sábado, 28 de mayo de 2016

The Doors


La contradicción es el signo de los Doors, el grupo que representó la ruptura con las ideas de armonía, amor y paz que imperaban en la llamada década dorada, los sesenta, el utópico decenio de la revolución cultural, el antibelicismo, la psicodelia, el uso abierto e ilusorio de drogas, el amor libre, la crítica a lo establecido. Con la poderosa figura de Jim Morrison al frente -y el ineviable lugar común de llamarlo el Rey Lagarto- y tres músicos de primer nivel como base -Ray Manzarek en los teclados, Robbie Krieger en la guitarra y John Densmore en la batería-, los Doors consiguieron en escasos cuatro años convulsionar al mundo del rock y lograr que su música se distinguiera de la del resto de las agrupaciones de aquel tiempo, incluso de las más aparentemente densas y vanguardistas.
  Con sólo seis discos grabados en estudio, la formación original tuvo un inicio fuera de serie con un álbum prácticamente perfecto. Por desgracia, los conflictos internos y, muy en especial, la personalidad depresiva y adictiva de Morrison condujeron a que poco a poco el cuarteto entrara en un tobogán y que al final la caída en picada fuera inevitable. Con todo, durante el lapso de poco menos de un lustro en el cual la vela duró encendida, hubo instantes de genio y sensibilidad, momentos de arte y creación que hicieron que, a final de cuentas, todo el desgaste, todas las tensiones, todos los resquemores e incluso todas las tragedias, valieran la pena,
  Jim Morrison es hoy día, a más de treinta años de su muerte, uno de los iconos indiscutibles de los sesenta y del siglo XX todo. Al lado de la del Che Guevara, la imagen de su rostro, con la mirada desafiante y la cabellera ondulada flotando al viento, es inconfundible y amada en todos los sectores económicos, sociales y culturales del mundo. En nuestro país, Morrison sigue siendo un ídolo de multitudes que ha trascendido ya a verias generaciones. ¿Quién piensa en sus defectos, quién se acuerda de sus errores (quién se acuerda igualmente de los defectos y los errores del propio Che?). El tiempo que todo lo borra hace que las cosas malas se desvanezcan y sólo quede el buen recuerdo de ciertos personajes. Morrison es uno de ellos y sobrevivirá a la posteridad.

(Prólogo que escribí para el Especial de La Mosca en la Pared No. 3, publicado en septiembre de 2003)

martes, 17 de mayo de 2016

Radiohead y su alberca en forma de luna


Desde hace cerca de veinte años, vengo sosteniendo que en el rock ya es imposible crear algo nuevo y que el último sonido realmente original fue el de Radiohead en su álbum Ok Computer de 1997. A partir de ahí, todo lo que se ha creado suena a algo que ya existió, a algo déjà ecouté. Inventar el hilo negro, al menos en este género, resulta, a mi modo de ver, una utopía.
  Esto se aplica, por supuesto, al propio Radiohead, el cual con todo y la alta calidad de su disco inmediatamente posterior, el Kid A de 2000, empezó a repetirse y a hacer una música que iba de lo pretensioso a lo tedioso. Así pasaron obras como Amnesiac (2001), Hail to the Thief (2003), In Rainbows (2007) y The King of Limbs (2011), entre otras, que sólo entusiasmaron a los seguidores más o menos aferrados del quinteto originario de Oxford, Inglaterra.
  Profusa y confusamente anunciado con bastante antelación, llega ahora A Moon Shaped Pool (XL, 2016), su noveno opus en estudio, un trabajo que sin alcanzar las alturas artísticas de Ok Computer y Kid A (y tal vez incluso del The Bends de 1995), sí consigue recuperar lo mejor del grupo y regresarlo a una esencia quizá menos experimental, pero más cálida, entrañable y hasta humana, lo cual es de agradecer.
  Thom Yorke, Jonny Greenwood y compañía han conseguido juntar once composiciones más o menos antiguas, pero que nunca habían grabado en un disco, y hacerlas sonar como si fuesen nuevas. El logro es tan bueno que a pesar de que los temas fueron ordenados por orden alfabético, suenan perfectamente conjuntados.
  Hay asimismo una mayor variedad sonora, dado el uso de instrumentos como las guitarras acústicas que ayudan a suavizar el empleo de instrumentaciones electrónicas. Por otro lado, la voz de Yorke no flota tanto y se ajusta más a las armonías instrumentales.
  De esta oncena de piezas, destacan “Decks Dark”, “Desert Island Dirt”, “Glass Eyes” y “Full Stop”. También es notable el arreglo a un tema de 1995 que suelen incluir en sus conciertos y jamás había sido grabado en estudio: “True Love Waits”.
  Un disco excelente, un bienvenido regreso de Radiohead.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio", en la sección ¡hey! de Milenio Diario)

