martes, 24 de noviembre de 2015

Eagles of Death Metal


Lo primero que hay que decir es que Eagles of Death Metal no es, ni por asomo, un grupo de heavy metal, mucho menos de death metal. El nombre es más que nada una gracejada de sus dos fundadores, Josh Homme y Jesse Hughes, amigos desde sus años de adolescencia en Palm Dessert, California, por allá de 1979.
  Compañeros en un equipo de futbol soccer, habían seguido caminos distintos (Homme el de la música, con agrupaciones tan importantes como Kyuss y Queens of the Stone Age; Hugues el de la academia y el periodismo), hasta que en 1998 decidieron –más por diversión que por otra cosa– hacer un proyecto, con el primero en la batería y el segundo en la guitarra, al que denominaron Eagles of Death Metal. Pero su música no era el metal sino el rock de garage, un poco en la vena de The Cramps más un toque de los Rolling Stones, siempre con un sentido muy irónico y desmadroso. Grabaron un EP y se olvidaron un tanto del asunto, hasta que lo retomaron en 2004 con la grabación del magnífico álbum Peace Love Death Metal, al que seguirían Death by Sexy (2006), Heart On (2008) y el flamante Zipper Down, aparecido en octubre pasado.
  Hasta antes de este 13 de noviembre, Eagles of Death Metal se mantenía como una especie de grupo de culto y era poco conocido en el mundo. Sus integrantes jamás imaginaron que el infortunio y el haber estado en el lugar equivocado a la hora equivocada los convertirían en una malhadada celebridad. En efecto, se trata del cuarteto que en la noche de ese viernes 13 se encontraba en el escenario del salón Bataclán, en París, cuando cuatro terroristas islámicos irrumpieron para asesinar a más de ochenta espectadores.
  Ninguno de los músicos sufrió daños físicos, pues alcanzaron a correr hacia la parte trasera del lugar (Jesse Hughes estaba ahí; no así Josh Homme, quien no participaba en la gira europea del grupo). No obstante, un miembro de su equipo, Nick Alexander, y tres representantes franceses de su disquera (Thomas Ayad, Marie Mosser y Manu Pérez) fueron abatidos por las balas.
  Un tétrico episodio en la historia de la agrupación… y de la humanidad entera.

(Publicado en Milenio Diario).

jueves, 19 de noviembre de 2015

John Kay: un lobo estepario


Tener menos de un año de edad, padecer severos problemas visuales y haber nacido en territorio alemán en vísperas de la derrota nazi por parte de los aliados no debe haber sido cosa fácil. Peor aún si ante el avance arrollador de las tropas soviéticas, tu madre te toma en brazos y escapa hacia Occidente, para correr múltiples peligros y encontrar al fin refugio en la zona de Berlín ocupada por el ejército británico. Sólo entonces llegará cierta calma, una calma que durará trece largos años.
  Así fue la infancia de Joachim Fritz Krauledat, a quien la posteridad conocería como John Kay y como el gran líder de una agrupación legendaria del rock sesentero: Steppenwolf. Este joven alemán empezó a empaparse de las canciones que escuchaban los soldados en la radio del ejército del Reino Unido y en 1958, cuando emigró a Canadá, ya tenía un gran bagaje musical que se incrementó en Ontario, donde en 1965 formó el grupo The Sparrows.
  Kay padecía de acromatopsia, una enfermedad de los ojos que le impedía distinguir los colores y lo obligaba a utilizar anteojos oscuros. Aún así, se convirtió en cantante y frontman de su banda, la cual no tuvo gran éxito local, lo que en 1967 la obligó a trasladarse a Los Ángeles, California, justo cuando el rock llegaba a un alto punto de ebullición. Los Sparrows cambiaron su nombre a Steppenwolf, en honor a la novela El lobo estepario de Herman Hess, y su poderoso sonido, basado en el blues pero con elementos de rock pesado, le otorgó una inmediata popularidad, en especial con su tema “Born to Be Wild”, el cual contiene en su letra –por primera vez en la historia del rock– el término heavy metal. (aunque quien primero lo empleó, para describir a un personaje, fue William Burroughs en su novela The Soft Machine de 1962).
  Aparte de su denso y potente estilo, Steppenwolf adoptó una actitud de abierta crítica contra el gobierno estadounidense, las corporaciones, los traficantes de drogas, la religión, la guerra de Vietnam y el sistema capitalista. Esto queda claro en composiciones como “The Pusher”, “Don’t Step on the Grass, Sam”, “Draft Resister”, “Power Play”, la propia “Born to Be Wild” y ese imponente himno que es “Monster/Suicide/America”.
  Aunque el grupo siguió grabando hasta 1990 y tocó hasta 2007, su gran obra se concentra en sus seis primeros discos, producidos en escasos tres años, especialmente Steppenwolf (1968),  Monster (1969) y For Ladies Only (1971), además de su fantástico álbum doble Steppenwolf Live (1970).
  La imponente presencia de John Kay lo convirtió en la cara de la agrupación que a lo largo de su historia vio pasar a muchos integrantes, mientras que él permanecía en su lugar, al frente de todo. Como solista o con la John Kay Band, grabó algunos álbumes de escasa trascendencia.
  En la actualidad, a sus 71 años de edad, Kay sigue presentándose de manera esporádica, mientras que la leyenda de Steppenwolf continúa por ahí perdida, olvidada por la gran maquinaria de la música, pero entrañable para un puñado de melómanos que no olvidan el riff de “Born to Be Wild” que sigue corriendo tan vertiginoso y potente como una Harley Davidson.

