lunes, 31 de agosto de 2015

El primer disco de los Doors


Para Mag.

Pocos grupos en la historia del rock (quizá sólo The Jimi Hendrix Experience) han tenido un primer disco tan extraordinario como éste. Si en 1967 el Sgt. Pepper Lonely’s Hearts Club Band de los Beatles era la cumbre del arte luminoso, The Doors fue, ese mismo año, la cumbre de la oscuridad y la desesperanza. Álbum sui generis, su música y sus letras no se parecen en absoluto a cosa alguna que se hubiera hecho hasta entonces y, salvo posibles imitaciones, siguen siendo únicas. No era que el cuarteto angelino hubiese inventado el hilo negro, tan sólo supo fusionar en un estilo singularísimo el rock sicodélico con el blues, el jazz, la música de cabaret y la música clásica, todo ello aderezado con una poesía novedosa y peculiar. Hipnótico y seductor, provocativo y sensual, el estilo de los Doors debe mucho a las letras de Jim Morrison, pero también a la versatilidad de la guitarra de Robby Krieger, al extraordinario órgano (y al bajo tecleado) de Ray Manzarek y a la batería elegantemente precisa de John Densmore. Todo ello queda reflejado en The Doors (Elektra, 1967) de un modo que raya en la perfección. No hay aquí un solo tema débil. Cada canción es una pequeña joya, desde la inicial “Break on Through (To the Other Side)”, con su introducción jazzera, su hoy inconfundible riff de bajo y la voz morrisoniana cantando: “Sabes que el día destruye a la noche / La noche divide al día / Trata de correr / Trata de esconderte / Pásate de golpe al otro lado” o “”Encontré una isla en tus brazos / Un país en tus ojos / Brazos que encadenan / Ojos que mienten / Pásate de golpe al otro lado”. Una canción de amor-odio que es como un manifiesto de lo que Morrison y compañía se traían entre manos, de lo que el grupo representaría en adelante. “Light My Fire”, la pieza que volvió instantánea y mundialmente famosos a los Doors, es otra obra de arte. Escrita por Manzarek, “Enciende mi fuego” (como se conoció en español) es un hito histórico. La introducción del órgano es hoy parte del inconsciente colectivo y la sugerente voz de quien más adelante sería conocido como el Rey Lagarto alcanza niveles de erotismo casi explícito y hasta ese instante nunca visto, mientras los largos solos de Manzarek y Krieger constituyen una invitación al getting high de las jam sessions. Por último, el corte concluyente, “The End”, es una larga prédica trágica de once minutos y medio, un desgarrado y tenso lamento edípico, un himno anticlimático y estremecedor que hiela la sangre por su crudeza y su violencia. Sin embargo, el resto del material es igualmente bueno y sin fisuras -sólo escúchense maravillas como “The Crystal Ship”, “Soul Kitchen” o “Take It As It Comes” (estas dos con sus respectivos mensajes: “aprende a olvidar” y “tómalo como viene”) o los covers de “Backdoor Man” de Willie Dixon y “Alabama Song (Whiskey Bar)” de Bertolt Brecht y Kurt Weill-, una colección memorable de canciones que a casi medio siglo de distancia sigue sonando extraordinariamente actual.

(Reseña que publiqué en el No. 3 de los Especiales de la Mosca, en septiembre de 2003)

miércoles, 26 de agosto de 2015

Nevermind (1991)

