domingo, 30 de abril de 2017

Tarkus


Apenas en su segundo disco, de 1971, Emerson, Lake & Palmer edificaron una estructura apabullante de rock progresivo en una suite que ocupa todo el primer lado del álbum y que a más de cuatro décadas y media de distancia, sigue asombrando a quien la escucha.
  Conformada por siete partes perfectamente entrelazadas –cuatro instrumentales (“Eruption”, “Iconoclast”, “Manticore” y “Aquatarkus”) y tres cantadas (“Stones of Years”, “Mass” y “Battlefield”)–, “Tarkus” –la pieza de 21 minutos escrita en su mayor parte por Keith Emerson, con algunas contribuciones de Carl Palmer y de Greg Lake (éste sobre todo en las letras)– es una composición épica que tiene pocos rivales en la historia del género (sólo “Thick as a Brick” de Jethro Tull y quizá “Close to the Edge” de Yes se le podrían comparar).
  Respecto al segúndo lado del plato, está conformado por seis cortes estupendos, aun cuando no todos pertenecen al progresivo (“Are You Ready Eddy?” es un simpático rocanrolito con todas las de la ley). Sin embargo, temas como “Bitches Crystal” y “A Time and a Place” cumplen con todos los requisitos para ser considerados como prog rock. Tarkus es una obra maestra de ELP. Un imprescindible.

(Reseña publicada originalmente en el especial de La Mosca en la Pared No. 46, editado en febrero de 2008 y dedicado al rock progresivo; fue el último número de la serie –¡snif!– en aparecer)

martes, 25 de abril de 2017

El americanismo de Ray Davies


Hablar de Ray Davies es hablar del mejor cronista sociomusical que ha dado la historia del rock. Desde que se iniciara como líder del cuarteto británico The Kinks, a principios de la década de los sesenta, sus letras retrataron la vida cotidiana, individual, social y política (incluso económica) de los ingleses. En cuanto a su música, ésta abrevaba lo mismo del blues, el folk, el country y el rock n’ roll llegados de los Estados Unidos que del skiffle y la música de vodevil más londinense.
  Davies es una leyenda andante, uno de los grandes sobrevivientes de la llamada Ola Inglesa que cambió la historia del rock por allá de 1964 y es también el virtual progenitor de lo que en los noventa se conoció como el brit-pop. Agrupaciones como Blur, Oasis y Pulp le deben muchísimo al creador de “You Really Got Me” y “Low Budget”, entre cientos de grandes canciones más.
  Quién iba a decir que el más british de los británicos iba a confesar, primero en su más reciente libro autobiográfico y luego en su nuevo disco, su gran amor y admiración por los Estados Unidos de América.
  Americana (Legacy, 2017) se llama el flamante álbum de Ray Davies, en el que se hizo acompañar por uno de los grupos más emblemáticos del alt-country: los excelentes Jayhawks. Una quincena de nuevas composiciones conforman el plato que no tiene desperdicio y con el que, a sus casi 73 años, el músico se muestra en plenitud creativa e interpretativa.
  Curiosamente y contra lo que el nombre del disco podría sugerir, no se trata de una colección de composiciones basadas de manera exclusiva en el alt-country (hoy denominado americana), sino en la visión y la experiencia que musical y existencialmente ha tenido Davies como habitante de ese país al que ha adoptado, al irse a vivir a Nueva Orleans.
  Grabado en los estudios Konk de Londres, Americana es un estupendo álbum y un reencuentro del buen Ray con lo mejor de su sensibilidad y su talento. Un trabajo que vale muchísimo la pena.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

miércoles, 19 de abril de 2017

Slowhand


Uno de los álbumes clásicos del Clapton solista, Slowhand (su viejo apodo de “Mano lenta”), grabado en 1977, quizás haya sido ligeramente sobrevalorado como un todo, aunque contiene algunos de los temas más notables de la carrera del británico.
  Con una madurez notoria como guitarrista que apuesta más a la expresión y el sentimiento que a la velocidad y la técnica (ahora sí era un mano lenta, pero en el mejor sentido de la palabra), el Clapton de este disco resulta más cálido, más íntimo. De ahí que composiciones como la preciosa “Wonderful Tonight” –que con otro intérprete seguramente habría caído en la cursilería–, con el buen Eric suene tan dulce como conmovedora. También están la llena de gracia “Lay Down Sally” –con su perfil entre bluesero y campirano–, la contundente “Cocaine” (otra canción de la autoría de J.J. Cale, al igual que “After Midnight”), el alegato contra los celos que es “Next Time You See Her” o la enorme y jammeada “The Core”, para muchos el mejor corte de Slowhand.