miércoles, 4 de mayo de 2016

Cinco discos fundamentales de Bob Dylan



The Freewheelin’ Bob Dylan (1963)
El paso gigantesco que dio Dylan de su primero a éste, su segundo disco, en tan sólo un año, es sorprendente. The Freewheelin’... es una pequeña obra maestra, con composiciones excelentes, un disco de folk que iba más allá del folk sin abandonar al folk. El Bob Dylan rocanrolero aún no estaba presente, pero por debajo del agua prometía surgir en cualquier momento. He aquí a un joven creador de escasos veintidós años, capaz de crear melodías sencillas, enmarcadas por armonías repetitivas pero absolutamente novedosas. Sin embargo, eso no era tan importante como la calidad y profundidad de sus letras, imbuidas de las inquietudes sociales de la época, pero construidas por medio de una vena poética hasta entonces inédita. De ahí temas esplendorosos como los inmortales “Blowin’ in the Wind” y “A Hard Rain’s A-Gonna Fall” o bellezas como “Girl from the North Country” y “Don’t Think Twice Is Alright”. Un disco pasmoso.


Bringing It All Back Home (1965)
La primera obra maestra de Bob Dylan. Se trata del paso lógico después del Another Side de 1964, un paso hacia una mayor amplitud de miras, un paso que lo acercaba cada vez más al rock y lo alejaba del folk ortodoxo. Es el álbum que de muchas maneras replanteó las reglas para escribir rock. El plato se divide en dos partes perfectamente delimitadas. La primera es rocanrolera y con instrumentos eléctricos y contiene temas explosivos como las sensacionales “Subterranean Homesick Blues” y “Maggie’s Farm” y canciones de amor de gran hermosura como “She Belongs to Me” y “Love Minus Zero/No Limit”. La segunda parte, en cambio, es muy folk, pero las letras ya no eran las mismas de la época militante del cantautor. Las cuatro canciones de ese lado B son extraordinarias, verdaderos clásicos, pero el formato y el contenido muy poco tenían que ver con la influencia de Woodie Guthrie. Piezas como “Mr. Tambourine Man”, “Gates of Eden”, “It's Alright, Ma (I'm Only Bleeding)” e “It's All Over Now, Baby Blue” demostraban que, en efecto, los tiempos para Dylan estaban cambiando… y en la mejor de las formas.

Highway 61 Revisited (1965)
Bringing It All Back Home forma parte de la trilogía de álbumes más trascendentales de la discografía dylaniana, trilogía que continúa con este Highway 61 Revisited, trabajo que termina de consolidar el movimiento hacia el rock que el músico había emprendido y lo hace con una perfección asombrosa. Para muchos la obra cumbre del músico, esta “revisitación” a la autopista 61 es un disco extraordinario de principio a fin. Ocho cortes a cual más de bueno (desde “Tombstone Blues” hasta “Desolation Row”, pasando por “It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry” y “From a Buick 6”, “Ballad of a Thin Man”, “Queen Jane Approximately”, “Highway 61 Revisited”, “Just Like Tom Thumb’s Blues” y un corte que revolucionó la manera de escribir canciones en la música popular, la absolutamente genial “Like a Rolling Stone”.

Blonde on Blonde (1966)
Tercera y última parte de la gran trilogía dylaniana, Blonde on Blonde fue uno de los primeros álbumes dobles de la historia del rock. Estamos frente a una cumbre del arte musical del siglo veinte. Tal vez lo que hace diferente a Blonde on Blonde sea más que nada la finura de su sonido. Si Michael Bloomfield había dado al disco anterior su estilo secamente bluesero de tocar la guitarra, ahora Robbie Robertson ponía todo su talento guitarrístico al servicio de una grabación perfectamente producida, con enormes temas y un sorprendente sentido de la totalidad. Blues, folk, country, rock se fusionan de manera exacta y perfecta a lo largo de las catorce composiciones que conforman el doble vinil. No hay una sola pieza floja. Blonde on Blonde empieza triunfalmente con “Rainy Day Women #12 & 35” y prosigue por la misma senda, con temas fenomenales como “Pledging My Time”, “Visions of Johanna”, “Leopard-Skin Pill-Box Hat”, “Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Again”, “Most Likely You Go Your Way (And I'll Go Mine)” y esas maravillas que son “Absolutely Sweet Marie”, “I Want You” y “Just Like a Woman”. Un trabajo superior.