¿Sabían Kurt Cobain, Krist Novoselic y Dave Grohl que su segundo álbum habría de revolucionar el mundo de la música, al irrumpir con fuerza brutal y sacudir el anquilosamiento discográfico de principios de los noventa, para provocar el surgimiento de lo que se conocería como rock alternativo? Lo más seguro es que no. Sin embargo, estos tres músicos pusieron y propusieron todos los ingredientes para que así fuera. El arribo de Grohl a la batería resultó fundamental. Con su poderío sobrehumano y su precisión técnica, dio al grupo la base rítmica perfecta para que las composiciones de Nevermind -todas ellas, sin excepción- resultaran joyas musicalmente impecables. Pero no sólo fue eso. El disco es un reflejo exacto de la angustia existencial de la juventud de aquella época, sumergida en la desesperanza, la falta de oportunidades, el consumismo y la adicción a las drogas. Desde la inicial “Smells Like Teen Spirit” que a pesar de la ironía de su título se convirtió en un himno automático de los jóvenes de todo el planeta, Nevermind es una colección de doce composiciones de impecable estructura, con todos los elementos clásicos de la canción popular, pero sin una intención comercial preestablecida. Otro elemento básico está en la producción de Butch Vig, quien supo explotar los talentos del trío y construir un edificio sin fisuras, aunque bien iluminado y aireado (y airado también, por supuesto). Difícil resulta destacar alguno de los cortes, dado el nivel de cada uno. ¿Cómo decir que “In Bloom” es mejor que “On a Plain”, que “Come As You Are” supera a “Breed” o que “Polly” deja atrás a “Something in the Way”. Imposible. Sería altamente injusto. Disco catártico y salvaje pero armónico y melodioso, sus contradicciones lejos de oponerse, se complementan de manera magistral. Testimonio de un momento histórico, Nevermind es el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de los noventa y no hay exageración al afirmarlo. Se trata de una obra maestra, revolucionaria, que combina los mejores componentes del rock y del pop y que posee una actitud rebelde y anticonvencional que ha trascendido con el tiempo, hasta alcanzar una estatura mítica. Y aunque visto sin apasionamientos podría ser algo tan simple como un gran disco de punk, la verdad es que el arte implícito y explícito que hay en él lo convierte, a todas luces, en un hito para la posteridad.

(Reseña publicada en el Especial de La Mosca No. 1, dedicado a Nirvana, en mayo de 2003)

martes, 11 de agosto de 2015

Donovan redivivo

Desde la primera vez que lo escuché, con su hermoso disco Tigermilk de 1996, Belle & Sebastian me pareció una especie de continuación de la obra de ese gran trovador británico, hoy casi olvidado, que es Donovan Leitch (sí, el mismo Donovan de “Sunshine Superman”, “Jeniffer Juniper”, “Barabajagal”, “Cosmic Wheels”, “Atlantis” y tantas otras maravillas). Ambos son escoceses, ambos tienen un gusto exquisito y ambos son capaces de crear melodías de una belleza arrobadora. Por si fuera poco, Stuart Murdoch, líder y compositor de Belle and Sebastian, posee una voz casi idéntica a la de Donovan, lo cual no deja de ser sorprendente.
  Este proyecto, surgido en Glasgow a mediados de los años noventa, posee una rica discografía, cuya novena muestra es el álbum Girls in Peacetime Want to Dance (Matador, 2015). Se trata de una obra tan llena de riqueza musical como las ocho anteriores (recomiendo muy especialmente If You’re Feeling Sinister de 1996, The Boy with the Arab Strap de 1998 y The Life Pursuit de 2006), pero con una ligera variante que la distingue de todas sus antecesoras y que muy seguramente se debe al trabajo como productor, por primera vez con el grupo, de Ben H. Allen, quien ha trabajado con Animal Collective y Washed Out, entre otros.
  Esta vez, Belle and Sebastian no apuestan sólo por su clásico rock pop de hondas raíces folkies, sino que incorporan elementos de la música dance y la electrónica, lo que da como resultado una colección de piezas muy interesantes y en verdad brillantes. Girls in Peacetime Want to Dance recorre todo un mundo de ritmos y sonoridades y lo refleja en piezas tan finas como “Nobody’s Empire”, “The Cat with the Cream”, “The Everlasting Muse”, “Ever Had a Little Faith?” o la sublime “Play for Today” que cuenta con la hermosa voz invitada de Dee Dee Penny de las Dum Dum Girls.
  Irónico, alegre, sutil, luminoso, el nuevo disco de Belle and Sebastian (quienes a fines de este mes se presentan en el DF) los confirma como una de las propuestas más inteligentes e interesantes de los años más recientes.