martes, 17 de noviembre de 2015

¿Qué es un músico frustrado?


Quienes ejercemos la crítica hemos escuchado infinidad de veces la famosa sentencia acusatoria que reza: “Criticas porque eres un artista frustrado”. Como si el ejercicio crítico fuese motivado por el deseo de venganza y no por el afán de analizar las obras de los creadores artísticos… y no tan artísticos.
  Acusar a un crítico de cine de ser un cineasta frustrado o a un crítico de literatura de ser un escritor frustrado se ha convertido en cliché, pero un cliché empleado por muchísima gente, ya sea los fanáticos del criticado en cuestión o éste mismo.
  El terreno de la crítica musical, por supuesto, no se salva de ello. En los veintitantos años que llevo de ejercer profesionalmente la crítica de rock (mis primeros textos al respecto se publicaron en la sección cultural de El Financiero en 1991), el epíteto de músico frustrado me lo han endilgado en muchísimas ocasiones. No es que me moleste, en absoluto; sin embargo, me causa curiosidad saber lo que significa.
  Según entiendo, se trataría de alguien que quiso hacer música y al no ser capaz de crearla o de interpretarla, se frustró tanto que se llenó de rencor contra quienes sí la pueden crear o interpretar y por eso los crítica.
  Aparte de que me parece un argumento simplista y bastante idiota, me pregunto: ¿y qué pasa con quienes ejercen la crítica musical y al mismo tiempo tocan un instrumento o componen canciones? Si hacen música –buena o mala, para el caso da lo mismo–-, ya no son músicos frustrados, ¿o sí?
  Tal vez algunos se refieran a que eres un músico frustrado cuando tus creaciones muy pocos (o nadie) las conocen. En ese caso serías un “famoso frustrado”, pero seguirías siendo músico.
  El problema de fondo es la incapacidad para comprender y sobre todo para soportar la crítica. Solemos tener la piel muy delgadita y por eso, en cuanto se nos cuestiona algo “negativo”, reaccionamos con ira… y con otra frase igual de idiota: “Yo acepto la crítica, siempre y cuando sea constructiva”.
  Pero como me dijo una vez el gran Nikito Nipongo: “La critica tiene que ser destructiva o no es".

