jueves, 25 de febrero de 2016

Un disco de kontroversia


The Kink Kontroversy (1965) es el primer álbum fuerte de los Kinks. Con una producción más pulida pero sobre todo con un Ray Davies más agudo, capaz de crear varios temas de enorme calidad y con ese sarcasmo que jamás lo abandonaría, y con un Dave Davies que se estrenaba como cantante (en el único cover del disco, el corte inicial “Milk Cow Blues”) y como compositor (con la muy digna “I Am Free”).
  Debo contar que The Kink Kontroversy fue el primer vinil de los Kinks -“four young men from England”, según se apunta en la contraportada del LP original- que tuve y que aún conservo, en una versión monoural que me trajo una prima de un viaje a los Estados Unidos por allá de 1969.
  El álbum es una maravilla del rock británico de mediados de los sesenta, con canciones tan soberbias como la rocanrolerísima “Gotta Get the First Plane Home”, la graciosa “When I See That Girl of Mine”, la muy kink y todo un clásico “Till the End of the Day” (con su riff a la “You Really Got Me”), la melancólica “The World Keeps Goin’ Round”, la también clasiquísima “Where Have All the Good Times Gone” y la blueserita “It’s Too Late”.
  Un disco estupendo.

(Reseña que escribí para el Especial de La Mosca en la Pared No. 43, publicado en octubre de 2007)

martes, 23 de febrero de 2016

Jack Garratt y el alma resucitada


Desde hace varios años, observo que lo que antes solía llamarse soul y rhythm and blues (R&B) fue sustituido por un extraño híbrido informe y popero al que se denomina con los mismos nombres, pero que poco o nada tiene que ver con lo que se hacía hace algunas décadas.
  Es decir, el soul de Aretha Franklin y Otis Redding, el de Smokey Robinson y Marvin Gaye, el de Wilson Pickett y Etta James, el de las disqueras Motown y, sobre todo, Stax, parece haberse ido en aras de un sonido edulcorado, pasteurizado. Rihanna, Beyoncé, Nicki Minaj y demás sucedáneos llegaron para extirpar el alma de la música negra y convertirla en un género poco apto para diabéticos debido al exceso de azúcar. Salvo grandes excepciones como Janelle Monáe, Erykah Badu, Lauryn Hill, Meshell Ndegeocello, TV on The Radio y los primeros discos de Alicia Keys, no encuentro ánima y sustancia en eso que persisten en llamar soul y R&B.
  Por eso, no deja de ser una muy grata sorpresa toparse de pronto con alguien como Jack Garratt (casi me sucedió lo mismo que cuando escuché el primer álbum de Joss Stone, blanca y británica ella, como Garratt).
  Phase (Island /Interscope, 2016) se titula el excelente disco debut de este joven inglés de escasos 24 años, quien ha logrado conjuntar la relativa frialdad mecánica de la electrónica con el cálido latir de la más profunda música soul. Para ello se vale de diversos rompimientos armónicos, de una sabia utilización de los beats del drum’n’bass, de un delicado sentido melódico y de un feelin’ vocal que remite lo mismo a los grandes intérpretes del soul que a algunos de los más destacados cantautores folks del Reino Unido, con el distintivo de su muy particular falseto.
  No hay desperdicio en Phase, las doce canciones que lo conforman (19 en la edición de lujo) mantienen un alto grado de creatividad y calidad artística y si acaso hubiera que destacar algunos cortes me iría por “Wheathered”, “I Know All What I Do”, “Surprise Yourself”, “Water” y la bellísima y final “My House Is Your Home”.
  Una gratísima sorpresa, un disco con alma de un músico con ángel.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

