra estupenda, con un Paul Simon septuagenario pero en su mejor forma, con letras introspectivas y meditaciones acerca del paso del tiempo y la perspectiva de la muerte, aunque alejado de nostalgias depresivas o pensamientos oscurecidos. Un disco lleno de alegría, lleno de dulzura, lleno de sol, lleno de luz, lleno de paz.

(Publicado el día de hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

martes, 14 de junio de 2016

¿Importa una nueva recopilación de McCartney?


La respuesta inmediata podría ser un rotundo no. Sin embargo, cuando uno examina de qué se trata Pure McCartney (Hear Music, 2016), la flamante caja de cuatro discos (en la edición de lujo) recopilada por el propio ex beatle, puede ser que la opinión cambie un poco... o un mucho.
  En primero lugar, debemos tomar en cuanta que la anterior colección de éxitos del buen Paul (Wingspan: Hits and History) data de 2001. Esto quiere decir que han pasado tres lustros y cuatro o cinco álbumes en estudio que por obvias razones temporales no están contenidos en ese plato. De hecho, Wingspan abarcaba tan sólo hasta el año 1984, por lo que (de hecho también) son más de 30 años en los que las composiciones más exitosas y/o representativas de McCartney no fueron recopiladas. Esta sola razón basta para justificar la nueva colección.
  Esta vez, el autor de “Maybe I’m Amazed” y “Another Day” no corre riesgos e incluye en la caja incluso el tema “Hope for the Future” que escribió en 2014 para el videojuego Destiny.
  Por demás está decir que la mayor parte de las canciones más conocidas del británico están incluidas en Pure McCartney (como lo estuvieron en los tres álbumes recopilatorios anteriores: Wings Greatest (1978), All the Best (1987) y el ya mencionado Wingspan). En ese sentido, no hay sorpresas. Estas vienen, en cambio, a partir de los cortes grabados de 1984 a 2014.
  Sólo hay un álbum que, por extrañas e inexplicadas causas, no aportó una sola melodía: el Flowers in the Dirt de 1989. ¿Por qué? Vaya usted a saber. Aunque creo que canciones como “My Brave Face”, “We Got Married”, “This One” o “Distractions” pudieron entrar fácilmente.
  Lo que queda claro es que Paul McCartney ha escrito tantas canciones como solista y que su obra es tan vasta que se necesitaría una caja de diez discos para medio abarcar sus mejores (e incluso sus peores, ¿por qué no) momentos.
  En su composición “How Do You Sleep” (contenida en el Imagine de 1971), John Lennon criticaba a su compañero de los Beatles por escribir musak, música basura. A mi modo de ver, este Pure McCartney es un rotundo desmentido a la injusta afirmación del esposo de Yoko Ono.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

sábado, 11 de junio de 2016

Out of Our Heads


Si bien aún habría de transcurrir un año para que apareciera un álbum escrito completamente por Jagger y Richards (Aftermath, de 1966), a mi modo de ver, Out of Our Heads (1965, con siete cortes propios y cinco ajenos) posee una mayor trascendencia, al contener dos de los temas más notables en la historia rollingstoniana: los clásicos “The Last Time” y, por supuesto, “(I Can’t Get No) Satisfaction” (con su riff inolvidable y solidamente rocanrolero), además de otras dos maravillas originales: la dulce y folky “Play with Fire” y ese blues sensacional que es “The Spider and the Fly”. Sólo por esas cuatro piezas, el disco vale oro; sin embargo, el mismo trae asimismo algunos covers de música soul de excelente factura como “Mercy, Mercy” (de Don Covay), “Hitch Hike” (de Marvin Gaye), “Cry to Me” y “That's How Strong My Love Is” (de Otis Redding) y “Good Times” (de Sam Cooke). 
  Respecto a los dos cortes más importantes de Out of Our Heads, “The Last Time” fue su primer éxito mundial de verdadera importancia, gracias a su riff hipnótico y a su intensidad interpretativa, mientras que “Satisfaction” significó su consagración como uno de los grupos más importantes del planeta a mediados de los sesenta (posición que jamás perderían). Tema que anticipa la rebeldía del siguiente lustro así como el descontento nihilista del movimiento punk de quince años más tarde, la canción sigue siendo un hito y posiblemente el tema emblemático por antonomasia de los Stones. Con su imponente riff de guitarra con fuzz (posiblemente el más célebre de la historia del rock), su frase emblemática, la batería de Watts y su estupenda y claridosa letra, cantada en forma por demás sugerente por Jagger, “No puedo obtener satisfacción” es piedra de toque que marcó un antes y un después, no sólo para los Rolling Stones sino para el rock and roll todo.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 11, dedicado a los Rolling Stones y publicado en mayo de 2004).

