lunes, 30 de abril de 2018

Las groupies, esas acosadoras


Quizá sea el de la música uno de los campos en donde más se produzca el acoso sexual, si bien histórica y paradójicamente (aunque no evidentemente) muchas veces este se haya dado en sentido inverso, es decir, no de manera predominante por parte de los hombres hacia las mujeres, sino precisamente al contrario. Intentaré explicar este galimatías.
  Por cuestiones que no logro vislumbrar del todo (y desconozco si existen estudios de genero sobre el tema), desde sus orígenes la creación musical ha provenido más del talento del sexo masculino que del femenino. De un modo cuantitativo al menos. En ese sentido, la música podría considerarse como un arte machista.
  Desde sus orígenes más antiguos hasta la era del avant-garde, los grandes compositores han sido en su inmensa mayoría varones. Del canto gregoriano a la música concreta, pasando por el renacentismo, el barroco, el clasisismo, el romanticismo, la ópera, el impresionismo, el modernismo. Monteverdi, Bach, Händel, Telleman, Vivaldi, Haydn, Mozart, Gluck, Beethoven, Tchaikovsky, Rachmaninoff, Debussy, Mahler, Ravel, Satie, Stravinsky, Stockhausen, Strinberg, Berg, Cage. Hombres todos. ¿Alguna compositora de esas alturas. Tal vez sólo Hildegarda de Bingen, en el siglo XII.
  ¿Grandes creadores del jazz? Armstrong, Parker, Coltrane, Davis, Evans, Nelson, Mingus, Monk. ¿Mujeres? Hay nombres grandiosos, desde Bessie Smith y Memphis Minnie, hasta Ella Fitzgerald y Billie Holiday, pero casi todas interpretaban canciones escritas por hombres. Algunas componían, como Nina Simone o la propia Holiday, mas constituían la excepción que confirma la regla, al igual que sucedía en el rock, el tango o la música popular en general.
  Pero, ¿qué tiene que ver el machismo intrínseco de la música con el acoso? ¿Han sido los grandes monstruos musicales grandes monstruos del abuso sexual? Algunos han tenido fama de insaciables, como Jimi Hendrix o Mick Jagger, pero no se les acusó jamás de abusadores. De hecho, no parece haber muchos datos al respecto.
  Para no desvariar, centrémonos en uno de los géneros más falocéntricos (hasta me sentí feminista al escribir ese término: fa-lo-cén-tri-co). Me refiero al ya mencionado rock.
  Desde sus inicios durante la década de los años cincuenta de la centuria pasada, el rock fue un género dominado por un género: el masculino. Las mujeres jugaron en un principio un rol si no marginal, al menos sí muy menor, casi siempre como meras intérpretes de canciones que les eran impuestas por las casas disqueras y sus directores artísticos.
  Sin embargo, había otra actividad aledaña que miles de mujeres empezaron a jugar en el mundo, un papel que desde el punto de vista del feminismo actual podría considerarse humillante y despreciable, pero que no parecía disgustar en absoluto a las jóvenes y no tan jóvenes que lo llevaban a cabo. Me refiero al papel de las llamadas groupies.
  Aunque ya desde las años cuarenta y cincuenta algunos cantantes contaban con seguidoras que los admiraban de manera incondicional (Frank Sinatra es un ejemplo claro), no fue sino hasta la aparición del rock n’ roll en los cincuenta y sobre todo del rock en los sesenta que las groupies pasaron de ser meras fanáticas que se desgañitaban en las actuaciones de sus artistas favoritos a representar algo mucho más cercano e íntimo con estos.
  Las groupies eran mujeres que lograban aproximarse de uno u otro modo a los músicos para convertirse en sus amantes de ocasión, en sus dadoras de placer, en sus corderitas obedientes, en sus aparentemente pasivas y complacientes hembras. Sin embargo, las cosas no eran del todo como parecía a simple vista. Muchas de estas groupies en realidad ejercían el papel de dominatrices y lograban un franco –para usar una palabreja de moda– empoderamiento.
  Organizaciones de groupies como las Plaster Casters, cuya meta era moldear en yeso los penes de las estrellas del rock y mostrarlas como trofeos escultóricos, en realidad lograban controlar la voluntad de vocalistas, guitarristas, tecladistas, bateristas y demás.
  También había groupies que presumían su calidad de cazadoras de rockstars y daban a conocer con orgullo las listas de personalidades a las que se habían llevado a la cama. Varias de ellas empezaron a convertirse en acosadoras (y no sólo sexuales) de los músicos, como lo fueron muchos de los llamados clubes de admiradoras que exigían determinados privilegios (discos, entradas gratuitas a las presentaciones, algún tipo de cercanía con sus admirados, etcétera). La presión acosadora y chantajista de muchos de estos clubes llegaba a ser insoportable en ciertos casos, dado el fanatismo de sus integrantes (¿o sería más políticamente correcto decir integrantas?).
  Hace ya algunos años, me tocó atestiguar cómo algunas quinceañeras se metían de manera subrepticia a un hotel de la ciudad de Hermosillo, en Sonora, para tratar de llegar a los cuartos de un grupo musical que ahí se hospedaba en la víspera de su concierto. Yo iba como periodista invitado para cubrir la gira y al ir caminando por un pasillo al lado de mi fotógrafo, fuimos identificados como parte de la comitiva de aquel grupo y empezaron a perseguirnos con gritos histéricos. Tuvimos que correr y a duras penas alcanzamos a llegar a nuestras habitaciones para escondernos. El susto fue mayúsculo. Aquellas demenciales mocosas daban terror.
  Groupies y admiradoras pueden convertirse en peligrosas acosadoras de los músicos y hasta de las músicas, como se vio en el caso de Selena, la cantante de tex mex asesinada por la presidenta de su propio club de fanáticas, quien se había convertido en una pesadilla para la infortunada vocalista.
  Sé que el de las groupies no es un problema de acoso que se considere en los estudios de género, pero no está por demás mencionarlo. A riesgo de ser considerado un furibundo macho antifeminista.
  Ni modo.