domingo, 21 de febrero de 2016

Cincuenta años de un rapidín


Aun cuando no logra los niveles de explosividad y crudeza de su antecesor, A Quick One (1966), el segundo opus de The Who es un buen trabajo, con temas que con el tiempo alcanzarían el estatus de clásicos.
  Curiosamente, hay aquí composiciones de los cuatro miembros del grupo –una idea quizá no del todo afortunada de sus manejadores en ese tiempo, Kit Lambert y Chris Stamp- y eso lo hace un tanto irregular.
  Lo mejor de A Quick One corre a cargo de un mórbido John Entwistle, con su híper célebre “Boris the Spider” y la estupenda “Whisky Man”, mientras que Pete Townshend contribuye con cuatro temas, destacando la popera “Run Run Run” y la pretenciosa mini ópera (que yo preferiría llamar suite) “A Quick One, While He’s Away” (un rapidín mientras él está lejos). De Roger Daltrey está la intrascendente “See My Way” (en la cual lo más destacado es el arreglo de Entwistle, corno incluido) y Keith Moon presenta una locura instrumental por demás divertida llamada “ Cobwebs and Strange”, cuyo curioso clip aparece en la cinta The Kids Are Alright.
  Este segundo álbum de The Who perdió un poco de la fuerza de My Generation en aras de una mayor búsqueda “artística”, algo muy comprensible en aquel 1966 en el que los Beatles sacaron Revolver e hicieron que todo el mundo quisiera revolucionar la música.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No, 11, dedicado a The Who y publicado en marzo de 2008)

jueves, 18 de febrero de 2016

¿El disco menos bueno de los Beatles?


Posiblemente el disco menos brillante que hicieron los Beatles (aunque grabado por otro grupo –digamos los Herman’s Hermits o The Dave Clark Five- quizás habría sido el mejor), Beatles for Sale (1964) explica su irregularidad por el momento y las circunstancias en que fue producido.
  En pleno tráfago de giras y compromisos, en un año de actividad ininterrumpida, realmente resulta milagroso que el cuarteto haya podido escribir canciones y grabar un larga duración completo. Visto con severidad, podríamos considerarlo como un paso atrás, no sólo porque su predecesor, A Hard Day’s Night, había sido un trabajo excelente, sino por haber recurrido de nueva cuenta a la fórmula de los dos primeros discos de combinar temas propios con versiones de otros compositores.
  Sin embargo, el álbum contiene pequeñas grandes canciones. Lo son por ejemplo las abridoras “No Reply” (donde se habla sobre una de las peores pesadillas que puede tener cualquier ser humano: la de ver a la persona amada en brazos de otro) y “I’m a Loser” (su título lo dice todo), ambas con todo el sello de John Lennon y su talante depresiva. Lo son asimismo ese tema antecedente de la música dark que es “Baby’s in Black” o esa estupenda y alegre canción pop, muy a la McCartney, que es “Eight Days a Week”. Otros dos cortes de sutil gracia a pesar de su (muy relativo) bajo perfil son “I Don’t Want to Spoil the Party” (una bella balada de tonalidades campiranas), “Every Little Thing” y la contagiosa “What You’re Doing”.
  En cuanto a los covers, el rocanrolerismo de los de Liverpool es más que patente en la intensa y restallante manera de interpretar “Rock and Roll Music” de Chuck Berry, “Kansas City” de Lieber y Stoller y “Everybody’s Trying to Be My Baby” y “Honey Don’t”, ambas de Carl Perkins, cantadas respectivamente por Lennon, McCartney, Harrison y Starr (lo cual habla de una democracia a la hora de elegir el material ajeno).
  Beatles for Sale parece sugerir que los Beatles empezaban a hartarse ya de la constante atención y la consiguiente presión que sobre ellos ejercían la industria, el público y los medios (en ese sentido, el título del disco "Beatles a la Venta" es por demás significativo). La beatlemanía pudo haber sido divertida en su momento, pero terminaría por agobiar al grupo y este álbum lo anunciaba desde dos años antes.