viernes, 10 de junio de 2016

La truculenta historia de "In-A-Gadda-Da-Vida"


“¡Órale, ¿ya viste?! ¡Se echa el solo de batería igualito!”.
  A fines de 1968, muchos conjuntos (que así se les decía en ese entonces) mexicanos de rock tenían como parte de su repertorio dos covers de cajón: “Gloria” de Van Morrison y su grupo Them (aunque en su versión en español, aquella que decía: “Yo conocí a una gringa / muy linda de verdad”) e “In-A-Gadda-Da-Vida” de Iron Butterfly (en su versión larga –larguísima–, solos instrumentales incluidos). El primero era tan sencillo que cualquiera podía tocarlo. En cambio, el segundo requería un poquito más de talento musical, si bien tampoco era un tema especialmente exigente o que requiriera demasiado virtuosismo.
  La popularidad que logró en México “In-A-Gadda-Da-Vida” fue sorprendente y casi tan grande como la que alcanzarían un año más tarde (y de ai pal real) los Cridens (es decir, Creedence Clearwater Revival, el cuarteto californiano encabezado por John Fogerty). Tan popular fue que en las estaciones capitalinas roqueras de aquellos días (Radio 590, Radio Éxitos, Radio Capital, todas en Amplitud Modulada) no tocaban la versión corta –especial para la radio– de la canción (de poco menos de tres minutitos), sino la larga –larguísima–- de 17:05 minutos, algo inusitado para la época.
  Yo mismo, a mis tempranos trece años de edad, ahorré los domingos que me daba mi papá, hasta que pude juntar los cuarenta y cinco pesos que costaba el LP (versión nacional) y me lancé a comprarlo en el legendario Hip-70, cuando todavía estaba a un lado de la Pistahielo Insurgentes (hoy Plaza Inn), en San Ángel. Aún conservo el disco de acetato, ya medio madreadón pero escuchable.
  ¿De dónde proviene la magia de esa composición, la cual fue también muy gustada en otras partes del mundo? Son varios los elementos que la hicieron tan famosa. En primer lugar, el pegador riff al unísono –en Re menor– del bajo, el órgano y la guitarra, aquel tan-tan-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta en obstinato que todo roquero que se respete recuerda al dedillo. Luego está el beat lento e hipnótico de toda la pieza, un ritmo repetitivo y envolvente, sosegadamente acompasado,  que termina por seducir al escucha. Otro ingrediente es la voz del cantante, Doug Ingle –grave, afectada, teatral, de barítono–, así como las florituras de su órgano –de pronto psicodélico, de pronto barroco, de pronto con aires del Oriente Medio– y están por supuesto los famosos solos: el de guitarra, por el entonces jovencísimo Erik Brann (tenía diecisiete años), limpio, profundo, cuasi hendrixiano, y el que quizás sea el solo de batería más famoso e imitado de la historia (hasta los Beatles lo homenajean en “The End”), obra del chaparrito Ron Bushy (cuyo aspecto físico siempre me recordó a Charles Manson).
  Cuenta la leyenda que el nombre original de la canción era “In the Garden of  Eden” (En el jardín del Edén), pero que poco antes de la grabación de la misma, en los estudios Ultrasonic de Long Island, en Nueva York (otra versión dice que fue la semana anterior, en la casa de Doug Ingle, en Los Ángeles), los cuatro integrantes del grupo (habrá que mencionar al bajista Lee Dorman) estaban tan ebrios y drogados (cruzados, pues) que cuando Bushy le preguntó desde lejos a Ingle cómo se llamaba su composición, éste respondió entre balbuceos algo tan ininteligible que el baterista entendió “in a gadda da vida” y lo anotó en un papel. Poco después, ya más sobrio, el organista leyó aquel galimatías y el juego de palabras le pareció tan irónico que decidió usarlo. Así quedó para la posteridad.
  También se narra que el productor del disco, Jim Hilton, se quedó atorado en un congestionamiento de tránsito y no pudo llegar a tiempo a la grabación, por lo que los integrantes del grupo optaron por realizar, mientras tanto, una prueba de sonido de la pieza. El ingeniero del estudio, Don Casale, tuvo la precaución de grabar aquella prueba, la cual quedó tan bien que no hubo necesidad de repetirla y es la misma toma que el mundo entero conoce.
  La letra de la canción no tiene un gran contenido poético que digamos (“In a gadda da vida, honey / don’t you know that I’m loving you”), pero luego de cuatro décadas y media nadie ha levantado una protesta seria al respecto y a nadie parece importarle.
  A cuarenta y cinco años de distancia, “In-A-Gadda-Da-Vida” sigue siendo un tema popular y un hito en la historia del rock psicodélico (aunque para algunos es también uno de los primeros antecedentes del heavy metal).
  Lee Dorman, el bajista de Iron Butterfly, dijo alguna vez: “No importa lo que me suceda durante el resto de mi vida. Yo sé que he sido parte de algo que hizo historia y esa canción sí que la hizo”.
  Tan-tan-ta-ta-ta-ta.