(Artículo que escribí para el No. 1 de la revista Dorsia)

domingo, 29 de abril de 2018

Un inusual círculo perfecto


Para los seguidores más aferrados de A Perfect Circle, su nuevo álbum, Eat the Elephant (BMG, 2018), puede resultar casi como un caso de alta traición. Pitchfork lo ha definido incluso como un disco de “adulto contemporáneo alternativo” que viniendo de esa revista es lo más parecido a un insulto. Y sin embargo...
  Es cierto que este nuevo trabajo de la mancuerna creativa formada por Maynard James Keenan y Billy Howerdel resulta notoriamente distinto a sus anteriores trabajos como A Perfect Circle, los estupendos Mer de Noms (2000) y Thirteenth Step (2003), así como su peculiar álbum de covers eMOTIVe (2004), ello para no hablar de su extraordinaria obra discográfica con Tool.
  Catorce años después de su última grabación, el círculo perfecto regresa con este Eat the Elephant tan inesperado como desconcertante. Desconcertante porque su música poco tiene que ver con el sonido proto metalero de sus dos primeros opus. Esta vez, el grupo apuesta por un sonido más accesible, no precisamente más pop pero sí más melodioso y menos duro, con letras altamente críticas ante la actual realidad del mundo y de la sociedad, una sociedad muy distinta a la de 2004, cuando aún no estaba a la vista la preeminencia de la tecnología de bolsillo, de las fake news o de las desconfiables aunque necesarias redes sociales. En este virtual disco de protesta, las letras de Keenan hablan de la enajenación, de la corrupción, de la guerra, del culto a la selfie y de los cuerpos de plástico, todo ello envuelto en una música que si bien es accesible para cualquier escucha –y en ese sentido podría volverse masiva y dejar de ser para un pequeño grupo de iniciados–, también resulta compleja, gracias a  la creación de atractivas atmósferas que nos seducen o nos mueven hacia los terrenos de la épica.
  De ese modo, desde la inicial y homónima “Eat the Elephant” nos vemos envueltos por un ambiente hipnótico y melancólico, mientras la voz de Keenan nos conmueve con irresistible dulzura. Luego vendrán maravillas como “Disillusioned” (glorioso canto contra la sobrevaloración de la tecnología moderna con ecos de Depeche Mode) y “The Doomed” (un himno sardónico en lo que todo es dicho a contrario sensu, mientras la música nos remite un tanto al viejo Tool). Otras altas cumbres del disco son la cuasi popera y hasta divertida “So Long, and Thanks for All the Fish”, la fantástica “Talk Talk” (con ecos de King Crimson), la solemnemente hermosa “By and Down the River”, la ominosa y proto industrial “Hourglass”, la elegante (e inquietante) “The Contrarian” y la concluyente y acompasada (¿es trip-hop?) “Get the Lead Out”.
  Keenan y Howerdel tardaron varios años en confeccionar este álbum y la paciente elaboración valió la pena. Fácil habría sido mirar al pasado y repetir fórmulas. Lejos de eso, Eat the Elephant nos presenta a un nuevo A Perfect Circle. ¿Mejor? ¿Peor? ¿Tan sólo diferente? Que cada escucha lo decida por sí mismo.