(Reseña que publiqué originalmente en el Especial de La Mosca No. 8, primer volumen dedicado a los Beatles, editado en febrero de 2004)

miércoles, 17 de febrero de 2016

El primer disco punk de la historia


Mucha gente suele pensar que en la historia del rock nada ha habido más rudo, desafiante y provocativo que los Sex Pistols. No debemos olvidar sin embargo que se trataba de una banda prefabricada (algo así como el anti antecedente de los Backstreet Boys o NSYNC) por ese genio de la mercadotecnia cutre que fue el ya fallecido Malcolm McLaren.
  En realidad, existió un proyecto mucho más auténtico y poderoso, mucho más subversivo y realmente incendiario. Me refiero a ese grupo sesentero de Ann Arbor, Michigan, que fue The Stooges (Los Chiflados).
  Surgido en los años en los que el rock psicodélico y la filosofía hippie eran la dominante, los Stooges fueron realmente un cuerpo extraño dentro de su época. Un poco como The Velvet Underground, The Doors, MC5 o The Sonics, el estilo de su música rompía –valga decirlo así– con el establishment de los anti establishment. Pero no sólo eso. Ahí donde Lou Reed o Jim Morrison eran unos frontmen desafiantes y quebradores de esquemas, el vocalista de los Stooges, un tipo flaco y desgarbado que se hacía llamar Iggy Pop (su verdadero nombre era James Newell Osterberg), los superaba en ferocidad, exhibicionismo y  demencia.
  Sin la intelectualidad neoyorquina de Reed o la sensualidad poética de Morrison, Pop se mostraba como un enloquecido cantante que se solazaba en la vulgaridad y el escándalo en escena, mientras sus compañeros (Ron Asheton, Scott Asheton y Dave Alexander) tocaban un rock seco, primitivo, ruidoso y lleno de aspereza.
  Desde el primer concierto de los Stooges, el 28 de septiembre de 1968, en el Grand Ballroom de la ciudad de Detroit, Iggy Pop mostró que no era un cantante común y corriente y su actuación kamikaze de escasa media hora terminó con abucheos e insultos de un público que no entendía lo que acababa de presenciar y que él respondió con escupitajos sobre las primeras filas. Meses después, en enero de 1969, en Dearbon, Michigan, se lanzó hacia la multitud para tomar a una joven espectadora de los cabellos y fingir que la apuñalaba. A partir de eso, los promotores incluyeron en sus contratos una cláusula que estipulaba que Iggy “de ninguna manera debe tener contacto físico con el público”. De poco sirvió: apenas unas semanas más tarde, Pop se arrojó sobre otra espectadora, quien asustada le rasguñó la cara y recibió a cambio una fuerte mordida en un brazo por parte del vocalista.
  En otra ocasión, el delirante personaje se laceró el pecho y bañó al público con su sangre y en medio de presentaciones cada vez más caóticas, se le vio reventarse los dientes contra un micrófono, rodar en el suelo sobre vidrios rotos, derramar la cera hirviente de un cirio en su torso desnudo, vomitar en escena o exhibir su pene sin reparos.
  Con dos primeros álbumes (The Stooges, 1969; Funhouse, 1970) que en su momento pasaron prácticamente inadvertidos, en 1973 el grupo grabó su último plato y piedra de toque en el surgimiento del rock punk: Raw Power. Para muchos historiadores del rock, fue éste el primer disco plenamente punkero. Grabado tres años antes que el Ramones de los Ramones y cuatro antes que el Never Mind the Bollocks de los Sex Pistols y cuando los Stooges se encontraban a punto de disolverse, este Poder Crudo contó con el apoyo de David Bowie, quien deslumbrado por la fuerza rocanrolera de la banda, la tomó bajo su protección antes del definitivo naufragio y logró que grabara en Londres lo que sería su testamento y obra maestra.
  Las sesiones fueron tensas y estuvieron llenas de conflictos. Las drogas hacían estragos entre los integrantes del grupo (en ese entonces, Iggy Pop se ostentaba como “el junkie más musculoso de los Estados Unidos”). Sin embargo, el sonido del disco resultó espectacular y lleno de adrenalina, un estallido de sonido que produjo clásicos automáticos como “Search and Destroy”, “Gimme Danger”, “Raw Power” y la sublime “I Need Somebody”.
  A 37 años de distancia, Sony Legacy reeditó en 2010 Raw Power, en una presentación doble de lujo que incluye un sensacional disco en concierto. Sobra decir que se trata de una maravilla que ningún amante del rock debe perderse. Búsquelo y destruya sus tímpanos (por supuesto, debe escucharlo a todo volumen).
 
