jueves, 25 de diciembre de 2014

Joe Cocker, ese mad dog

Aunque el lugar común asocia a Joe Cocker con su extraordinaria y visceral versión de “With a Little Help from My Friends”, de Lennon y McCartney, que deja en calidad de tonada bobalicona a la original de los Beatles, la realidad es que el nacido en Sheffield, Inglaterra, en 1944, era mucho más que aquella su presentación ante el mundo en el mítico festival de Woodstock de 1969. Porque fue ahí, en Woodstock, donde nació la leyenda de aquel vocalista extrañísimo que al cantar engarrotaba las manos y agitaba los brazos como un enfermo de mal de San Vito, mientras de su garganta surgía un vozarrón negroide y desgarrado, casi gutural; sin embargo, para llegar a semejante escenario había que tener una carrera previa, por breve que esta fuese.
  Aunque empezó a cantar desde la adolescencia, Joe Cocker hizo sus verdaderos pininos en el rock en 1963, cuando bajo el nombre artístico de Vince Arnold abrió un concierto de los Rolling Stones. El tal Vince Arnold era una especie de imitador de Elvis Presley que no tuvo mayor repercusión y el joven tuvo que replantear su naciente carrera, por lo que al lado de su gran amigo de toda la vida, el tecladista Chris Stainton, en 1966 formó The Grease Band y ya con su nombre real empezaron a tocar en toda clase de escenarios. Dos largos años tardarían en lograr el éxito, un éxito que los lanzaría a las grandes ligas del rock, gracias al singular arreglo que hicieron de la canción “With a Little Help from My Friends” de los Beatles, a la cual transformaron en una lenta y acompasada pieza de soul, llena de garra y fuego, que sacudía a todo aquel que la escuchaba. La manera de cantar de Cocker, muy en la vena de su admirado Ray Charles, sorprendió a propios y extraños y el tema fue aclamado por la crítica y el público, aunque su verdadera trascendencia internacional la logró cuando él y su grupo aparecieron en el escenario del festival de Woodstock, en 1969, y la interpretación fue incluida tanto en el álbum triple que sobre el evento apareció a las pocas semanas, como en el largometraje que se filmó sobre el mismo, ambos con el título de Woodstock. Gracias a ello, el nombre de Joe Cocker se conoció en todo el planeta y así, de un solo golpe, el hombre se convirtió en superestrella del rock.
  Para ese entonces, ya había grabado su primer álbum y de inmediato le ofrecieron hacer un segundo, el excelente y homónimo Joe Cocker (1969), para el cual Paul McCartney y George Harrison, impresionados por su versión de “With a Little Help…”, le pidieron que incluyera “She Came in Through the Bathroom Window”y “Something”, aunque el verdadero hit de ese plato sería “Delta Lady”, una composición de Leon Russell, quien acababa de convertirse en el nuevo director musical del cantante.
  No obstante, el gran despegue de Cocker se daría al año siguiente, cuando con Russell reunió a una enorme troupée de treintaitantos músicos para conformar la banda Mad Dogs and Englishmen, con la cual realizaría una larga y agotadora gira que se traduciría en un sensacional álbum doble y en una espléndida película. Con gente como el propio Russell, su entrañable Chris Stainton, la cantante Rita Coolidge, el saxofonista Bobby Keys, el trompetista Jim Price, el baterista Jim Keltner y una larga lista de talentosos instrumentistas y coristas, Cocker encabezó a la efímera pero hoy mítica agrupación y logró éxitos como sus versiones únicas a “The Letter” de los Box Tops, “Feeling Alright” de Dave Mason, “Honky Tonk Women” de los Rolling Stones, “Bird on the Wire” de Leonard Cohen y “Girl from the North Country” de Bob Dylan, entre otras varias.
  Fue aquella quizá la cúspide de la fama y el éxito masivo para Joe Cocker, pues aun cuando su carrera se extendería por cuarenta años más, nunca logró repetir aquellos momentos de gloria.
  Lo de Mad Dogs and Englishmen fue, más que un tour, un verdadero tour de force. La cantidad de presentaciones y el ritmo vertiginoso de los desplazamientos hicieron que el alcohol y las drogas corrieran de manera abundante y Cocker bebió y consumió sustancias hasta decir basta. Su salud se vio muy afectada y esto se reflejaría en lo que fue su carrera a lo largo de la siguiente década: largos periodos de ausencia y escasas actuaciones, acompañado de músicos menos conocidos, aunque el buen Chris Stainton siempre estaba ahí para echarle la mano. A lo largo de los años setenta, la fama que traía gracias a Woodstock le alcanzó para realizar algunas giras internacionales e incluso participó en una emisión de Saturday Night Live, en la que cantó “Feelin Alright” y John Belushi apareció a su lado para imitarlo de manera genial. De sus álbumes de esos años, cinco en total, sólo destacaría el I Can’t Stand a Little Rain de 1974, con sus bellísimas interpretaciones de “You Are So Beautiful” y “Guilty”, y el Luxury You Can Afford de 1978, con sus versiones a “A Whiter Shade of Pale” de Procol Harum y “Watching the River Flow” de Bob Dylan.
  La de los ochenta fue una década más bien oscura para Cocker. Si bien no le faltó trabajo y actuó de manera constante, además de grabar una quinteta de álbumes que pasaron sin pena ni gloria, no logró sobresalir sino hasta 1986, cuando su versión a “You Can Leave Your Hat On” fue incluida en la cinta Nueve semanas y media de Adrian Lyne y se convirtió en un éxito mundial. Un año después, lograría otro primer lugar musical con su gran cover a la clásica “Unchain My Heart”, popularizada muchos años antes por Ray Charles.
  Pero Joe Cocker ya no era visto por las nuevas generaciones como un cantante de rock, sino más bien como un intérprete de lo que la mercadotecnia empezaba a llamar música para “adulto contemporáneo” (cualquier cosa que ello signifique). Sus seguidores eran gente de su edad que había abandonado la agitada vida del sexo, drogas y rocanrol o lo había cambiado por otro tipo de sexo, otro tipo de drogas y un rock apaciguado por el mainstream. Esto se acentuaría en los noventa, con el surgimiento de la generación X y la música grunge.
  Aunque su disco Night Calls de 1992 es muy bueno (su versión de “Can’t Find My Way Home” de Steve Winwood es sublime), el resto de su discografía noventera resultó ignorada (y con razones válidas, pues es bastante flojita).
  Ya durante este siglo, las cosas mejoraron un poco desde un punto de vista artístico, con álbumes de mayor calidad como Respect Yourself de 2002, Heart & Soul de 2004 e Hymn for My Soul de 2007. Fire It Up de 2012, su último disco en estudio, sería un triste e involuntario testamento musical. Un plato demasiado convencional y pasteurizado, hecho por un hombre de sesenta y ocho años de edad, ya sin el filo de sus tiempos mozos.
  Durante un concierto en el Madison Square Garden de Nueva York, apenas el pasado 17 de septiembre, Billy Joel dijo que Joe Cocker no se encontraba muy bien de salud y que era momento de incluirlo en el Salón de la Fama del Rock. No hubo tiempo para ello. Tristemente, el cantante murió de cáncer de pulmón este lunes 22 de diciembre.
  Descanse en paz este mad dog, este englishman.

