Miro al espejo y miro al que era yo en la década de los noventa. No
un jovencito, aunque así me sintiera. Acababa de divorciarme y los aires
de mi liberación me hacían mirar todo con nuevos ojos. Era como salir
de un oscuro castillo en el que hubiera permanecido encadenado dentro de
un calabozo. A mis treintaitantos cercanos a los cuarenta, con dos
hijos pequeños a mi entero cargo, sentía que aún estaba en mis años
veinte y con toda la vida por delante.
1994 fue un año definitivo y
axial. Lo fue para México, lo fue para mí. Ese año inicié un proyecto
editorial tan incierto como aventurado.
La Mosca en la Pared
se llamaba. Era una revista de rock y cultura que en un principio
amenazaba con ser una más, pero que gracias a la conjunción de varios
factores y de varios talentos se convirtió desde el principio en algo
por completo novedoso y que, a pesar de un accidentado inicio, duraría
catorce años exactos y se convertiría, quizás involuntariamente, en un
hito del periodismo rockero en México.
La Mosca fue un
cuerpo incómodo dentro del ambiente en que se desarrolló y aunque muchos
trataron de extinguirla, nació, creció, se desarrolló y se transformó
en un mito que persiste y que, como el Cid Campeador, sigue ganando
batallas después de muerta. Aunque más que muerta, siempre la he
considerado como un ser que duerme y que puede desplegar sus breves
alas, abrir sus múltiples ojos y despertar en cualquier momento.
Pero volvamos a aquellos años noventa en los que este que escribe
redescubría la libertad. Era una época también en la que la vieja fuerza
y la antigua rebeldía del rock primigenio regresaban, después de unos
años ochenta tan complacientes, tan artificiosos, tan sobrevalorados y
tan faltos de estamina. La ciudad de Seattle, Washington, en la costa
del Pacífico norte estadounidense, se convertía en el núcleo central de
un nuevo movimiento que tomaba elementos del rock clásico, el punk, el
folk, el noise y hasta la vertiente más dura y más ruidosa de la obra de
Neil Young. Con antecedentes como Mother Love Bone y The Melvins,
agrupaciones como Soundgarden, Nirvana, Pearl Jam y Screaming Trees,
entre varios otros, estaban creando no sólo un sonido y un estilo, sino
un movimiento que habría de trascender desde la ciudad natal de Jimi
Hendrix hasta el mundo entero.
En lo personal, recibí la llegada
del grunge con gran entusiasmo y aunque casi todos sus exponentes eran
cuando menos diez años menores que yo, me sentí profundamente
identificado con ellos.
De entre esa pléyade de agrupaciones,
surgidas al calor del grunge, una de las que más me atrajo desde un
principio, por su música extraña, enfermiza, mórbida e incluso un tanto
demoniaca, fue Alice in Chains. Su disco
Dirt, de 1992, me
impactó con fuerza y canciones como “Them Bones”, “Rooster” o “Would?”,
con sus escalofriantes armonías vocales, fueron para mí toda una
revelación.
Vendrían otros excelentes álbumes de esta Alicia encadenada, como el homónimo
Alice in Chains de 1995 o el
MTV Unplugged
de 1996. Luego la tragedia se cebaría con el grupo, tras la lamentable
muerte de su vocalista, Layne Staley, y vino la disolución que parecía
final. Su líder, el guitarrista Jerry Cantrell, no parecía con ánimos de
seguir adelante con el grupo y no fue sino hasta trece años después que
lo retomó, al lado de sus fieles Mike Inez (bajo) y Sean Kinney
(batería), y con la voz principal del desconocido William DuVall,
produjo un nuevo y estupendo disco:
Black Gives Way to Blues (2009). En 2013 saldría el no tan bueno y un tanto repetitivo
The Devil Put Dinosaurs Here y es ahora que Alice in Chains reaparece, con nuevos ímpetus, para ofrecernos
Rainier Fog (BMG, 2018).
El disco es, literalmente, un regreso a Seattle, donde fue grabado (el
título hace referencia a la eterna neblina del monte Rainier, cercano a
la ciudad). La formación es la misma de sus dos álbumes anteriores, con
William DuVall en la voz principal y el viejo Alice en los controles
instrumentales, con Cantrell al mando del buque. Buque que vuelve a
adentrarse en aguas procelosas, en un retorno al origen que guarda aquel
sonido avernal de los inicios, pero con una actitud menos sombría y
pesimista. Es como si el paso del tiempo y el llegar a ciertas edades
hubieran hecho del cuarteto una agrupación más sabia y con una
perspectiva más serena de la vida. La música sigue siendo densa, fuerte,
llameante, pero hay en en el fondo vientos que soplan las velas hacia
puertos más amables y menos inhóspitos que los que Alicia visitaba en el
pasado.
Canciones como la inicial “The One You Know”, la homónima
“Rainier Fog”, la intensa “Red Giant”, la desgarrada “Drone”, la
oscurísima “So Far Under” y la concluyente y esplendorosa “All I Am”,
tienen todo el sonido promigenio del Alice in Chains de los noventa. El
fantasma de Layne Staley está ahí, más que presente. Hay otros temas más
amables pero que no pierden la esencia del sonido clásico del grupo.
“Fly” y “Maybe” son claros ejemplos de ello.
Un gran disco que nos retrotrae a una época que ya es clásica, a un cuarto de siglo de distancia: la del grunge.
(Primera entrega de mi columna "Plumas de caballo" para el sitio Juguete Rabioso que dirige Mixar López)