(Publicado el 22 de abril de 2013 en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario).

martes, 7 de junio de 2016

De Antony a ANOHNI


Hace un par de semanas, fue noticia la reunión en Los Pinos entre el presidente Peña Nieto y la comunidad LGBTTTI (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Travestis, Transexuales, Transgénero e Intersexuales) y el reconocimiento de los derechos de estos grupos.
  No deja de ser una feliz coincidencia que, a manera de banda sonora de este hecho, aparezca casi simultáneamente el nuevo disco de quien fuera el cantante, músico y compositor Antony Hegarty, líder del excelente proyecto Antony and the Johnsons, transformado hoy día en una generosa mujer llamada ANOHNI.
  Hopelessness (Secretly Canadian, 2016) es el título del flamante álbum de esta ahora británica y en el mismo se refleja la transformación no sólo física, mental y emocional sino sobre todo musical de la artista.
  Lo que con Antony eran canciones dulces y/o tristes, con instrumentaciones más o menos convencionales (aunque espléndidas) que iban de lo minimalista a lo suntuosamente orquestal, con ANOHNI se ha tornado en temas más desafiantes y desgarrados, con recursos instrumentales que tienen más que ver con la electrónica y con las herramientas sonoras que brindan los estudios de grabación.
  En lo que sí coinciden ambos personajes es en su tendencia al dramatismo y a la belleza, vista ésta desde su lado más profundo. Para ello, la grande y expresiva voz de la hoy cantante resulta perfecta y se refleja en esta colección de once temas cuyas letras tocan asuntos lo mismo ecológicos que políticos, lo mismo pacifistas que de crítica social.
  Musicalmente, las instrumentaciones son frías y en momentos hasta agresivas, con atmósferas inquietantes, creadas con la ayuda de los productores Hudson Mohawke y Oneohtrix Point Never (juro que así se llaman, al menos en la grabación).
  Las canciones son en general demandantes e incluso amargas, aunque dos de ellas (”Crisis” y la homónima “Hopelessness”) se abren a la posibilidad de la ternura y la compasión.
  Una obra apasionada y apasionante, poderosa y con la protesta a flor de piel. Un disco que es casi un manifiesto, pero que evita el panfleto y mantiene una calidad artística incuestionable.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