(Publicado originalmente en "El ángel exterminador" de Milenio Diario en junio de 2010)

miércoles, 10 de febrero de 2016

César Alejandre y la era de los dinosaurios


Así como hay una historia del rock en México, existe otra historia igualmente interesante y en la que se ha ahondado poco. Me refiero a la historia de los medios de comunicación relacionados con el género, en la cual la radio juega un papel muy importante, para bien y para mal.
  Con la noticia del fallecimiento de César Alejandre, el pasado lunes 8 de febrero, se dio también, de manera implícita, el anuncio sobre la muerte de toda una época de hacer radio “rockera”. A quienes nacimos entre 1940 y 1960 (en mi caso, en 1955), nos tocó convivir con ese estilo radiofónico que nada tiene que ver con el actual y ni siquiera con el que se dio a fines de los ochenta y parte de los noventa, con estaciones como WFM, Rock 101, Radioactivo y Órbita.
  Estoy hablando de la radio que se produjo paralelamente al surgimiento de lo que hoy se conoce como “Los Grandes Años del Rocanrol” (es decir, la época de los Teen Tops, Los Locos del Ritmo, Los Hooligans, Los Rebeldes del Rock et al y de los “solistas” fresísimas tipo Enrique Guzmán, Angélica María, César Costa y Julissa, entre otros). Estaciones como Radio Mil y Radio Variedades difundían aquellos primeros e ingenuos rocanroles y de ese momento no hay locutores radiales para recordar.
  Fue desde mediados de la década de los sesenta, cuando el rocanrol se convirtió en rock y aparecieron los Beatles y la Ola Inglesa, así como todo lo que fue el sonido de la Costa Oeste estadounidense, que emisoras como Radio 590 (“La pantera de la juventud”), Radio Éxitos y Radio Capital se especializaron en difundir rock en inglés y algunas voces se empezaron a hacer familiares para quienes las escuchábamos con cándido fervor. No eran sin embargo voces “con nombre” las de aquellos locutores. No había en México el equivalente a un Alan Freed y mucho menos a un John Peel que difundiera el rock de una manera contextualizada, informada, más –digamos– cultural. La radio de aquellos días se limitaba a poner las canciones que tenían éxito en el hit parade norteamericano y lo más que llegaba a haber eran algunos programas como La hora de los Beatles o La hora de los Monkees y algunas perversas derivaciones posteriores tipo Beatles contra Monkees o Beatles contra Creedence. Ese era el nivel que padecíamos en el cuadrante de Amplitud Modulada (AM).
  Fue en aquellos años que César Alejandre ingresó a la radio, para hacer sus pininos en Radio Voz. En 1970 llegó a Radio Capital que, para ese entonces, ya tenía un programa señero que la gente de mi generación recuerda con emoción. Hablo de Vibraciones, una extraña revoltura de estupenda música subterránea que sólo podía escucharse ahí y la locución de una voz cavernosa que solía lanzar una palabrería alucinada y supuestamente mística, hermética y poética para presentar a los grupos y solistas que desfilaban cada noche, de lunes a viernes, de nueve y media a once.
  Aún me recuerdo tirado en mi cama, con las luces apagadas, dispuesto a oír las maravillas de agrupaciones como The Corporation, Quicksilver Messenger Service, Spooky Tooth, Big Brother and the Holding Company (con su entonces poco conocida vocalista, una joven blanca que cantaba como negra de nombre Janis Joplin) e incluso Creedence Clearwater Revival, antes de que se convirtiera en un grupo popularísimo en nuestro país.
  Por esos tiempos, Alejandre tenía en la misma emisora un programa más o menos convencional llamado El hit parade, en el que presentaba la tradicional lista de éxitos en los Estados Unidos e Inglaterra y con el que había pasado de mero locutor a conductor y comentarista (un gran paso de calidad para aquellos días). Suya era también la voz de la frase institucional que sonaba entre cada corte con el lema “Radio Capital, la discoteca de la gente joven”, cualquier cosa que eso significara.
  La radio roqueril no cambió durante años, hasta que a finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando ya existía la Frecuencia Modulada (FM), algunos jóvenes empezaron a innovar, inspirados en las radios de otros países y así surgieron WFM y Rock 101. César Alejandre supo adaptarse de algún modo a los nuevos tiempos, aunque su nombre no sonaba como el de otros (ahora los conductores radiales ya tenían nombre propio: Martín Hernández, Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, Alejandro González Iñárritu, Jordi Soler, Dominique Peralta, etcétera). Sin embargo, logro sobrevivir y con el tiempo tener incluso programas propios, caso de El dinosaurio, en Radioactivo, y a últimas fechas La era del dinosaurio, en Reactor.
  Con su muerte, termina una época de la radio de rock en México: precisamente –y dicho con el mayor respeto paleontológico– la de los dinosaurios.