(Publicado en Milenio Diario)

lunes, 3 de agosto de 2015

Los globos atmosféricos de Moebius

Difícil habría sido pensar, por allá de 1959, que aquel adolescente suizo de quince años que idolatraba las canciones de Chuck Berry terminaría siendo compositor y ejecutante de una música completamente alejada del primigenio rock n’ roll del creador de “Maybelline” y “Johnny B. Good” y que en lugar de elegir a la guitarra eléctrica como su instrumento, se inclinara por los primeros sintetizadores que surgieron en la segunda mitad de la década de los sesenta del siglo veinte.
  No sólo eso: Dieter Moebius sería considerado con el tiempo como el padre de un subgénero musical basado en el uso de instrumentaciones electrónicas y ritmos secos, surgido una década después (of all places) en la Alemania de la posguerra y de la guerra fría.
  Padre (o si usted prefiere pionero) del krautrock, Moebius fue un personaje importantísimo, fundamental para la historia de la música alemana de la centuria pasada y de la historia del rock en general.
  Dieter Moebius nació en San Galo, Suiza, el 16 de enero de 1944. De joven emigró a Bruselas, Bélgica, para estudiar arte y en 1968 se trasladó a la zona occidental de Berlín, Alemania, para estudiar en la Akademie Grafik y para llevar a cabo sus primeros estudios e incursiones como intérprete y compositor de música experimental basada en la electrónica. Para sostenerse, trabajaba como cocinero en un restaurante de la ciudad.
  Un año más tarde, conoció a Hans-Joachim Roedelius y Conrad Schnitzler y se unió a ellos para conformar el trío de ambient-electrónico Kluster, con el que grabaría el disco Klopfseichen (1970), que dos años más tarde, al abandonarlo Schnitzler, cambiaría la letra inicial de su nombre para llamarse Cluster. La música que hacía el ahora dueto resultaba difícil de digerir para el escucha común, pues no hacía coqueteos con el rock –y mucho menos con el pop–, por lo que no logró la aceptación que sí tuvieron agrupaciones similares como Can, Neu! o, por supuesto, Bauhaus. Lo de Moebius y Rodelius fue desde sus inicios una propuesta en extremo vanguardista, dirigido a un público minoritario y selecto, y en esto tuvo mucho que ver su productor, Conrad Plank, quien los llevó a la composición muy estructurada de largos y densos pasajes atmosféricos.
  En su excelente libro Krautrocksampler, Julian Cope definió la música de Cluster como “globos atmosféricos de sonido”, lo cual no deja de ser tan abstracto como el propio estilo del dueto. Es necesario escuchar discos como Cluster II (1972), Zuckerzite (1974) o Sowiesoso (1976) para que dicha definición pueda quedar un poco más clara y definida.
  Moebius y Roedelius trabajaban muy bien juntos y lo hicieron a lo largo de muchos años. No obstante, en ocasiones gustaban de colaborar con otros músicos. Es el caso de Michael Rother, integrante de Neu!, con quien se presentaban como Harmonia, otro proyecto muy importante dentro del krautrock, creador de álbumes como Musik from Harmonia (1973) y Deluxe (1975),
  Nada tiene de extraño que, un poco más tarde, también Brian Eno los buscara. Esto sucedió en 1976, cuando el ex integrante de Roxy Music y ya para entonces un músico experimental reconocido en todo el mundo trabajara con ellos en la ciudad de Forst, donde Cluster tenía su búnker, antes de dirigirse a Berlín para colaborar en la famosa y hermética triada discográfica alemana de David Bowie, conformada por los álbumes Low (1977), Heroes (1977) y Lodger (1979). En ellos, pero sobre todo en el primero, resalta la influencia de la música que creaba la mancuerna Moebius-Roedelius. De hecho, en ese mismo tiempo y de manera simultánea, Eno volvió a trabajar con el dueto para producir los larga duración Cluster and Eno (1977) y After the Heat (1979).
  Ya para principios de los años ochenta, cada uno de  los músicos (es decir, Moebius y Roedelius) comenzó a trabajar por su lado y aunque Cluster no sería disuelto oficialmente hasta 2010, a partir de entonces colaboraron muy poco juntos.
  Moebius tendría aún más de tres décadas de intensa labor musical prolífica e innovativa. Trabajos como Material (1981), Strange Music (1982), Double Cut (1983), Tonspuren (1983, considerado por muchos especialistas como el primer disco de techno), En Route (1986), Blotch (1999), Kram (2009), Another Other Places (2014) o su postrer Nidemonex (2014) así lo demuestran.
  Dieter Moebius falleció el pasado 20 de julio, a la edad de 71 años. Hasta el momento se desconocen las causas de su deceso, pero queda claro que se trata de una gran pérdida para el krautrock, para el techno (que él prefiguró), para el rock y para la música contemporánea toda.

(Publicado hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)