domingo, 16 de abril de 2017

Songs of Faith and Devotion


Tres años como paréntesis, luego de su disco Violator de 1990, tiempo suficiente para que el mundo del rock cambiara de manera más o menos dramática. Ahí estaba ya, plenamente instalado, el grunge, mismo que nada tenía que ver con la música de Depeche Mode, cuando menos en apariencia. No obstante, tanto lo que se hacía en Seattle y otras ciudades norteamericanas como lo que durante varios años habían hecho Martin Gore y compañía tenían un común denominador: el punk. Y aunque ahí estaba Nine Inch Nails, con un Trent Reznor que parecía haber sabido fusionar los sonidos electrónicos de Depeche Mode con el desesperado espíritu de Nirvana, Soundgarden, Alice in Chains o Pearl Jam, el cuarteto de Basildon supo también adaptarse a los tiempos y fruto de ello es de algún modo Songs of Faith and Devotion (1993),
  Con otra actitud (David Gahan de pronto había adquirido la apariencia inequívoca de un cantante de rock), un mayor uso de la guitarra y un sonido un tanto más orgánico y menos sintetizado, aunque sin perder en absoluto el sello de la casa, el disco resulta magnífico.
  “I Feel You”, el corte inicial, es –como alguien dijo por ahí– una canción de devoción cantada como si fuera una canción de fe. Dura, contundente, seca, pero a la vez profunda e introspectiva, esta oscura tonada de amor (“This is the morning of our love”, dice la letra de Martin Gore cantada por David Gahan) revela las nuevas sendas a las cuales se abría la banda. Algo parecido puede decirse de otros de los cortes que conforman el plato. “Condemnation”, por ejemplo, es un tema vibrante y pleno de pasión, con un sentimiento negramente gospeliano, una absoluta joya, mientras que “In Your Room” también se encuentra imbuido de ese espíritu casi religioso que hace de Canciones de fe y devoción una obra tan especial. Todo ello sin olvidar composiciones tan buenas como “Walking in My Shoes”, “Judas” y “The Mercy in You”.
  Un trabajo más que memorable.

(Reseña que escribí para el Especial de La Mosca en la Pared No.21, dedicado a Depeche Mode y publicado en junio de 2005)

viernes, 14 de abril de 2017

Highway to Hell


Producido por Robert John “Mutt” Lange, el último álbum de AC/DC antes de la inesperada muerte de Bon Scott es, paradójicamente, una de las dos obras maestras de la agrupación.
  Scott fallecería apenas seis meses después de la aparición de Highway to Hell (1979) y con él se iría una parte fundamental de la historia del grupo. Scott llevaba un ritmo de vida absolutamente desenfrenado y los excesos terminaron por cobrarle la factura y colocarlo en medio de la carretera al infierno.
  No deja de resultar irónico que en la letra del tema que da nombre al disco, la hoy clásica “Highway to Hell”, el buen Bon hablara, desde la perspectiva de un rufián, de su negativa a enmendar el camino (“Hey Satan, paid my dues / Playing in a rockin’ band / Hey Mama, look at me / I’m on my way to the promised land”). En ese sentido, se trata de un extraño epitafio para una existencia quizás irresponsable, aunque artísticamente rica y generosa.
  Pero hay otras canciones igualmente duras y extraordinarias. Desde ese irresistible rock que es “Girls Got Rhythm” hasta la provocadora, machista y sexista “Walk All Over You” (“Reflections on the bedroom wall / And there you thought you’d seen it all / We’re rising falling like the sea / You’re looking so good under me”), pasando por cortes tan sacudidores como “Touch Too Much”, “If You Want Blood (You've Got It)”, “Beating Around the Bush”, “Get It Hot” y esa absoluta maravilla de amplia influencia bluesera que es “Night Prowler”.
  Un gran disco por donde quiera que se le escuche.