(Publicado en Milenio Diario)

jueves, 12 de noviembre de 2015

Led Zeppelin II


Grabado prácticamente al vapor y en condiciones muy poco propicias, en medio de la primera gira del grupo por los Estados Unidos, el segundo opus de Led Zeppelin (Atlantic, 1969) resultó, a pesar de los pesares, no sólo una obra maestra del rock duro sino una de las piedras fundacionales del heavy metal. Tan bluesero y pesado como su antecesor, Led Zeppelin II significó sin embargo un avance, pues contiene una mayor sofisticación y no sólo en las canciones semiacústicas (la preciosa “Thank You”, la emotiva “Ramble On”, la sensual “What Is and What Should Never Be)”, sino también en los cortes de riffs agresivos (el premetalero “Heartbreaker”, el movidísimo “Living Loving Maid [She's Just a Woman]”) o en los esplendidos blueses (el cachondo “The Lemon Song”, el cover fantástico a “Bring It on Home” de Willie Dixon). Sin embargo, fueron dos temas en especial los que más trascendieron de este disco. Primeramente, el restallante “Whole Lotta Love”, con su seco e inconfundible riff de cinco notas. “Mucho amor” (como se conoció en México) era en realidad una composición de Willie Dixon, pero el zepelín lo retomó un tanto a la mala y lo grabó sin la autoría respectiva y con el crédito de Bonham, Jones, Page y Plant. Posteriormente, una demanda haría que el apellido Dixon fuese incluido al lado de los otros cuatro (algo que aconteció de igual manera con “Bring It on Home”). Problemas legales aparte, “Whole Lotta Love” es pieza clave en la trayectoria de Led Zeppelin, en especial por la parte intermedia, un coctel de efectos de sonido que en algo recordaba las experimentaciones de los Beatles en “Revolution No. 9”. Por otra parte, “Moby Dick” llevó a John Bonham a los primeros planos, con el impresionante solo que lo convertiría en uno de los bateristas más respetados de la historia del rock. Sin poseer la frescura y el eclecticismo del primer disco, Led Zeppelin II fue más influyente para los jóvenes músicos que en los setenta irrumpirían en la escena del hard rock en general y del metal en particular.

jueves, 5 de noviembre de 2015

20 años de la obra maestra de Smashing Pumpkins


¿El álbum blanco de los noventa? Definirlo de esa manera sería una comparación injusta: injusta para los Beatles e injusta para los Smashing Pumpkins. Porque quizá lo único que hermana a ambos trabajos es que se trata de álbumes dobles, en los cuales se incluye una gran cantidad de canciones que siendo disímbolas entre sí, dan como resultado un conjunto contradictorio pero a la vez congruente y equilibrado. No obstante, Mellon Collie and the Infinite Sadness es una obra que posee características propias y singulares.
  De las agrupaciones llamadas alternativas de principios de los noventa, Smashing Pumpkins se distinguió desde un principio por seguir su propio camino. Su música pronto se alejó del rudo y violento grunge surgido en Seattle, para dirigirse a terrenos en los cuales corrientes como el dream-pop, el dark, el heavy metal, el progresivo y la sicodelia tenían mucho que decir y es precisamente en su tercer álbum –luego de Gish (1990) y Siamese Dream (1993) – en el que estas influencias confluyen y se sintetizan de un modo más claro.
  Billy Corgan, líder, cabeza y alma de la agrupación, un verdadero enfant terrible del rock noventero, demostró en Mellon Collie... su genio creativo, al producir una amalgama de composiciones llenas de riqueza armónica y melódica, en medio de un sentido de la rítmica que iba de los sólidos beats del rock duro a la acompasada suavidad de baladas cargadas de perversa dulzura.
  El álbum se encuentra dividido en dos partes, cada una contenida en un disco y con la medida proporcional de catorce composiciones por mitad. El disco uno (Dawn to Dusk) es el menos oscuro y más accesible, lo cual no significa que se trate de un segmento fácil de asimilar. Aquí, a los finos arreglos instrumentales de cuerdas y teclados corresponden dosis de guitarras distorsionadas (debidas sobre todo a James Iha), mientras la voz de Corgan puede ir de una ternura un tanto enfermiza a una dureza angustiada y angustiante que arroja al rostro del escucha sus sardónicas letras llenas de desencanto, malestar y agónica congoja. Hay temas tan soberbios como la introducción pianística del corte que da nombre al disco, la belleza orquestal (con ejecutantes pertenecientes a la Sinfónica de Chicago) de “Tonight, Tonight”, las explosiones grungeras de “Jellybelly”, “An Ode to No One” y “Zero” (con un riff que ya es un clásico), la headbangera “Bullet with Butterfly Wings”, la tensa y a la vez relajada (válgase la paradoja) “To Forgive”, la luminosa “Galapogos”, la portentosa “Porcelina of the Vast Oceans” y la concluyente “Take Me Down”.
  Twilight to Starlight, es decir el segundo disco del álbum, es ciertamente más denso y hermético que la primera parte de Mellon Collie... Eso no significa que nos encontremos frente a la contraparte de Dawn to Dusk. Más bien se trata de un complemento un tanto más nebuloso que abre con “Where Boys Fear to Tread” y culmina con “Farewell and Tonight”. Entre las doce piezas restantes hay temas muy populares como “Thirty-Three” y “1979” y otros no por menos conocidos menos buenos, como el cuasi blacksabbathiano “X.Y.U.”, “In the Arms of Sleep”, el pesadísimo “Tales of a Scorched Earth”, el melancólico “Stumbleine”, el graciosamente vampiresco “We Only Come Out at Night” y esa belleza que es “Lily (My One and Only)”.
  Mellon Collie and the Infinite Sadness, el ambicioso proyecto artístico de Billy Corgan grabado en Chicago y Los Angeles, con la mitad de las canciones compuesta con guitarra y la otra mitad con piano, es de algún modo el testamento musical de la primera época de Smashing Pumpkins con su formación original (el propio Corgan, James Iha, la bajista D'Arcy Wretzky y el baterista Jimmy Chamberlin). Un testamento que perdura a veinte años de haber sido grabado y que trascenderá a lo largo del tiempo.