(Publicado hoy en "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

viernes, 5 de febrero de 2016

The Velvet Underground and Nico


Parece mentira que uno de los discos más legendarios e influyentes de la historia del rock haya sido grabado en apenas un par de días. Más sorprendente resulta que un álbum tan espléndido y singular haya permanecido en la oscuridad prácticamente durante una década.
  Sin The Velvet Underground and Nico sería muy difícil –si no es que imposible- concebir la existencia de géneros como el glam, el punk, el new wave, el noise, el dream pop y hasta el gótico, para no hablar de varias bandas de lo que en la actualidad se conoce con el ambiguo nombre de indie.
  El trabajo con el cual debutó la banda encabezada por Lou Reed y John Cale -más ese añadido impuesto por Andy Warhol que fue la cantante alemana Nico (un añadido que a la larga terminó por ser muy afortunado y ayudó a que creciera el aura mítica del disco)- es una obra que asombra no sólo por la calidad de todas y cada una de las canciones que la recorren, sino también por la diversidad estilística de las mismas.
  El plato comienza con “Sunday Morning”, una melodía llena de aparente ternura (campanitas incluidas) pero cuya letra habla acerca de un tipo que no ha dormido y a quien la mañana del domingo sorprende en las calles que lucen como un terreno amenazante y ominoso, tan amenazante y ominoso como los rumbos que recorre el narrador de “Waiting for the Man” en busca de un vendedor de drogas que le dará algo que lo hará sentirse bien durante ese día, aunque al siguiente las cosas vuelvan a ser igual de jodidas. “Femme Fatale”, la primera pieza cantada por Nico, es igualmente siniestra en su mensaje de advertencia acerca de una mujer que es capaz de destruir a quien se le ponga enfrente. Por su parte, “Venus in Furs” es un corte mayor, una composición minimal con una persistente guitarra que repite una sola nota a manera de cítara hindú, mientras Reed canta acerca de una singular prostituta. “Run, Run, Run” es un rock casi de garage con una letra dylaniana y un Lou Reed que recuerda al Mick Jagger de aquellos días. La guitarra sucia del propio Reed en los solos es un claro antecedente del noise rock. Viene entonces el contraste con la hermosamente marcial “All Tomorrow’s Parties”, cantada por Nico y con una base percusiva que descubre la importancia del bajo de Sterling Morrison y la batería de Maureen Tucker, al tiempo que John Cale hace resonar un teclado a manera de clavicordio. Una belleza como sacada del Berlín de la preguerra.
  “Heroin” es sin duda la cumbre del también conocido como “el álbum del plátano” (diseño de Warhol, claro). Es una de las grandes composiciones de Reed, el antihimno de un heroinómano, con una letra escalofriante y sólo comparable a la “Sister Morphine” de los Rolling Stones. Un tema que sigue impresionando a casi cincuenta años de distancia con frases como “Heroin, be the death of me / Heroin, it’s my wife and it’s my life / Because a mainer to my vein / Leads to a center in my head / And then I’m better off and dead/ Because when the smack begins to flow/ I really don’t care anymore”. Punto y aparte merece la guitarra en constante feedback que da a la canción su exacto sentido musical. Impresionante. El reposo sobreviene en cambio con la preciosa “There She Goes Again”, una especie de rhythm and blues muy a la Memphis pero con ese inevitable toque neoyorquino de los temas de Reed. “I’ll Be Your Mirror” podría considerarse en sentido estricto como la única canción de amor del álbum. Se trata del último corte cantado por Nico y tal vez sea la canción menos notable. “The Black Angel’s Death Song” y “European Son” resultan los temas más experimentales de The Velvet Underground and Nico. En el primero, la viola de Cale prevalece como leit motiv instrumental, en tanto Reed interpreta una letra más que hermética. En el segundo, la ruidosa improvisación se extiende durante cerca de ocho minutos en un intensísimo jam session de difícil descripción que cierra esta grabación cuya actualidad y frescura permanecen por completo incólumes.

