lunes, 18 de abril de 2016

El rock y la siniestra (pero inevitable) industrialización


No lo puedo negar: a pesar de mi imputado cinismo y mi irresponsable vocación por la sorna más impía, en algunos aspectos de la vida sigo siendo un romántico. No que no sea realista o deje de reconocer lo inevitable que resulta que la música en particular y el arte en general deban integrarse a la maquinaria industrial del capitalismo, para terminar convertidos en mercancía generadora de plusvalía. Imposible escapar a ello y peor aún en el caso del rock. Sin embargo, como hacedor de canciones que también soy y dado que mis composiciones han permanecido en el cuasi anonimato a lo largo de más de cuarenta años, debido a mi incapacidad para hacerlas entrar en esa maquinaria industrial que mencionaba, quisiera hacer algunas reflexiones sobre la relación entre la música y la industria.
  Cuando el blues y el country se fusionaron en eso que conocemos como rock n’ roll, el nuevo género no tardó mucho en ser absorbido por las casas disqueras. Primero por algunas de pequeñas dimensiones, tipo Sun Records, y un poco más tarde por las grandes compañías discográficas trasnacionales como RCA, Decca o Capitol. En una palabra, el rock era aún un niño balbuceante cuando fue tragado por la industria, para jamás volver a salir de su implacable sistema digestivo.
  No se crea que lo que sigue es un alegato marxistoide en contra de dicha industrialización. De hecho, gracias a ella el rock comenzó a difundirse a lo largo y ancho del mundo occidental (primero) y del mundo todo (algunas décadas después). Claro que hubo resistencias, sobre todo en la segunda mitad de los años sesenta, cuando muchos grupos y solistas adoptaron posiciones militantes y contraculturales que cuestionaban al capitalismo y todos sus males, aunque sin abandonar jamás las ventajas que les deba ese mismo capitalismo y que terminó, para bien y para mal, por dominarlos, domesticarlos y enriquecerlos.
  Sin la industrialización de la música, por ejemplo, no existirían las superestrellas del rock. Sin esa siniestra pero necesaria unión que hubo, sobre todo en los últimos veinticinco o treinta años del siglo pasado, entre las gigantescas disqueras, los emporios de la comunicación (radiofónica, televisiva e impresa) y los grandes promotores y empresarios que organizaban magnos conciertos y festivales, muchos de los artistas cuya música hoy forma parte de nuestra educación sentimental, tal vez nunca habrían salido de sus pequeños barrios o ciudades. Los Beatles necesitaron a una disquera de primer orden no sólo para difundir su música, sino para gozar de todas las posibilidades para progresar artísticamente y luego convertirse en millonarios.
  Gracias a la industria, grupos como Led Zeppelin tenían aviones particulares y sus integrantes podían adquirir castillos medievales en la campiña inglesa. Hasta los músicos del punk o del grunge gozaron de las mieles de la fama y el dinero que les proporcionó esa industria tal maldecida por ellos.
  Así fue hasta el arribo de este siglo y el surgimiento de dos enemigos emanados del seno mismo de la industrialización: internet y la digitalización de la música.
  No fue la piratería sino las ventajas que la red otorga a los músicos lo que puso en jaque a las grandes disqueras, las cuales no han podido salir de la grave crisis en que se encuentran desde hace casi diez años. La facilidad para hacer música digital en estudios casi caseros y para difundirla por redes como YouTube, Soundcloud o Facebook, entre otras, ha hecho que la industria haya perdido por primera vez el control que siempre tuvo sobre los músicos.
  Claro que esto aún no es algo definitivo e inexorable, pero a menos que los dinosaurios industriales logren adaptarse al nuevo fenómeno (de hecho, algunas grandes discográficas han desaparecido del mapa), los músicos se volverán autónomos… y quizá yo pueda por fin dar a conocer mis canciones.

(Texto publicado este mes en mi columna "Bajo presupuesto" de la revista Marvin)

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