jueves, 2 de junio de 2016

Brian Eno y el deseo de navegar


Existen muy pocos músicos, si es que los hay aún, que tras más de cuatro décadas de hacer discos –como parte de un grupo, como solistas, como productores, como arreglistas–, aún sientan la necesidad de retarse a sí mismos y traten de realizar algo diferente a todo lo que han hecho con anterioridad. Brian Eno es uno de ellos..., si no es que el único.
  El multiinstrumentista y compositor nacido en Suffolk, Inglaterra, en 1948 (acaba de cumplir 68 años el pasado 15 de mayo), decidió cambiar todos sus paradigmas y buscar la creación de algo nuevo, de algo que antes jamás había intentado. El resultado de esta determinación es el flamante álbum The Ship (Warp Records, 2016).
  “Quise hacer un disco de canciones que no estuviesen basadas en las estructuras rítmicas y armónicas tradicionales, sino que dieran la suficiente libertad a las voces cantadas para flotar por encima de la música y gozar de su propio tiempo y su propio espacio, como partes independientes de un paisaje”, explicó hace poco el antiguo integrante de Roxy Music. Para ello, compuso cuatro canciones, dos de ellas muy largas, que fluyen como él lo pretendió, a lo largo de casi cincuenta minutos.
  La idea conceptual y temática del disco proviene de mucho tiempo atrás y nació cuando Eno trabajo como productor de su amigo, el percusionista Gavin Bryars, en el disco Sinking of the Titanic, de 1977. De ahí se le quedó en la mente la historia de aquel malogrado trasatlántico y le llevó casi cuarenta años hacer algo con ella.
  El de Bryars era un disco de música folk y lo que ha hecho ahora Eno nada tiene que ver con ello. De hecho, la idea de este nuevo trabajo lo ha llevado de regreso al ambient, algo en lo que no incursionaba desde su excelente álbum Lux de 2012.
  The Ship está dividido en dos partes. El track homónimo, de 21 minutos de duración (una reflexión minimalista sobre el hundimiento del Titanic), y la composición “Fickle Sun”, de 26 minutos, dividida en tres partes (o tres canciones).
  “The Ship” es una composición autocontenida, misteriosa, fascinantemente monótona e hipnótica, apoyada en el uso de sintetizadores y sampleos que nos van metiendo poco a poco en una atmósfera neblinosa y nocturnal, necesariamente oscura. Eno incorpora su voz, intencionalmente grave (muy grave, con tonos bajísimos), cuando la pieza lleva ya seis minutos, y lo hace sobre dos acordes que se repiten ad infinitum (“The Ship was from the willing land / The waves about it roll / and as a glow by powder band / We lift, we loot, we haul”) al tiempo que va añadiendo, con elegancia y discreción, diversos sonidos que incluyen desde cuerdas sintetizadas hasta voces fantasmales tomadas de viejas transmisiones radiofónicas y desde una segunda voz femenina hasta un coro de sirenas interpretado por el grupo vocal femenino The Elgin Marvels. La pieza sumerge al escucha en el uniforme avanzar del gran trasatlántico, su paso por las olas, su lento transcurrir oceánico y su trágico final, todo sin alteraciones, manteniendo siempre una uniformidad sonora que vuelve tan desesperante como fascinante, tan angustiante como cautivadora, la historia del naufragio. Eno nos sitúa en ese ambiente marino y helado, nos hunde auditiva y casi literalmente en las aguas del Atlántico Norte, nos hace sentir como si fuésemos una de las víctimas del naufragio y escucháramos desde el fondo del océano todos esos sonidos inquietantes.
  Por lo que toca a “Fickle Sun”, con una primera parte de 18 minutos de duración, estamos ante una obra más siniestra y tensa aún, oscura, muy emparentada con el gótico y la música doom. Aquí también, Brian Eno canta, pero lo hace con menos monotonía y más intención dramática, mientras que lo ambient nos rodea y borda incluso las orillas del rock progresivo, como escuchamos en la primera parte del tema, con algunos acordes pesadísimos, cercanos a lo orquestal, y que aparentan el golpeteo de grandes láminas metálicas, mientras un órgano tétrico mantiene un larguísimo continuo o esas voces que parecen provenir de un negro y profundo más allá. En una segunda y breve sección, con el subtítulo “The Hour Is Thin”, el actor Peter Serafinowicz lee un relato poético, acompañado por un piano solitario, mientras que en la tercera Eno retoma con enorme respeto un hermoso y triste tema escrito por Lou Reed para el álbum The Velvet Underground, editado en 1969: “I’m Set Free”. El ambient se desvanece y da pie a una melodía de rock pop con tintes folkies y con una instrumentación que incluye teclados, violín, viola, guitarra y batería. Las armonías vocales son de una hermosura conmovedora y dan al disco una conclusión esperanzadora que contrasta con su dramático inicio.
   Vaya manera que eligió Brian Eno para celebrar sus 68 años de vida, con una obra impresionante y majestuosa.