(Reseña que escribí para el Especial No. 29 de La Mosca en la Pared, dedicado a The Velvet Underground y publicado en abril de 2006)

martes, 2 de febrero de 2016

Mujeres salvajes


La influencia de PJ Harvey es evidente y ya se notaba en su primer disco, el estupendo Silence Yourself de 2013. Me refiero a Savages, el cuarteto femenino británico de post punk, una de las agrupaciones actuales con mayor frescura y energía, cosa que refrenda con Adore Life (Matador Records), su nuevo álbum de 2016.
  Potentes pero sensibles, desgarradas pero tiernas, irónicas pero vulnerables, apasionadas pero inteligentes, amorosas pero sin cursilerías inútiles, estas mujeres salvajes son capaces de brindar una obra sin fisuras y lejos de caer en el antiguo y frustrante agujero negro del segundo disco –ese que ha hundido a tantos grupos a lo largo de la historia y que a tantas promesas ha sumido en la ignominia y el olvido–, han conseguido superar lo ya hecho y mostrar que las agallas del plato debut eran reales y auténticas.
  Diez son los cortes de Adore Life y no existe uno solo que no valga la pena, además de que cuentan con una virtud adicional: no se repiten. Cada canción responde a diferentes intensidades, a distintos humores, y lo que en unas puede ser vértigo y estruendo (“The Answer”, “T.I.W.Y.G”), en otras es contención y dramatismo (“Slowing Down the World”, “Mechanics”). Hay huellas del gótico de Siouxie and the Banshees (“Evil”) o del new wave de Pretenders (“Sad Person”), pero es la mencionada marca de PJ Harvey la que más resalta en la música de Savages, algo que ya se palpaba en el disco anterior y que aquí puede escucharse en composiciones tan vibrantes como “Adore” o “When in Love”.
  En cuanto a la temática de las letras, es el amor visceral lo que reina en ellas, esa angustia por el amor perdido pero también por el amor encontrado, esa ansia por dar con el amor posible o imposible, esa mezcla de afecto y rencor que suele haber en las relaciones sentimentales y que queda tan bien reflejada en temas como “I Need Something New” o “Surrender”.
  No hay más que disfrutar de este gran trabajo, una sorpresa temprana de este año que, cuando menos discográficamente, parece empezar muy bien.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 1 de febrero de 2016

¿Cuántos héroes caben en el rock?