(Reseña que escribí originalmente para el Especial de La Mosca en la Pared No. 28, dedicado a AC/DC y publicado en febrero de 2006)

martes, 11 de abril de 2017

Sergio Acuario


Interrumpo la serie “Apuntes sobre el rockcito” que inicié la semana pasada en este mismo espacio, porque la muerte no pide permiso y se llevó a un gran periodista y escritor mexicano que también fue músico de rock.
  Hablo de Sergio González Rodríguez, quien fuera bajista del grupo Enigma a fines de los años sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. Esta faceta de su vida fue poco difundida, quizá porque Sergio era mucho más conocido por su labor intelectual y periodística, ya sea como investigador, ensayista, promotor cultural, reportero o literato del altos vuelos.
  El grupo Enigma (que primero se llamó Las Ventanas) lo formó junto a sus hermanos Carlos y Pablo y cobró notoriedad por allá de 1971 o 1972, sobre todo por dos canciones que fueron muy difundidas en la radio: “Bajo el signo de Acuario” y “El llamado de la hembra” (a la que algunos consideran el primer heavy metal hecho en México). Ambas composiciones originales eran bastante buenas y muy representativas del momento que vivía el rock nacional inmediatamente previo y posterior al festival de Avándaro.
  Conocí a Sergio González Rodríguez en 1998, cuando aceptó presentar mi primera novela, Matar por Ángela, en la cafebrería El Péndulo, en Polanco. Su intervención fue muy generosa y luego publicó en la sección cultural del diario Reforma una muy divertida crónica de la misma presentación, en la que confesaba su amor por Julieta Venegas (presentadora de mi libro también esa noche) (http://garciamichel.blogspot.mx/2017/04/sergio-gonzalez-rodriguez-y-matar-por.html).
  No diré que a partir de ahí nos hicimos grandes amigos, pero mantuvimos contacto, siempre con gran afabilidad y mutuo respeto. Ahora que, como parte del grupo Enigma (en el que se hacía llamar Sergio Acuario), lo escuché muchas veces en mi adolescencia, sin imaginar que veintitantos años después íbamos a conocernos.
  Sergio González Rodríguez falleció la semana pasada. Un infarto se lo llevó impensadamente, a sus 67 años de edad. Lo lamento de la manera más sincera, porque era un gran tipo, un estupendo ser humano.
  Descanse en paz Sergio Acuario.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del Orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)

domingo, 9 de abril de 2017

Medio siglo con las puertas de la percepción


Hace 50 años, un oscuro cuarteto de Los Ángeles, encabezado por 
un extraño sujeto llamado Jim Morrison, irrumpió en la escena del rock 
con este disco provocador, violento, sensual y sexual. 