(Texto que me publicó el día de hoy la sección "Un triste domingo" de la revista Siempre!)

martes, 24 de abril de 2018

Sting y Shaggy, feliz combinación


Ya era hora de que el hombre volviera a sonreír y ponerse festivo. Nadie puede dudar de la calidad de la música del inglés Gordon Matthew Thomas Sumner, mejor conocido como Sting, pero hay que admitir que siempre le dio por escribir canciones con un cierto grado de melancolía y emociones no del todo felices. Incluso desde su etapa inicial con The Police, había algo de angst en sus composiciones.
  Pero justo en esa época también empezó a abrevar del reggae, género que adaptó al rock junto con Andy Summers y Stewart Copeland para crear un estilo que fue imitado por muchos (en México, abiertamente por Maná). Es al reggae que Sting regresa ahora, en pleno 2018 y a sus 66 años de edad, con este disco en colaboración con el jamaicano (jamaiquino se decía aún hace poco) Shaggy, un dueto que funciona a las mil maravillas y que ha hecho de 44/876 un álbum lleno de sol, de luz, de calor, de optimismo y de belleza rítmica.
  El flamante plato debe su nombre a los códigos telefónicos de larga distancia de los países de ambos músicos y se trata de una deliciosa colección de doce temas originales con el más fino y contagioso reggae.
  Quizás el único pero que le pondría a esta obra es su producción, demasiado apegada a los usos y costumbres del pop actual, es decir, con un empleo excesivo de los recursos del estudio de grabación, haciendo a un lado el sonido más orgánico que daría un grupo de acompañamiento con instrumentos reales. Aun así, el disco suena más que bien y al final resulta muy grato, con canciones tan buenas como “Morning Is Coming”, “Don’t Make Me Wait”, “Waiting for the Break of Day”, “22nd Street” y “Just One Lifetime”, en las que la combinación contrastante entre la voz aguda de Sting y la voz grave de Shaggy funciona a las mil maravillas.
  No es el mejor álbum del año ni creo que aspire a tal cosa. Es tan sólo un trabajo muy grato de reggae-pop, cuyas posibilidades comerciales (que las tiene) no obstan para recomendarlo como una obra digna de entrar en la colección de música del lector.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

lunes, 23 de abril de 2018

Caifanes: del subterráneo al Canal de las estrellas


Admirados y vilipendiados, amados y criticados, factor de división entre una crítica que los alaba sin rubores y otra que los pulveriza sin piedad, Caifanes es sin duda una de las agrupaciones clave del llamado nuevo rock mexicano. Conformada hace cerca de siete años, cuando dejaron su antiguo nombre de Las Insólitas Imágenes de Aurora (denominación bajo la cual se habían transformado en banda de culto de un grupo de seguidores de la clase media intelectualizada de Coyoacán y anexas), Saúl Hernández, Alfonso André, Alejandro Marcovich, Diego Herrera y Sabo Romo iniciaron una aventura que los ha llevado a grados de popularidad que para un grupo de rock mexicano resultan todavía insólitos.
  Si bien en un principio mantuvieron un estilo musical e incluso físico que era una especie de calca de lo que hacía en Argentina el grupo Soda Stereo (calca a su vez del quinteto británico The Cure), poco a poco fueron evolucionando hasta conseguir un sello más propio y distintivo, sobre todo gracias al timbre de su vocalista, Hernández, quien paulatinamente consiguió dejar de imitar al cantante de Soda Stereo y a Robert Smith y cuando menos logró una cierta identidad propia.