(Publicado en la sección "El ángel extermiandor" de Milenio Diario)

martes, 23 de diciembre de 2014

Smashing Pumpkins navideños

Está bien, lo acepto: esta vez el título de la columna es engañoso y no se ajusta del todo a la verdad. Sí, en efecto, voy a referirme al más reciente álbum de los Smashing Pumpkins. Sin embargo, lo único de navideño que tiene el disco es haber aparecido en estos días previos a la fiesta más importante de la cristiandad. Sólo quise llamar la atención del amable lector, normalmente distraído en estos días de final de año. Me disculpo por emplear tan bajo recurso.
  Pero valió la pena que se tomara usted un poco de su tiempo para leer el artículo, porque Monuments to an Elegy (2014), el flamante plato de esta legendaria agrupación de Chicago, es una obra de excelente factura. Billy Corgan (y aquí podría haber un segundo engaño porque, seamos honestos, se trata más de un disco de Corgan que de los Smashing Pumpkins, ya que es el único miembro original del cuarteto que está presente en la grabación y todas las canciones son suyas)… Billy Corgan, decía, nos regala, con cierta tacañería cuantitativa aunque con gran generosidad cualititativa, nueve temas que abarcan apenas poco menos de media hora de escucha. Puede parecer muy poco –y lo es–, pero le aseguro que, aun así, Monuments to an Elegy es una colección de muy buenas y variadas composiciones.
  Corgan ha sabido madurar sin perder sus raíces y su estilo primigenio. En estas nueve piezas está todo lo que este músico ha sido, desde el primer disco de los Smashing Pumpkins hasta su más reciente trabajo como solista, y eso se transluce en canciones como la inicial y brillantísima “Tiberius”, la bella y suntuosa “Being Beige”, la intensa y persistente “Anaise!”, la poderosa y densa “One and All”, la inesperadamente electrónica “Run2Me”, la mágica y sensual “Drums + Fife”, las casi new wave “Monuments” y “Dorian” (esta última una delicia) y la grungera y a la vez popera “Anti-Hero”.
  Monuments to an Elegy es un trabajo impecable. Poco importa si son o no los Smashing Pumpkins. La presencia fundamental es la de Corgan y esa está ahí, inconfundible, indeleble, espléndida.