A mediados de los míticos años sesenta del siglo pasado, la costa oeste de los Estados Unidos era, en el imaginario colectivo, algo así como el paraíso terrenal, una zona llena de luz, color, psicodelia, libertad, amor, fraternidad y el rock más cálido y alivianado. Eso se pensaba sobre todo de la parte norte del estado de California, con la mítica ciudad de San Francisco como capital por antonomasia del sexo, las drogas y el rocanrol.
  Sin embargo, algunos cientos de kilómetros hacia el sur, las cosas no resultaban tan idílicas. Los Ángeles era de algún modo la contraparte de Frisco y a la sombra de Hollywood reinaba cierto ambiente siniestro, relacionado más con la violencia pandilleril que con la paz jipiteca y más con las drogas duras que con el LSD o la motita. Todo esto se reflejaba en el rock que ahí se producía y no parece casualidad que justo en L.A. surgiera un grupo tan umbrío, provocador y anti hippie como The Doors.
  Conformado por el tecladista Ray Manzarek, el guitarrista Robbie Krieger, el baterista John Densmore y el vocalista y poeta extraordinaire James Douglas Morrison, el cuarteto tenía una propuesta musical y escénica fuera de lo común y su álbum debut provocó un verdadero cataclismo.
  Pocas agrupaciones en la historia del rock (quizá sólo The Jimi Hendrix Experience) han tenido un primer disco tan fuera de serie como The Doors, editado por Electra en 1967.
  Si ese año el Sgt. Pepper Lonely’s Hearts Club Band de los Beatles era la cima del arte luminoso, The Doors fue la sima de la oscuridad y la desesperanza. Álbum sui generis, su música y sus letras no se parecen en absoluto a cosa alguna que se hubiera hecho hasta entonces y, salvo posibles imitaciones, siguen siendo únicas.
  No era que el cuarteto angelino hubiese inventado el hilo negro; tan sólo supo fusionar en un estilo singularísimo el rock sicodélico con el blues, el jazz, la música de cabaret y la música clásica, todo ello aderezado con una poesía novedosa y peculiar. Hipnótico y seductor, provocativo y sensual, el estilo de los Doors debe mucho a las letras de Jim Morrison, pero también a la versatilidad de la guitarra de Krieger, al fantástico órgano (y al piano y al bajo tecleado) de Manzarek y a la batería elegantemente precisa de Densmore. Todo ello queda reflejado en The Doors de un modo que raya en la perfección.
  No hay aquí un solo tema débil. Cada canción es una pequeña joya, desde la inicial “Break on Through (To the Other Side)”, con su introducción jazzera, su inconfundible riff de bajo y la voz morrisoniana cantando: “Sabes que el día destruye a la noche / La noche divide al día / Trata de correr / Trata de esconderte / Pásate de golpe al otro lado” o “Encontré una isla en tus brazos / Un país en tus ojos / Brazos que encadenan / Ojos que mienten / Pásate de golpe al otro lado”. Una canción de amor–odio que es como un manifiesto de lo que Morrison y compañía se traían entre manos, de lo que el grupo representaría en adelante.
  “Light My Fire”, la pieza que volvió instantánea y mundialmente famosos a los Doors, es otra obra de arte. Escrita por Krieger, “Enciende mi fuego” (como se conoció en español) es un hito histórico. La introducción del órgano es ya parte del inconsciente colectivo y la sugerente voz de quien más adelante sería conocido como el Rey Lagarto alcanza niveles de erotismo casi explícito y hasta ese instante nunca visto, mientras los largos solos de Manzarek y Krieger constituyen una invitación al getting high de las jam sessions.
  Por último, el corte concluyente, “The End”, es una larga prédica trágica de once minutos y medio, un desgarrado y tenso lamento edípico, un himno anticlimático y estremecedor que hiela la sangre por su crudeza y su violencia. Sin embargo, el resto del material es igualmente bueno y sin fisuras -sólo escúchense maravillas como “The Crystal Ship”, “Soul Kitchen” o “Take It As It Comes” (estas dos con sus respectivos mensajes: “aprende a olvidar” y “tómalo como viene”) o los covers de “Backdoor Man” de Willie Dixon y “Alabama Song (Whiskey Bar)” de Bertolt Brecht y Kurt Weill, una colección memorable de canciones que a medio siglo de distancia sigue sonando extraordinariamente actual.

(Publicado hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

martes, 4 de abril de 2017

Apuntes sobre el rockcito (I)


Quiso la casualidad que la semana pasada tres distintas personas, sin relación entre sí, me preguntaran de dónde me venía eso de llamarle rockcito al rock que se hace en México. Sé que muchos al leer esta mera mención saltarán irritados para gritarme: “¡Y dale con el tema, ¿acaso no te cansa seguir diciéndole así al rock mexicano?!”, etcétera.
  En atención a esas tres apreciables personas y en desafío a algunos miles que me consideran algo así como el enemigo público número uno de los roquerines nacionales, intentaré aclarar un par de puntos.
  Lo de “rockcito” lo anoté por primera vez en mi diario personal cuando tenía yo 17 años de edad y vi una vergonzosa actuación del grupo Peace and Love en la tele. Sin embargo, retomé el término hasta los años noventa, cuando escribía la columna “Bajo presupuesto” en la sección cultural que dirigía Víctor Roura para El Financiero. Allí me dio por empezar a ser un tanto irónico con los grupos del llamado Rock en tu idioma, en especial los de origen mexicano. Pero el término siempre lo usé como un chiste, una simple humorada que los músicos y sus seguidores tomaron de la peor manera. Tan mal lo vieron que pensaron que lo que me movía era el odio contra ellos, cuando sencillamente su música no me gustaba y como crítico lo externaba en mi columna.
  Tan lejos llegaron las cosas que la manager de los Caifanes envió a dos de sus asistentes para que me buscaran y hablaran conmigo, a fin de averiguar cuál era el oscuro móvil que me llevaba a poner en duda la calidad de sus manejados.
  Sin embargo, la palabra rockcito quedó por siempre asociada a mi nombre a partir de la aparición de La Mosca en la Pared, la revista de música y otros temas afines que dirigí de 1994 a 2008. Fue en sus páginas que el vocablo se volvió realmente célebre y sus lectores me amaron (unos pocos) o me odiaron (la mayoría) con una vehemencia que no ha desaparecido y que me resulta muy divertida.
  Pero, ¿qué es en sí el rockcito? Eso será materia de un segundo artículo.

(Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" de la sección ¡hey! de Milenio Diario)