Esa negra linda me hizo famoso
Ocioso sería detallar aquí lo que fue, año con año, la carrera de Caifanes, ya que la mayor parte de los aficionados al rock nacional la conocen al dedillo. Cabe señalar, sin embargo, el parteaguas que resultó para ellos la peculiar grabación de una vieja melodía tropical, “La negra Tomasa”, que de golpe los metió en el gusto popular, no sólo de los roqueros, sino de un público mucho más amplio: aquel que gusta de escuchar estaciones de radio especializadas en baladistas, comprar revistas del tipo de las actuales Eres o Circo o soplarse las interminables horas que dura el programa Siempre en domingo, conducido por el pontífice de la TV mexicana: Raúl Velasco.
  Con esa canción, el grupo se vio de pronto metido en un medio al que cuando menos aparentemente no pretendía acceder. Aparecía en las portadas y los anuncios televisivos de publicaciones frívolas y dirigidas a un público cuyo coeficiente mental es menor al de un chimpancé oligofrénico; actuaba en emisiones tan prestigiadas como las de Verónica Castro, el ya mencionado Velasco o el inefable Paco Stanley; sus piezas, de “La negra Tomasa” en adelante, eran tocadas lo mismo en estaciones ultracomerciales que en las populacheras y tropicalonas. Eran los gajes de la fama, los sacrificios que debían ofrendar en aras de una popularidad masiva que si no había sido buscada, cuando menos fue aceptada sin demasiados peros.
  Con el arribo de Caifanes al mundo del espectáculo made in Televisa, las puertas del monopolio comenzaron a abrirse para otras agrupaciones. Fue así como, de la noche a la mañana, los jerarcas de los medios más mediatizadores del país descubrieron que el rock nacional podía ser un buen negocio y abrieron generosamente sus puertas a “bandas” como La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, Fobia, Café Tacuba, Rostros Ocultos, Maná y alguno que otro etcétera. Y dieron en el blanco: los discos de estos músicos –que del gueto saltaron a los almohadones de plumas, las limusinas (alquiladas) y los guaruras (verídico)– comenzaron a venderse como pan caliente y surgió ahí una veta que hasta hoy sigue siendo más que lucrativa.

I wanna be a rock n’ roll star
Convertidos los ex marginales en superestrellas huehuenches, el siguiente paso fue internacionalizarlos. Caifanes fue uno de los baluartes en ese sentido. Gracias a la difusión del “Canal de las estrellas” en numerosos países, el grupo consiguió darse a conocer en toda Iberoamérica, en los Estados Unidos, España y algunos otros puntos del orbe. Sus discos (Caifanes, 1988; El diablito, 1990; El silencio, 1992) fueron cada vez más vendidos y todo parecía como un cuento de hadas. Hasta la revista norteamericana Rolling Stone les dedicó un comentario de un sexto de página, algo antes sólo logrado en nuestro país por Luis Miguel.
  Después de la grabación de El silencio, producido nada menos que por el ex Frank Zappa y ex King Crimson Adrian Belew (cuyo trabajo resultó bastante deficiente a decir de varios críticos), los rumores sobre una escisión en el grupo comenzaron a rondar por los corrillos y bajos fondos roqueros. Pronto dichos rumores cobraron visos de  verdad, cuando se anunció la salida del bajista Sabo Romo por problemas internos que no fueron dados a la luz pública. El hecho coincidió con los festejos de los seis años de la formación del quinteto, celebración que se llevó a cabo por medio de un concierto a lleno total en el Palacio de los Deportes, en abril de 1993. Después de la exitosa presentación, Romo se fue a engrosar las filas de Aleks Syntek y la Gente Normal, logrando el consenso absoluto de que daba un terrible paso atrás. Su lugar ha sido ocupado por algunos bajistas eventuales que, según los fanáticos del grupo, no han logrado llenar sus zapatos. Más tarde, el tecladista y saxofonista Diego Herrera siguió los pasos de Sabo y hoy día es flamante director artístico de BMG Ariola, lo cual nos viene a mostrar que pasar de roquero a yupi no es del todo difícil.
  ¿Y ahora qué? ¿Qué se puede esperar de Caifanes para los tiempos por venir (tan conflictivos de por sí)? ¿Volverán a sus raíces subterráneas, una vez probadas las mieles del éxito comercial y la fama, o se irán por el caminito fácil de lo probado y lo seguro, negándose a experimentar creativamente? Como diría el maestro Bob Dylan: la respuesta está en el aire.

(Publicado en la revista La Mosca en la Pared No. 1, febrero de 1994)

miércoles, 18 de abril de 2018

10 grandiosos discos de 1998


1998 fue un buen año para el rock y sus diversas vertientes. En vísperas del cambio de siglo, diversos grupos y solistas se encontraban en un momento iluminado y su talento musical fue capaz de producir trabajos tan buenos como los que aquí me permito enlistar.

1.- Massive Attack. Mezzanine (Virgin). Una de las obras fundamentales del trip-hop. La agrupación de Bristol produjo su pieza maestra con este su tercer trabajo discográfico, un álbum extraordinario, sublime, especialmente en su primera parte (dos de los tres impresionantes cortes iniciales –“Angel” y “Teardrop”– no tienen parangón). Un disco artísticamente perfecto.