(Publicado hoy en Milenio Diario)

jueves, 11 de diciembre de 2014

Paul Fiction

Hay una escena en esa estupenda película de Richard Linklater que es la muy reciente Boyhood (2014), en la cual el joven protagonista recibe de su padre (interpretado por Ethan Hawke), como regalo de cumpleaños, un disco doble de los Beatles confeccionado por el propio progenitor y al que bautiza como The Black Album. El mismo está constituido por una selección de canciones de cada uno de los integrantes del mítico cuarteto de Liverpool, en su etapa como solistas. Al verlo, el chico se limita a decir: “mi favorito es Paul”, a lo que sobreviene una perorata del papá, para explicarle que los Beatles valían mucho más juntos que cada uno por su cuenta.
  Viene a colación esta anécdota cinematográfica a raíz de la puesta en circulación de un disco que desde que se anunció causó una enorme expectación: The Art of McCartney (Arctic Poppy, 2014) y que al fin ha salido a la venta.
  Se trata de un homenaje a las composiciones de Paul McCartney, tanto las que escribió con los Beatles como las que ha hecho en solitario, interpretadas por una impresionante pléyade de músicos de todas partes, de varios géneros y de diferentes generaciones.
  Uno ve la lista de participantes, antes de escuchar los dos discos que conforman el álbum, y no puede más que pensar que se encuentra frente a un verdadero manjar de dioses. Sin embargo, una vez que se escucha el larguísimo set de treinta y cuatro canciones (y al parecer hay una versión triple con cuarenta y dos), las cosas ya no son tan idílicas como se prometía. Veamos.
  ¿Quiénes participan en The Art of McCartney? Bob Dylan, Brian Wilson, The Cure, Kiss, Billy Joel, Roger Daltrey, Jeff Lynne, Steve Miller, Willie Nelson, Barry Gibb, Heart, Cat Stevens, Harry Connick Jr., Jamie Cullum, Def Leppard, Dr. John, Chrissie Hynde y varios más. Como se ve, una alineación fantástica. Entonces, ¿dónde está la falla, dónde la carencia, dónde el motivo de que no sea un tributo extraordinario?
  Por raro que parezca, la mayor parte de los participantes no mostró lo mejor de sí y en su mayoría suenan rutinarios y sin inventiva. Casi todos tomaron su respectiva canción y la respetaron demasiado o no les interesó darle un toque personal, algo que la convirtiera en algo distinto. No hay quien que haya hecho lo que a fines de los sesenta hizo Joe Cocker con “With a Little Help from My Friends”, al transformarla prácticamente en otra canción incluso mejor que la original, o, muy recientemente, lo que lograron los Flaming Lips al darle la vuelta y deconstruir completo y por completo el Sgt Pepper’s Lonely Hearts Club Band en su delirante With a Little Help from my Fwends, aparecido hace apenas unas semanas.
  Uno escucha, por ejemplo, “Jet”, con Rick Nielsen y Robin Zander, y prefiere mil veces la versión de los Wings. Lo mismo sucede con “Hi Hi Hi”, de la cual Joe Elliot apenas hace un cover simpático. Así también con “Got to Get You into My Life (Perry Farrell), “Hey Jude”(Steve Miller), “Eleanor Rigby” (Alice Cooper), “Drive My Car” (Dion), “Hello Goodbye” (The Cure), para no hablar de los crímenes de lesa humanidad que hicieron Barry Gibb con “When I’m 64” y Billy Joel con la bellísima “Maybe I’m Amazed”. El horror.
  Sin embargo, hay cosas muy rescatables en el álbum (aunque casi nadie se apartó del librito). A Roger Daltrey le quedó como anillo al dedo “Helter Skelter”, mientras que Bob Dylan hace una muy rasposa y sabrosa versión de “Things We Said Today”. A la voz de Paul Rodgers le queda muy bien “Let Me Roll It” y Dr. John brinda una perfecta “Let ‘Em In”. Otras buenas versiones son las de Chrissie Hynde en “Let It Be”, Allen Toussaint en “Lady Madonna”, Toots Hibbert en “Come and Get It”, Jeff Lynne en “Junk” y BB King en “On the Way”.
  Pero quienes a mi modo de ver hacen honor a su trabajo, con interpretaciones en verdad espléndidas, son el gran Smokey Robinson con “So Bad”, a la que dio un toque impecable de soul, y, muy especialmente, la extraordinaria cantante británica Corinne Bailey Rae con su finísima y delicada forma de abordar “Bluebird” (por cierto, nadie incluyó “Blackbird”, de la que alguna vez Stephen Stills hiciera una entrañable versión).
  The Art of McCartney no es lo que pudo ser. No sé si el propio ex beatle puso como condición que sus composiciones no fueran movidas demasiado, pero el resultado, pienso, al final deja bastante que desear.
  Como alternativa, recomiendo el disco Listen to What the Man Said (Oglio Records, 2001), en el que dieciséis grupos y solistas “alternativos” brindan un mucho mejor homenaje al buen Paul. Gente como Robyn Hitchcock, Matthew Sweet, Semisonic, They Might Be Giants y varios poco conocidos pero efectivos intérpretes entregan un trabajo muy satisfactorio.
  Let It Be.