(Publicado hoy en "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

miércoles, 1 de junio de 2016

Blues de verano (o sobre el eclecticismo musical de los millenials)


¿Qué tan importante es la historia de la música y en especial del rock? ¿No basta con disfrutarla sin más? ¿No es suficiente con escucharla y, en todo caso, saber quién la interpreta y ya? ¿Por qué demonios tenemos qué saber que determinada canción o cierto disco forman parte del historial de un grupo o solista, que este o aquel pertenecen a determinado movimiento, el cual se deriva de otros movimientos que pertenecen a un género equis? ¿Es útil saberlo? ¿Para qué? ¿En qué me puede enriquecer eso si lo que me importa es oír mis piezas favoritas sin el menor contexto, sin tener que llevarlas al aburrido campo de la historia, así se trate de la historia del rock?
  De ese modo parecen reflexionar cada vez más las nuevas generaciones de escuchas, a quienes el uso de la música por medios digitales se ha encargado de descontextualizar de tal modo que lo mismo les da poner una balada pop seguida de un hip-hop, para de ahí saltar a una cumbia y terminar con algo de post-punk. Por supuesto, sin saber cosa alguna de cada género y prácticamente sin distinguirlos entre sí, al fin que "todo es música".
  ¿Es esta manera, tan millenial, de oír la música algo bueno o algo malo? No lo sé a ciencia cierta, aunque para mí, un tipo nacido en la década de los cincuenta del siglo pasado, con una forma de escuchar discos tan distinta a como se escuchan hoy, resulte muy desconcertante y, sí, lamentable.
  Hace unas semanas, mi querido amigo (mío y de esta casa editorial) Juan Carlos Hidalgo me pasaba por inbox diversos videos de YouTube con distintas agrupaciones de diferentes partes del mundo. Sé que lo hacía con la mejor de las intenciones, como para romper mi cerrazón ante ciertos tipos de música, pero no lo logró y al final desistió. Me puso, por ejemplo, a un grupo llamado Las Chamanas como la gran novedad y le dije que me resultaba de flojerita. “Suena todo sufrido, con ese sonido a lo Pasteles Verdes o los Temerarios, sin una pizca, así sea mínima, de rock”, le escribí. Insistió con una banda proveniente de Dinamarca, llamada Giant Giant Sand, que canta un tema llamado “Cariñito” (?). ¿Daneses que tocan ska andino al estilo de la Tigresa de Oriente? ¡Bueeeeno...!
  Como no daba mi brazo a torcer, el buen Juan Carlos me mandó videos de un inenarrable grupo de garage peruano (Los Saicos) y otro en el que un quinteto quizá gringo (Chicha Libre) destroza “Guns of Brixton” de The Clash al convertirlo ¡en una cumbia! Como intento final, me pasó tres videíllos de una terrible agrupación mexicana llamada (of all names) Pellejos. Le contesté: “Los videos son espantosos, la voz horrenda, la letra muy malita”. No sé por qué mi estimado cuate pensó que alguna de aquellas propuestas me gustaría, pero aunque le expresé mi admiración por su vocación de arqueólogo y sociólogo de la música, tuve que decirle que no me podía imaginar a mí mismo escuchando un disco o presenciando un concierto de cualquiera de esas cosas.
  Pero regreso a mi planeamiento inicial. ¿Podemos prescindir de la historia de la música en general y del rock en particular? De poder, sí podemos. Sin embargo, creo que al conocer el surgimiento y desarrollo de los muchos géneros y subgéneros musicales y al ubicarlos en sus contextos históricos, podremos enriquecer nuestra visión (y nuestra audición) de ellos. Aislar a la música, enajenarla, descontextualizarla, decretar el fin de su historia (Francis Fukuyama dixit) es una mala idea. El arte y la cultura siguen siendo valiosos, a pesar de los tiempos que vivimos. De este summertime blues.
 
PD aclaratoria: Juan Carlos Hidalgo no es ni por asomo un millenial o alguien que reniegue de la historia de la música. No obstante, la divertida y curiosa selección de videos que me hizo llegar fue un buen motivo para escribir mi columna de este mes.

(Texto publicado este mes en mi columna "Bajo presupuesto" de la revista Marvin)