2.- Pulp. This Is Hardore (Island). Quizás el grupo más lleno de sofisticación y sensualidad del britpop, Pulp alcanzó la cumbre con este, su sexto y penúltimo álbum, muy posiblemente su obra maestra (aunque hay quienes piensan que el anterior Different Class es mejor). De la mano de su líder y cantante, el extraordinario Jarvis Cocker, el grupo logró producir una serie de canciones magníficas, como “The Fear”, “Help the Aged” y la homónima “This Is Hardcore”.

3.- Air. Moon Safari (Astralwerks). El elegante dueto francés de música electrónica, integrado por Jean-Benoit Dunckel y Nicolas Godin, debutó hace un par de décadas con esta acuarela musical que incluye una fusión de géneros que van del pop a la Bacharach al jazz y el ambient, con las necesarias referencias al rock de los años sesenta. Un disco irresistible, encantador, lleno de calidez  y color.

4.- Placebo. Without You I’m Nothing (Virgin). Aunque formó parte de llamado britpop, la música del grupo encabezado por el singular y andrógino Brian Molko tendió siempre hacia una especie de pop-rock oscuro que lo emparentaría más con The Cure o Depeche Mode, si no es que con el glam setentero, como lo muestra el tema abridor: “Pure Morning”. Con este, su segundo álbum, el trío londinense logró la fama mundial instantánea.

5.- Elliott Smith. Xo (Dreamworks). A sus tempranos 19 años, este talentosísimo aunque atormentado compositor y cantante irrumpió en las grandes ligas luego de tres discos independientes y de haber logrado la fama con sus canciones para el soundtrack de la película Good Will Hunting de Gus van Sant, en especial con “Miss Misery”. XO es un álbum espléndido, lleno de melancolía y belleza, una colección de las más hermosas melodías que mucho le debe a los Beatles.

6.- Eels. Electro-Shock Blues (Dreamworks). Luego de su estupendo debut discográfico con el Beautiful Freak de dos años antes, el proyecto de Mark Oliver Everett, alias “E”, presentó este su segundo álbum que resultó aún mejor que el primero. Más oscuro y más épico, más profundo y más austero, ha sido comparado con joyas similares como el Tonight’s the Night de Neil Young o el Magic and Loss de Lou Reed. Una joya.

7.- PJ Harvey. Is This Desire? (Island). La más desafiante y feroz cantautora de los noventa nos legó en este, su cuarto álbum, un trabajo más elaborado y difícil de apreciar de primer golpe de lo que habían sido sus tres trancazos discográficos anteriores. Menos punk y con una mayor sofisticación, Is This Desire? no fue debidamente apreciado en su momento, pero es una grabación que fue creciendo con el tiempo y que hoy alcanza el estatus de clásico.

8.- The Smashing Pumpkins. Adore (Virgin). No es el más afamado o el más apreciado de los discos de la agrupación encabezada por el singular Billy Corgan, pero este álbum posee una muy especial belleza que lo hace entrañable. Los de Chicago lograron producir aquí un dream pop sutil y hechizante, con atmósferas plenas de nostalgia. Un trabajo profundo y admirable que ha crecido con el paso de los años.

9.- Belle and Sebastian. The Boy with the Arab Strap (Matador). Si un grupo puede representar al mejor rock pop que se ha hecho de los noventa a la actualidad es este combo proveniente de Escocia, encabezado por ese geniecito de la composición que es Stuart Murdoch. Muy influido por su paisano Donovan, Murdoch ha grabado una decena de álbumes gloriosos, pero su opus de 1998 es una piedra de toque.

10.- Neutral Milk Hotel. In the Aeroplane over the Sea (Merge). Agrupación mítica de rock alternativo surgida en Athens, Georgia, NMH sólo grabó dos álbumes, ambos de culto absoluto, aunque este, su segundo, ha permanecido durante dos décadas como una singular obra maestra de lo que hoy llamamos indie. James Mangum y compañía consiguieron una perla del rock acústico y hi-fi, un viaje ácido y misterioso que sigue escuchándose tan fresco y vital como cuando fue grabado.