(Publicado en la sección de música de la página Nexos Cultura y Vida Cotidiana)

martes, 3 de noviembre de 2015

Calamaro en sus propias palabras


No se trata de una biografía en el estricto sentido de la palabra. Tampoco de un diario que vaya avanzando de manera cronológica y ordenada. Paracaídas y vueltas (Planeta, 2015) de Andrés Calamaro es una colección de breves textos, algunos reales, otros alucinados, en los que el músico argentino da rienda suelta a una imaginación desatada, llena de desenfado y buen humor.
  Dueño de una estupenda prosa, el autor de canciones como “Flaca” y “Crímenes perfectos” y de discos como El salmón Alta suciedad se divierte y nos divierte con diversos pasajes de su vida (diarios íntimos, los llama) que, en la mejor tradición cortazariana en Rayuela, pueden leerse de corrido o al azar. Uno puede abrir el libro en cualquier página y toparse con algún escrito que lo mismo habla de un supuesto encuentro con Picasso en el cuarto de un hotel, donde ambos fuman marihuana y ven la televisión, o del cantante de tango Roberto Goyeneche o de Maradona o de Tom Waits o de Truman Capote o de Jimmy Page y Led Zeppelin.
  Culto, pero sin tomarse en serio a sí mismo, Calamaro nos hace disfrutar con sus revelaciones sin vergüenza y sus confidencias deliciosamente impúdicas. También con sus homenajes a la gente que admira, como en esa pequeña semblanza personal sobre Jimi Hendrix, o los países que ama (en el caso del nuestro, con una visión que de pronto resulta un tanto turística y cercana al lugar común de los visitantes de la plaza Garibaldi): “Dulce, cultural, enigmático y sanguinario. Colorido, aromático, histórico. El México de Pancho Villa, de Frida y Diego, de Buñuel y El Pana. De Alex Lora y Vicente Fernández. Del Chapo y el Mayo. Un mundo aparte. El de las revoluciones. El de los rituales y las ceremonias. El de los fantasmas en los caminos polvorientos de Rulfo”. Pero bueno, podemos perdonárselo, como le podemos perdonar el haber grabado un disco con Enrique Bunbury.
  Muy argentino y a la vez muy universal, el estilo escritural de Calamaro se disfruta de cualquier manera y hace de la lectura de Paracaídas y vueltas algo en verdad placentero.