Blood on the Tracks (1975)
El disco del divorcio. El disco del dolor que provoca una separación amorosa. El disco en el cual Bob Dylan se enredó en la tristeza. El músico respira por la herida en este álbum lleno de pasión, entraña, dulzura, nostalgia, melancolía. Blood on the Tracks es un trabajo fuera de serie. Musicalmente se trata de una obra tranquila, semiacústica, llena de paz. Son las letras las que nos hablan de un corazón herido, lastimado, aunque finalmente esperanzado. Pero no lo hacen de manera abierta y explícita. La poesía de Dylan, sus metáforas muchas veces alegóricas e incluso herméticas están presentes para que el dolor no sea tan evidente y lo descubramos entre los desangrados tracks del disco. Todas las canciones son hermosas y conmovedoras, pero hay algunas que brillan aún más, como “Tangled Up in Blue” que abre el álbum o “Simple Twist of Fate”, “Idiot Wind”, “Meet Me in the Morning” y la inconmensurable “Shelter from the Storm”. Como dijo un reseñista norteamericano acerca de Blood on the Tracks: “Dylan hizo álbumes más influyentes que éste, pero nunca hizo uno mejor”.

(Publicado este mes en mi columna "Gato encerrado" del periódico El Vigía, de Ensenada, Baja California).

martes, 3 de mayo de 2016

Roqueros ayotzis


A lo largo de los años, en especial a partir de la década de los ochenta de la pasada centuria, muchos músicos inscritos en eso que se sigue llamando rock mexicano se han vuelto politizados o al menos han adoptado la postura (a veces legítima o veces falsísima) de serlo.
  Esto se hizo muy notorio cuando en 1994 surgió el EZLN y varios roqueros nacionales se convirtieron en neozapatistas y fans fatales del Sup Marcos (hoy casi olvidado, salvo por uno que otro nostálgico del chairismo tardío). Ahí andaban grupos como La Maldita Vecindad (a quienes nunca les creí mucho) y Santa Sabina (a quienes, sobre todo gracias a Rita Guerrero, les creí todo).
  Estos roqueros mexicanos –más de consigna que de ideología y más de pose políticamente correcta que de reflexión verdadera– fueron luego abrazando otras causas, algunas tan artificiosas como las de “Si no votas cállate”, el movimiento #yosoy132 o los supuestos fraudes electorales de 2006 y 2012.
  Lo de hoy es, sobra decirlo, el asunto de Ayotzinapa y los 43 normalistas desaparecidos que, por desgracia, se ha convertido en un oportunista botín político que muchos músicos nacionales, músicos ayotzis, utilizan en su provecho para dárselas de solidarios, al tiempo que llevan agua a su molino y logran el aplauso fácil y la adhesión de la gran masa progre.
  Observo a bastantes roquerines mexicanos que aprovechan esta tragedia para autopromoverse. De ese modo, durante sus presentaciones gritan consignas que ya son lugar común, proyectan como escenografía las imágenes de los infortunados estudiantes sacrificados y se hacen aplaudir por una fanaticada que suele dárselas de crítica y resulta muy fácilmente manipulable.
  Este pose de la falsa solidaridad con las “buenas causas” es acompañada por insultos al gobierno, con la seguridad de que nadie los va a molestar y mucho menos a reprimir. Se trata de una veta muy redituable, incluso para la venta de discos y mercancías varias, además de que ganan prestigio como “músicos comprometidos”, aunque ese compromiso sea más con sus cuentas bancarias que con las causas que dicen defender. Todo un circo.

(Publicado hoy en mim columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario).

lunes, 2 de mayo de 2016

Queen y su "Jazz" de 1978


Jazz (1978) es a mi modo de ver un disco injustamente menospreciado. ¿Que es una obra irregular? Lo es, sí, pero son más sus virtudes que sus falencias. Cierto que iniciar el álbum con una pieza tan poco afortunada como la muy naïve “Mustapha” no fue la mejor elección. Sin embargo, hay a lo largo del plato una buena cantidad de buenos temas, empezando por el fenomenal “Fat Bottomed Girls” y su rocanrolerísima esencia y terminando con el estrambótico y misterioso “More of that Jazz”. Pero en medio de esto existe cuando menos un excelente sexteto de canciones. Óiganse si no la preciosa “Jealousy”, la chispeante y festiva “Bicycle Race”, la cuando menos graciosa (y muy comercial) “Don't Stop Me Now”, la furiosa y frenética “Dead on Time”, la cálida e inspirada “In Only Seven Days” y la maravillosamente nostálgica y discreta, muy music hall, “Dreamer's Ball”. 
  Lejos de ser un álbum conceptual, Jazz cumple como una mera colección de buenas canciones y ese es su mérito principal. Por cierto, en todo el disco no hay un solo jazz.