(Escribí y publiqué esta lista para "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

lunes, 16 de abril de 2018

Lovely Rita


Debo confesar la verdad. La noche del pasado 8 de mayo asistí a la Ola Azteca con ánimo crítico y dispuesto a demoler por escrito cuanto viera por ahí. Pensé que no me costaría trabajo. Después de todo, estaba convencido (y lo sigo estando) de que era una burda maniobra de Televisa para seguir manejando a su antojo al llamado rock nacional; una forma de continuar lo que ha hecho, al utilizar en su programación mediatizadora a grupos como La Maldita Vecindad, Café Tacuba, Caifanes, Rostros Ocultos y demás. Con la “Ola roquera”, el monopolio de la televisión se presentaba como impulsor del movimiento musical de los jóvenes roqueros (que no rocanroleros: hay notables diferencias de significado entre ambos términos), muchos de los cuales, me consta, creen en la sinceridad y las buenas intenciones del monstruo. “Lo importante es que existan foros para tocar”, dicen los músicos, y poco les interesa vender su alma al diablo con tal de gozar de quince minutos de fama. Lo importante no es el trabajo creativo, la labor verdaderamente artística, sino el hecho de ser difundidos a como dé lugar, no importa que sea en Siempre en domingo, Mi barrio o cualquier otra mierda. ¿Ideología? ¿Principios? ¡Maestro, estamos en otros tiempos! Es la era del liberalismo social, la era del cinismo.
  Pero volvamos a la noche del sábado 8 de mayo. Desde que entré al Estadio Azteca, sentí el clásico ambiente policiaco-represivo que distingue a los espacios dominados por Televisa. Gente de seguridad, guaruras disfrazados de guaruras, granaderos; miradas torvas, desconfiadas.
  En el escenario, un grupo llamado La Candelaria que, más que música, hacía dengues y gestos “prendidísimos” que dejaban a la gente impávida (menos mal). Luego vino Insignia, cuarteto muy joven y con una propuesta mucho más interesante que la de sus antecesores. Sin embargo, mi interés –y el de la mayoría de los asistentes– era ver a Santa Sabina (en mi caso, porque nunca los había visto en persona). Vino entonces lo inesperado...
  Después de haber visto en otras ocasiones a vacas sagradas como La Maldita y Caifanes, llevándome sendas decepciones por la pobreza de sus actos, ver a Santa Sabina resultó una sorpresa agradabilísima. He aquí una propuesta artística original y rica en matices, con composiciones interesantes  y muy bien ejecutadas por cuatro músicos espléndidos. La banda crea atmósferas oníricas y estrambóticas que son aprovechadas a la perfección por la presencia más impactante y la mejor voz del rock nacional: Rita Guerrero. A pesar de su corta estatura, Rita crece en el escenario, se adueña de él y lo utiliza a su antojo. Su dominio del público es impresionante. De pronto (y no exagero), uno de ve metido en una experiencia mística de la que resulta imposible escapar. Rita posee un manejo de la mirada, el rostro y el cuerpo que la transforma en una hechicera. En ella hay, por fin (al igual que en sus compañeros), una manifestación musical realmente rocanrolera, de una finura excepcional y hasta insólita dentro del medio en que se mueve.
  Rita y Santa Sabina se han salvado hasta ahora (supongo que por sus convicciones y no por falta de ofertas) de caer en el mercantilismo fácil de otros. Ojalá sigan por ahí, caray.

(Publicado en mi columna “Bajo presupuesto” de la sección cultural del diario El Financiero, el 21 de mayo de 1993)

martes, 10 de abril de 2018

¿Elton John revampirizado?


No es el primer disco en homenaje a Elton John (en 1991 apareció el estupendo Two Rooms, con grandes intérpretes como Eric Clapton, The Who, Kate Bush, Sting y otros). Sin embargo, el reciente disco Revamp: Reimagining the Songs of Elton John & Bernie Taupin posee una muy especial característica: es un tributo en el que todas las canciones están a cargo de estrellas del mainstream actual, de lo más granado de la comercialidad musical de hoy, tanto en el pop como en el rock.
  ¿Significa esto que la grabación es una basura o un producto desechable? No del todo. En realidad, se trata de un álbum aceptable a secas, con una trecena de temas interpretados por un abanico de grupos y solistas que van de Lady Gaga a Queens of the Stone Age y de Miley Cyrus a Mumford & Sons.
  Elton John anunció que está a punto de retirarse y su inminente gira internacional servirá para decir adiós a los escenarios. Es en este contexto que aparece este Revamp (algo así como modernizar o rehacer; nada que ver con asuntos de vampiros).
  El título alude a la manera en que están producidos los trece cortes del larga duración, con los sonidos y trucos de estudio imperantes hoy, algo que resulta más que evidente en el track inicial, “Bennie and the Jets”, el único en el que participa el propio Elton John, acompañado por Pink y por el hip-hopero Logic, en un arreglo que incluye un desconcertante y no sé si inoportuno rapeo de éste a la mitad de la canción.
  Entre las versiones más destacadas están la de Florence + the Machine a “Tiny Dancer”, la de Mary J. Blige a “Sorry Seems to Be the Hardest Word”, la de Q-Tip y Demi Lovato a “Don’t Go Breaking My Heart”, la de Sam Smith a “Daniel”, la de Lady Gaga a “Your Song” y la de Queens of the Stone Age a “Goodbye Yellow Brick Road”.
  Coldplay y The Killers aburren con “We Fall in Love Sometimes” y “Mona Lisas and Mad Hatters”, mientras que Mumford & Sons cumplen medianamente con “Someone Saved My Life Tonight”.
  Un disco para seguidores de Elton John. Nada más.
(Publicado el día de hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