(Publicado hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

martes, 9 de diciembre de 2014

Bobby Keys, el sax inmortal

Hay músicos fuera de serie que suelen jugar roles secundarios y cuyo nombre permanece ignorado por las mayorías, a pesar de que sus interpretaciones hayan sido escuchadas por mucha gente. ¿Recuerda usted el rasposo solo de saxofón a la mitad de “Brown Sugar” de los Rolling Stones o el sax cachondo y con cierto toque “latino” al final de “Can’t You Here Me Knocking” del mismo quinteto británico? Quizás se acuerde del solo de sax en la versión a “The Letter” de Joe Cocker o tal vez, si es usted beatlemano, le venga a la memoria el solo de saxofon en “Wherever Gets You Trou the Night” de John Lennon.
  ¿Qué tienen en común todas esas partes de sax? Que las ejecutó un mismo intérprete: el extraordinario Bobby Keys, uno de esos músicos excelsos que difícilmente son reconocidos por lo que suele llamarse “el gran público.
  Nacido en Texas en 1943, Keys empezó a tocar el saxofón desde la adolescencia y a los quince años ya colaboraba con gente como Buddy Holly y Bobby Vee. En 1964 conoció en persona a los Rolling Stones, durante una visita del grupo a San Antonio, y de ahí partió una camaradería y una colaboración que se extendería por varias décadas. En especial, su amistad con Keith Richards lo hizo ser prácticamente un stone más.
  Gracias a su enorme talento y al muy reconocible sonido de su sax, no sólo participaría con las Piedras Rodantes a partir de su álbum Let It Bleed de 1969, sino con otros héroes legendarios del rock como George Harrison, John Lennon, Elvis Presley, Eric Clapton, Joe Cocker, Leon Russell, Donovan, BB King, Delaney & Bonnie, Graham Nash, Harry Nilsson y muchos más. El equipo que formó con el trompetista Jim Price estuvo presente en muchos discos hoy clásicos.
  Era un virtuoso en el sax tenor, el sax barítono y el sax alto, aparte de ser un tipo amigable que sabía hacerse querer. Nunca dejó de tocar y todavía en 2013 tuvo su última gira con los Rolling Stones.
  Bobby Keys falleció este 2 de diciembre, de una cirrosis hepática, a los 70 años de edad. Descanse en paz esta leyenda de la época de oro del rock.