domingo, 1 de mayo de 2016

PJ Harvey: el poema, la foto y la canción


Luego de su estupendo álbum Let England Shake de 2012, PJ Harvey regresa con un dos proyectos: uno poético y otro musical, uno en forma de libro y el otro en un nuevo disco que de alguna manera prosigue y profundiza lo que planteó en su trabajo anterior, sobre todo en la temática letrística, muy enfocada en la crítica histórica, política y social.
  The Hope Six Demolition Project es un plato estupendo, una grabación conceptual que sorprende por su profunda intensidad y su inteligencia. Si en Let England Shake Harvey relacionó los horrores de la Primer Guerra Mundial con los de los primeros años del siglo XXI, en esta ocasión se concentra en lo que ha sucedido en Kosovo y Afganistán, para lo cual, paralelo al disco, ha publicado un libro de poemas y fotografías. El hueco de la mano (editado en español por Sexto Piso), en coautoría con el fotógrafo de guerra irlandés Seamus Murphy, es una joya bibliográfica de muy hermosa manufactura y exquisita edición. Dividido en tres partes: Kosovo, Afganistán y Washingron D.C., el libro documenta gráficamente las ruinas en que quedaron los dos primeros lugares después de los largos, violentos y destructivos conflictos bélicos que padecieron, mientras que la sección dedicada a la capital estadounidense resulta relativamente más amable en lo visual. Las excelentes fotos sirven de acompañamiento a los poemas de PJ Harvey, quien lo mismo se muestra dolida y desgarrada que observa con cierta distancia algunos hechos y lugares.
  Un ejemplo, el poema “En un camino de tierra”, en Kosovo: “subimos la montaña / apagamos el motor / trepamos una barricada / y caminamos hacia la aldea / entre miles de ciruelas caídas / la pulpa, morada, negra / se abre paso a través de las pieles abiertas / oscureciendo el camino”. O este otro, llamado “Arrojando nada”, en el capítulo sobre Washington: “En el puesto de refrescos / cerca del Memorial a los Veteranos de Vietnam / un niño alza sus manos / como para dar de comer a los estorninos. / Pero no arroja nada; / es solamente para verlos saltar. / Tres largas notas suenan en una corneta / y un hombre con un mono de trabajo / llega para tirar la basura. / La arrastra hasta una escotilla de metal / que se abre al inframundo. / El timbre de una alarma chilla. / El niño alza sus manos vacías. / Los estorninos saltan”.
  Todos los poemas aparecen en español y en su versión original en inglés.
  Por lo que respecta al disco, The Hope Six Demolition Project (Vagrant, 2016), presenta once composiciones de la Harvey, con música de primera calidad y letras en su mayoría plenas de crítica sociopolítica. Como PJ quiso ser muy abierta y transparente, grabó el álbum en un estudio con una pared de cristal de una sola vista (ella y su equipo de trabajo no podían ver a quienes los veían), en la Somerset House de Londres, para que la gente pudiera observarla trabajar.
  Once son los cortes de este larga duración que en su favor tiene, además, la variedad estilística de cada uno de los temas. Con una producción rasposa y simple, la autora recurre al rock lo mismo que al blues, el jazz, el gospel y grabaciones de campo que recogió precisamente en Kosovo, Afganistán y Washington.
  Hay piezas notables, como la intensa y sorda “Chain of Keys”, que en algo recuerda el estilo del desaparecido grupo Morphine, con ese sax persistente y grave, aunado a las secas percusiones, o “River Anacostia”, con sus ecos de cantos espirituales y reminiscencias del blues de los esclavos de los campos algodoneros y su clara referencia a la clásica “Wade on the Water”. Hay también temas claramente políticos, como “Near the Memorials to Vietnam and Lincoln” y “The Ministry of Social Affairs”.
  Mención especial merecen la intensísima “The Wheel” y la tremenda “Dollar, Dollar”, en la que narra la frustración que sintió cuando el vehículo en que iba arrancó, antes de poder darle una moneda a un niño afgano que se la solicitaba angustiado y hambriento. Mientras tanto, en la rítmica y contagiosa “A Line in the Sand” canta “Hay cosas que hicimos mal / pero creo que algunas las hicimos bien”, aunque en la implacable “The Ministry of Defence” denuncia la destrucción de aldeas y ciudades (¿en Kosovo, en Afganistán?) cuando afirma “Este es el ministro de Defensa / escaleras y muros es todo lo que dejó en pie”, en tanto la música marcial remite en los coros al David Bowie de Scary Monsters.
  Dejo por último el corte abridor, “The Community of Hope”, el más abiertamente rocanrolero de todos (algo de Patti Smith hay en él) y en el que habla con irónica amargura sobre la destrucción de un barrio de la ciudad de Washington para instalar en él un centro comercial (“They’re gonna put a Wallmart here”, repite con tristeza al final de la canción).
  Gran libro, gran disco. La gran PJ Harvey.

(Publicado hoy en El ángel exterminador" de Milenio Diario)