(Publicado en Milenio Diario)

domingo, 1 de noviembre de 2015

Ornette Coleman: puro y absoluto free jazz


No se puede dejar ir el año sin mencionar una de las pérdidas más importantes y significativas en el mundo de la música en general y del jazz en particular. Me refiero a la muerte de uno de los grandes genios de todos los tiempos dentro de este género –a la altura de un John Coltrane o un Miles Davis–, el gran Ornette Coleman, quien falleció el pasado 11 de junio, a los ochenta y cinco años de edad.
  Gran impulsor del free jazz, ese estilo con tantos detractores, Coleman había sido paulatinamente olvidado por la ortodoxia jazzera. Puristas y tradicionalistas nunca aceptaron su revolucionaria propuesta y hasta la llamaron anti-jazz. Al final se salieron con la suya y de algún modo borraron a este saxofonista del panorama de lo que ellos consideran “el gran jazz”.
  La desaparición de Coleman es una oportunidad para reivindicarlo y devolverle su sitial entre los más grandes intérpretes y compositores de esta música, un sitial que jamás debió perder…, si es que en realidad lo perdió.
  Randolph Denard Ornette Coleman, nacido en Fort Worth, Texas, el 9 de marzo de 1930, fue siempre un inconforme, un rebelde que buscó salir de la ortodoxia y crear su propio estilo, libre, abierto, ajeno a cualquier esquema. Con su sax alto como arma implacable, consiguió revolucionar al mundo del jazz de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, al alejarse no sólo de los tradicionales standards del American Song Book, sino al prescindir de muchas fórmulas del género y fundir al todo instrumental sin una base rítmica y armónica rígida, a fin de otorgar una libertad absoluta a los músicos, así esto significara la asonancia y la estridencia que para muchos resultó insoportable en sus finos oídos, acostumbrados a las melodías reconocibles y convencionales. Era el free jazz: ruido para sus prejuiciados tímpanos.
  Coleman fue un hombre de su época, un músico que entendió a la perfección los cambios que empezaban a darse no sólo en la música sino en el arte, la cultura y la vida cotidiana. Comprendió que los aires de ruptura y transformación eran inminentes y no sólo se sumó a ellos, sino que los encabezó por medio de sus ideas, sus propuestas y sus composiciones.
  Músico vanguardista, fue más radical incluso que los propios Coltrane y Miles. Al lado del trompetista Don Cherry, quien por muchos años fue su fiel escudero, consiguió hacer que el jazz resquebrajara lo establecido e hiciera trizas todas las cuadraturas.
  “Nunca entendí por qué si el piano tocaba en clave de Do, el saxo debía estar en clave de La. Eso no cabía en mi cabeza cuando empecé en la música. De ahí surgió mi idea de que cada músico pudiera tocar en la tonalidad que se le antojara. En mis bandas, no me importaba que los músicos tocaran en la clave que quisieran, lo que me importaba es que tocaran conmigo. No quería que me siguieran, quería que se siguieran a sí mismos”, decía Coleman en alguna entrevista.
  Esta heterodoxia lo llevó a extremos tan arriesgados como delirantes, hasta crear un nuevo y provocador lenguaje dentro del jazz. Que lo llamaran anti-jazz no era algo que le molestara, todo lo contrario. Tenía vocación de apóstata.
  Muchos discos grabó a lo largo de su carrera, pero su álbum fundamental y el que encierra todo su espíritu herético y heterodoxo es el extraordinario The Shape of Jazz to Come de 1959, editado por Atlantic Records, y que ya desde su mismo título posee una arrogancia desafiante, como si el músico se encontrara seguro de estar estableciendo las bases de lo que sería el jazz en el futuro, un jazz libre de protocolos y ataduras. En ese trabajo se encuentra el Ornette Coleman en estado puro, a sus escasos y vigorosos veintinueve años, al lado de Don Cherry y de esa gran sección rítmica conformada por Charlie Haden en el bajo y Billy Higgins en la batería. Temas como “Lonely Woman”, “Peace”, “Focus on Sanity” o “Congeniality” muestran lo que habría de ser el free jazz que seguirían músicos como Eric Dolphy, Pharoah Sanders, David Murray y Sun Ra.
  Ornette Coleman, el hombre que reescribió el jazz, el innovador, el revolucionario, el nihilista, falleció en Manhattan, ya octogenario, de un paro cardiaco. Su sax alto queda para la posteridad en varias decenas de álbumes y otro tipo de grabaciones. En cuanto a su legado, instrumentistas actuales como John Zorn y otros lo tienen más que absorbido. Por fortuna.

(Publicado este mes en la revista Nexos)