(Publicado hoy en Milenio Diario).

lunes, 1 de diciembre de 2014

Jack Bruce en el cuarto blanco

Las leyendas vivientes se convierten en mito cuando dejan de estar físicamente entre nosotros. Hay mitos que no alcanzaron a ser leyendas vivas, debido a que murieron jóvenes (como los miembros del célebre club de los 27) y su trascendencia se hizo mayor una vez que partieron del mundo. Sin embargo, aquellos que logran sobrevivir al fuerte trajín existencial del sexo, las drogas y el rock ‘n roll y que rebasados los sesenta, los setenta y hasta los ochenta años siguen con el corazón latiente y hasta en plena actividad; aquellos que en vida logran gozar del estatus de leyendas, siempre serán doblemente afortunados.
  Jack Bruce era una de estas leyendas. Lo fue hasta el pasado 25 de octubre, cuando un padecimiento en el hígado lo envió a la tumba a los setenta y un años de edad. Su enorme fama la debía básicamente a un breve periodo de su biografía, el que va de 1966 a 1969. Tres años apenas que lo llevaron a las máximas alturas, al firmamento del rock, por ser uno de los tres integrantes del primer supergrupo de la historia: Cream.
  Como es sabido, se conoce como supergrupo a aquel que reúne sólo a músicos consagrados y cuando Cream se formó, en 1966, sus tres miembros venían antecedidos de un envidiable palmarés musical. Eric Clapton, su líder, segunda voz y guitarrista, a sus entonces veintiún años, ya había pasado por los Yardbirds y por los Bluesbreakers de John Mayall. Ginger Baker, su baterista, a los veintisiete había estado, entre otras, en las bandas de Alexis Korner y Graham Bond, dos de los patriarcas, junto con Mayall, de lo que sería la explosión del rock británico. Por su parte, Jack Bruce, el bajista y primera voz, entonces de veintitrés años, había participado en los proyectos de esos tres patriarcas.
  Con Clapton, Baker y Bruce en plenitud de forma y gracias a éxitos como “Sunshine of Your Love” o “White Room”, el a la vez fino y estruendoso Cream se catapultó a la fama, el dinero y los excesos de manera vertiginosa; por eso, su existencia llena de diferencias y conflictos internos duró tan poco. El trío sólo grabó cuatro álbumes en estudio (Fresh Cream, 1966: Disraeli Gears, 1967; Wheels of Fire, 1968; Goodbye, 1969) y dos más en concierto. Su postrera e histórica presentación en público fue en el Royal Albert Hall de Londres, el 26 de noviembre de 1968, unos meses antes de que apareciera su último disco. Los tres músicos casi no se dirigían la palabra y en esa ocasión arribaron cada uno por separado. Ya no eran amigos.
  Después de “La Crema” (cómo le decían en México los locutores de la radio roquera), Jack Bruce anduvo artísticamente de aquí para allá. Grabó un álbum como solista (el estupendo Songs for a Taylor de 1969), al que seguirían muchos más que no lograron demasiada trascendencia. También se unió a diversas agrupaciones –algunas de ellas bastante efímeras– y no sería sino hasta 1993 que volvería a juntarse con sus antiguos coequiperos, para asistir a la ceremonia en la que Cream fue introducido en el Salón de la Fama del Rock. Ahí platicó con Ginger Baker y decidieron hacer algo juntos. El resultado fue el trío BBM, al lado del guitarrista Gary Moore. No obstante, poco sucedió con ese experimento hoy prácticamente olvidado. Doce años más tarde, en 2005, Cream se reuniría inesperadamente para realizar cuatro conciertos en Londres y tres en Nueva York. Jamás volverían a tocar juntos.
    En 2003, a Bruce le diagnosticaron cáncer en el hígado y se sometió a un exitoso trasplante. Continuó su carrera como solista y en marzo de este año sacó un nuevo álbum, el magnífico Silver Rails (Esoteric Antenna, 2014). Ya sin aquella potente y afinada voz que lo hiciera famoso, el músico mostró sin embargo que al entrar en su octava década de vida aún poseía el suficiente vigor para ejecutar un rock potente, seco, poderoso, pero con un amplio sentido armónico y melódico. Algunas piezas, como “Rusty Lady”, muestran que la influencia de Cream seguía en sus poros y en su mente, pero en otras lo que se escucha es una música muy fina y diferente (por ejemplo, en “Industrial Child”), a lo que ayudó la participación de músicos de primer orden, como los casi igualmente legendarios guitarristas Phil Manzanera y Robin Trower y el tecladista de jazz John Medeski.
  Silver Trails fue, involuntariamente, el testamento musical de Jack Bruce. Descanse en paz en su cuarto blanco.

(Publicado este mes de diciembre en el No, 444 de la revista Nexos)