domingo, 8 de abril de 2018

Caifanes bajo coacción


Ella me dijo: “Si escribes mal de este concierto, es que no posees objetividad periodística”. Y me advirtió amenazante: “Si escribes mal de este concierto, no te vuelvo a hablar en mi vida”.
  Conste lo anterior para aclarar que escribo el presente texto bajo presión moral, coaccionado claramente. Por lo tanto, no podré decir que el concierto del grupo Caifanes, del pasado viernes 30 de abril (Día del niño) en el Palacio de los Deportes, me dejó absolutamente impávido.
  Tampoco podré decir que la música de este quinteto nada más no me llega, me resulta terriblemente monótona y no me hace mover un solo músculo.
  No mencionaré que las letras de sus canciones, más que crípticas o herméticas, me parecen pretensiosas, sin sentido, falsamente profundas o francamente burdas (verbigracia: “Me dirás que soy un perro / que en el cerebro tengo moquillo” o aquel atentado contra el idioma  que es la palabreja “metamorféame”. ¡Horror!).
  Ni anotaré que su presencia escénica es pobre y estática, que la voz de Saúl Hernández carece de matices (¡de acuerdo, maestro Monsalvo!) y los instrumentistas son apenas un poco mejores que los de La Maldita Vecindad.
  No escribiré que el hecho de que 20 mil personas hayan brincado y cantado como una sola, durante más de de dos horas, no significa necesariamente que Caifanes sea un buen grupo. Igual cantan y brincotean 50 mil ante Garibaldi, Yuri, Ricky Martin o Los Temerarios.
  No diré (¡no!) que esas jaladas de sacar a grupos de concheros son arranques chauvinistas innecesarios y falsísimos, con todo y los gritos de “¡México, México!” del respetable o que los exhortos de Saúl contra el malinchismo suenan más provincianos que la arenga de un presidente municipal un 15 de septiembre cualquiera.
  Tampoco comentaré que lo mejor de todo (al menos para uno, como periodista) fueron los tacos al pastor y las cervezas (así como las buenísimas edecanes) del convivio  posterior al concierto; lo mismo que la presencia de la maravillosa Daisy Fuentes, locutora de MTV ahí presente. cuyo rostro y cuerpo resultan muy difíciles de olvidar.
  Por último, me abstendré de señalar que después de verlos en vivo, los Caifanes me siguen pareciendo tan planos y faltos de vitalidad como cuando los escuché en disco.
  Perdone el estimado lector que esta vez no diga cosa alguna y me reserve mis opiniones, pero la verdad es que a ella la quiero mucho y no quisiera que me considerara falto de objetividad periodística ni (mucho menos) que dejara de hablarme para siempre.
  Así pues, por esta vez, guardo El silencio.
  Ni hablar.

(Publicado en mi columna “Bajo presupuesto” de la sección cultural del diario El Financiero, el 7 de mayo de 1993)