Solemos asociar a la heroicidad con acontecimientos históricos que tienen que ver con la guerra, la conquista, la lucha, el sacrificio, la política. La ficción literaria y cinematográfica ha afianzado esta visión digamos bélica o combativa de los héroes o los súper héroes y resulta poco frecuente asociar a estos con cuestiones más nobles, como el arte o la ciencia.
  No obstante, una visión más políticamente correcta ha abierto la puerta al héroe o la heroína de las causas nobles y, de ese modo, no sólo tenemos personajes heroicos en las armas sino también en la medicina, el deporte, la religión, el altruismo y un largo etcétera que incluye, sí, a la música.
  ¿Qué es un héroe musical? ¿De qué manera se gana esa distinción? No lo hace ciertamente por su combatividad o su violencia, como tampoco por su deseo de ver por la sociedad. Un héroe musical se define básicamente por su talento, su genio y su influencia para cambiar o influir en la transformación de uno o más géneros.
  Pero no confundamos héroe con ídolo. Ídolos musicales ha habido muchos, algunos espontáneos y otros fabricados por la industria y/o los medios. El mundo de la música pop ha estado lleno de ídolos desde hace medio siglo y muchos de ellos –quizás una mayoría– han sido ídolos de barro, de plástico, artificiales y falsos. El héroe es otra cosa.
  Si nos constreñimos al rock, los héroes que han marcado al género a lo largo de sesenta años (un poco más, un poco menos) no han sido tantos. De entre las figuras señeras de la segunda mitad de los años cincuenta de la pasada centuria, época oficial del surgimiento de los primeros rocanroles, yo destacaría como héroe a un tipo tal vez impresentable, irresponsable y hasta un tanto cuanto delincuencial, quien sin embargo logró cambiar a esta música para hacerla trascender como verdadera obra de arte. Me refiero a Chuck Berry y su creatividad musical y poética. Sus canciones son pequeñas joyas artísticas que retratan a la juventud de su época y la hacen trascender. A mi modo de ver, es el primer genuino héroe del rock.
  En los sesenta hubo una buena cantidad de figuras importantes, sobre todo a partir de 1966 y 1967, pero héroes del rock de esa, la considerada década de oro del rock, es decir, músicos capaces de cambiar la totalidad no sólo del género sino de la música popular en el mundo, sólo veo a los Beatles (y añado a Frank Zappa como transformador subterráneo del rock de vanguardia). ¿Qué dónde dejo a Jimi Hendrix, The Who, Bob Dylan, los Rolling Stones, The Kinks, The Velvet Underground y un larguísimo listado de enormes talentos? Ahí: en su estatus de grandísimos talentos; pero el golpe transformador lo dio el cuarteto de Liverpool, Inglaterra. A partir de ello, todo cambió.
  Ya para las siguientes décadas y hasta la actualidad, a pesar de nombres tan pesados como los de David Bowie, The Clash o Pink Floyd, no encuentro alguien a quien se pueda llamar, en sentido estricto, un verdadero héroe del rock. Para muchos podría serlo quizá, por ejemplo, Kurt Cobain, pero es más por su atormentada vida y su terrible final que por su obra en sí. Para otros, Radiohead sería candidato idóneo, mas a pesar de su trascendencia, no me atrevería a situarlo como parte de lo heroico-musical.
  En fin, todo queda dentro de lo subjetivo. Los metaleros tendrán a sus héroes, los progresivos a los suyos, los alternativos mencionarán otros nombres. Pero dudo que alguno de ellos alcance ese poder heroico que se requiere para transformar al arte musical y, con éste, transformar cultural y hasta socialmente al mundo.
    Casi a manera de postdata, contaré que durante muchos años mi héroe del rock, fue Jimmy Page. Desde que descubrí el poder de su guitarra a finales de los años sesenta y por largo tiempo, lo admiré como a nadie (y vaya que admiro a otros músicos, como Pete Townshend, Ray Davies, Keith Richards o el ya mencionado Zappa). Pero con Page fue otra cosa, un romance total con su manera de tocar la guitarra. Aunque tal vez me confundo y más que héroe, fue mi ídolo. Quién sabe.

(Publicado este mes en mi columna "Bajo presupuesto" de la revista Marvin)