martes, 3 de abril de 2018

Las sensacionales Swing Singers


Una de las preguntas que me hago cuando cuestiono al rockcito es por qué, si en México existen tan buenos músicos, el pequeño rock que se hace en México es en su mayor parte tan malo. En el jazz por ejemplo, sucede otra cosa muy distinta: en nuestro país se hace gran jazz en todas sus vertientes y la del jazz vintage no es la excepción.
  A fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta, surgieron en los Estados Unidos agrupaciones vocales femeninas con muy especiales armonizaciones y con una base jazzística apoyada sobre todo en el swing. Las Andrew Sisters y las Chordettes destacaban entre ellas.
  En México surgió hace relativamente poco tiempo un trío vocal (apoyado por un trío instrumental) conformado por las cantantes Aly Orizaga, Mariana Teutli y María José Ruiz (a quien acaba de reemplazar Luisela López). Las acompañan Sabik Chaparro (guitarra), Gary Anzures (tuba) y Guillermo Sandoval (batería).
  Con un repertorio que incluye lo mismo clásicos del swing que boleros adaptados a este ritmo, Las Swing Sisters acaban de sacar el álbum Dulce Swing (Fonarte Latino, 2018). Con una perfecta amalgama vocal, el trío consigue dotar a sus interpretaciones de una frescura y una gracia verdaderamente sorprendentes. Es claro que no se trata de cantantes improvisadas y que detrás de sus vocalizaciones hay un trabajo intenso y profundo, aparte de un gusto evidente por lo que hacen.
  El álbum contiene piezas conocidas, pero con un tratamiento muy particular y lleno de vida. Así, el contenido va desde clásicos como “Sing, Sing, Sing”, “Moon River”, “Mr. Sandman” y “Alexander’s Ragtime Band” hasta boleros como “Cuando vuelva a tu lado”, “Piel canela” y “Bésame mucho” o incluso temas de películas de Walt Disney como El libro de la selva (“Quiero ser como tú”) y Los Aristogatos (“Todos quieren ser un gato jazz”).
  A pesar de ser un trabajo de tintes nostálgico, estas muy jóvenes vocalistas lo han dotado de una actualidad inusitada y, sobre todo, de una calidad musical a toda prueba. Un gran hallazgo que no dudo en recomendar.

(Mi columna "Gajes del orificio" de hoy en la sección ¡hey! de Milenio Diario)

domingo, 1 de abril de 2018

10 “rockeros” mexicanos que no tocan rock


Se hacen pasar por rockeros, se atavían y se conducen como si lo fueran, se presentan en festivales que supuestamente son de rock, pero su música los desmiente. He aquí una decena de ejemplos de grupos y solistas que simulan lo que en realidad no son…, aunque se sienten rockstars.

1.- Carla Morrison. Mucho más identificada con la balada ñoña y hasta con el bolero lloriqueante o la música de mariachi más cursi, esta peculiar compositora e intérprete hace todo menos rock y hasta ella así lo dice. Pero su marketing la desmiente e incluso nos la presenta como una diva rockera.

2.- Enjambre. Un grupo que quedaría perfectamente situado en el contexto de la música grupera o de viejas agrupaciones tipo Los Ángeles Negros o Los Solitarios. Pero hay quienes insisten en que son rockeros. Bueno, ellos mismos lo hacen. Ajá.

3.- Juan Cirerol. Mala combinación entre Cornelio Reyna y Johnny Cash. Con letras pedestres y una actitud camp, Cirerol fue descubierto por una disquera hipster de la colonia Condesa, la cual se encargó de convencer a los incautos de que estaban frente a un enorme artista. Una simpática tomadura de pelo.

4.- Natalia Lafourcade. Del pop al rockcito ñoño y de ahí a la música pretendidamente alternativa, para derivar en Agustín Lara y la música andina Tigresa del Oriente style. Un híbrido que puede ser todo, menos rock.

5.- Moderatto. ¿Poner arreglos falsamente metaleros a baladas pop es hacer rock? Lo que comenzó como una humorada, terminó por convertirse en uno de los chistes más malos. Pero es redituable y ahí sigue. Creo.

6.- Moenia. ¿Los representantes mexicanos del rock electrónico? ¿Los equivalentes nopaleros de New Order y The Pet Shop Boys? Parecería broma, pero hay quienes responderán de manera afirmativa. En serio.

7.- Los Daniels. Émulos de Sandro de América, Los Terrícolas y Los Pasteles Verdes, pero navegan con bandera de rockers. Que el espíritu de Chuck Berry los perdone.

8.- Los Románticos de Zacatecas. Léase palabra por palabra lo que escribí líneas atrás acerca de Enjambre.

9.- Caloncho. Una cosa inenarrable. Dejémoslo ahí.

10.- Little Jesus. De lo más reciente en el mundo del rockcito, empezaron como una obvia imitación de Vampire Weekend para derivar en un rock pop informe. El grupo parece más un capricho relajiento de hipsters-mirreyes que otra cosa. Pero ahí andan.